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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (36 page)

BOOK: El último Catón
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El caso es que, caminando y charlando, pasamos junto a un huertecillo en el que había otro anciano benedictino inclinado sobre una pala que hundía costosamente en la tierra.

—¡Padre Giuliano, tenemos invitados! —gritó uno de nuestros acompañantes.

El padre Giuliano se puso la mano sobre los ojos para mirarnos mejor y emitió un gruñido.

—El padre Giuliano es nuestro abad, así que, acercaos a saludarle —nos recomendó en voz baja uno de nuestros acompañantes—. Lo más probable es que os entretenga un buen rato con preguntas, de manera que nosotros os esperaremos en la hostería. Cuando terminéis, seguid aquel senderillo de allá y luego tomad a la derecha. No tiene pérdida.

El capitán empezaba a dar muestras de impaciencia y de mal humor. La sensación de habernos equivocado y de estar perdiendo el tiempo comenzaba a ser muy acusada. Aquellos monjes no respondían, ni remotamente, al patrón que nos habíamos formado de los staurofílakes. Pero, en realidad, me pregunté mientras nos adelantábamos en el huertecillo, ¿qué idea era la que teníamos de los staurofílakes? Con total certeza, sólo habíamos visto a uno —nuestro joven etíope, Abi-Ruj Iyasus—, porque los otros dos —el sacristán de Santa Lucía y el cura maloliente de Santa María in Cosmedín—, podían no ser otra cosa que lo que aparentaban.

Los frailes habían desaparecido por el sendero mientras el abad, inmóvil como un monarca en su trono, aguardaba nuestra llegada apoyado en su pala.

—¿Cuánto tiempo pensáis quedaros? —nos preguntó a bocajarro, cuando estuvimos cerca de él.

—No mucho —respondió la Roca, con el mismo mal talante.

—¿Qué os ha traído hasta San Constantino Acanzzo? —por el tono de su voz, aquello parecía un interrogatorio en tercer grado. No podíamos verle bien la cara porque llevaba la cabeza cubierta con la amplia capucha del hábito.

—La flora y la fauna —contestó desabridamente el capitán.

—El paisaje, padre, el paisaje y la tranquilidad —se apresuró a añadir el profesor, más conciliador.

El abad sujetó la pala con las dos manos y, tomando impulso, volvió a clavarla en la tierra, dándonos la espalda.

—Id a la hostería. Os están esperando.

Confusos y extrañados por aquella breve conversación, desanduvimos el camino a través del huerto y enfilamos por la vereda que nos habían indicado. La senda penetraba en un umbrío trecho de bosque y se iba estrechando hasta no ser más que un caminillo.

—¿Qué clase de árboles tan altos son estos, Kaspar?

—Hay un poco de todo —explicó la Roca, sin levantar la cabeza para mirarlos, como si ya los hubiera examinado—: robles, fresnos, olmos, álamos blancos… Pero estas especies no son tan altas. Es posible que la composición química del terreno sea muy rica, o quizá los monjes de San Constantino hayan llevado a cabo alguna selección de semillas a lo largo de los siglos.

—¡Son impresionantes! —exclamé, elevando la mirada hacia la compacta cúpula vegetal que sombreaba el camino.

Después de un buen rato de caminar en silencio, Farag preguntó:

—¿No dijeron los monjes que había una bifurcación que debíamos tomar a la derecha?

—Ya no debe faltar mucho —contesté.

Pero sí faltaba, porque los minutos seguían pasando y allí no aparecía el cruce.

—Creo que no vamos bien —dijo la Roca, mirando su reloj.

—Eso ya lo dije yo hace un rato.

—Sigamos andando —objeté, recordando que habíamos tomado bien el sendero.

Sin embargo, al cabo de más de media hora, tuve que admitir mi error. Daba la sensación de que nos estábamos adentrando en lo más profundo del bosque. El camino apenas estaba indicado y, aparte de que el follaje se había vuelto muy espeso, la falta de luz solar, por lo tupido de las copas de los árboles, nos impedía saber en qué dirección caminábamos. Por suerte, el aire era fresco y limpio y la marcha no se hacía pesada.

—Volvamos atrás —ordenó Glauser-Röist con cara de pocos amigos.

Ni Farag ni yo le discutimos porque era evidente que, aunque camináramos todo el día, por allí no llegaríamos a ninguna parte. Lo raro fue que, apenas hubimos retrocedido un kilómetro, más o menos, encontramos la intersección de senderos.

—Esto es una majadería —bramó la Roca—. Antes no pasamos por este cruce.

—¿Queréis saber mi opinión? —preguntó Farag, sonriendo—. Creo que estamos empezando el viaje por la segunda cornisa. Debieron ocultar estos caminos y ahora los han despejado para que los encontremos. Alguno de ellos lleva al lugar correcto.

Aquello pareció serenar un tanto al capitán.

—En ese caso —dijo—, actuemos como se espera que lo hagamos.

—¿Por dónde vamos? ¿Derecha o izquierda?

—¿Y si no es la prueba? —objeté, frunciendo los labios—. ¿Y si, simplemente, nos hemos perdido y estamos viendo visiones?

Por toda respuesta obtuve un silencio indiferente. Cada uno por su lado se puso a husmear, remover y apartar piedrecillas del suelo con los zapatos. Parecían dos exploradores indios o, peor aún, dos perros de caza buscando una presa caída entre la hojarasca.

—¡Aquí, aquí! —gritó de pronto Farag.

Minúsculo como una uña, un pequeño crismón constantiniano asomaba en el tronco de un árbol situado junto al camino de la izquierda.

—¡Qué os dije! —continuó, muy satisfecho—. ¡Es por aquí!

Ese «por aquí», sin embargo, resultó un nuevo tramo larguísimo que nos llevó, cerca ya del mediodía, hasta un seto de casi tres metros de altura que se interpuso en nuestro camino. Nos detuvimos frente a él con la misma sensación de asombro que podría tener un tuareg si encontrara un rascacielos en mitad del desierto.

—Creo que hemos llegado —murmuró el profesor.

—Y ¿ahora qué hacemos?

—Seguirlo, supongo. Quizá tenga una abertura. Puede que al otro lado haya algo para nosotros.

Bordeamos el lindero durante unos veinte minutos hasta que, por fin, su perfecta regularidad se rompió. Un acceso de unos dos metros de ancho parecía invitarnos a entrar y un crismón de hierro clavado en el suelo no dejaba lugar a dudas sobre lo que había que hacer.

—El circulo de los envidiosos —murmuré, un tanto acobardada, llevándome la mano izquierda al antebrazo en el que tenía, todavía tierna, la escarificación de la primera cruz.

—¡Vamos,
Basíleia
, que no se diga que somos cobardes! —profirió Farag, alborozado, adentrándose por el hueco.

Un segundo seto se extendía frente a nosotros, sin que se pudiera divisar el final ni por un lado ni por el otro, de manera que, entre ambos, se formaba un interminable pasillo.

—¿Prefieren los señores la derecha o la izquierda? —prosiguió Boswell con el mismo tono de buen humor.

—¿Qué dirección toma Dante cuando llega a la segunda cornisa? —pregunté.

El capitán sacó rápidamente de la mochila su manoseado ejemplar de la
Divina Comedia
y se puso a hojearlo.

—Escuchen lo que dice la tercera estrofa del Canto —dijo, visiblemente emocionado—. «No había sombras ni señales de ellas: liso el camino, lisa la muralla». Y cuatro versos más abajo, refiriéndose a Virgilio: «Luego en el sol clavó fijamente los ojos; hizo de su derecha el centro del movimiento y se volvió hacia la izquierda». Convendrán conmigo en que no se puede pedir una indicación más clara.

—¿Y dónde está el sol? —inquirí, buscándolo con la mirada. Los gigantescos árboles estaban dispuestos de tal modo que era difícil adivinar en qué lugar se encontraba en ese momento.

El capitán miró su reloj, sacó una brújula y señaló hacia un punto en el cielo.

—Debe estar más o menos por allí —indicó.

Y sí, era cierto, pues una vez que lo sabíamos, era más sencillo reconocer la fuerza de la luz que atravesaba el ramaje por aquella zona.

—Pero no podemos estar seguros de que la hora a la que Virgilio miró el sol —replicó Farag—, fuera la misma a la que nosotros lo estamos mirando. Este dato podría variar por completo la dirección.

—Dejemos que el azar tire también sus dados —argüí—. Si los staurofílakes quisieran que tomásemos una dirección concreta, nos lo habrían hecho saber.

Glauser-Röist, que seguía consultando la
Divina Comedia
, levantó la cabeza y nos miró con los ojos brillantes:

—Pues, si como usted ha dicho, doctora, el azar ha tirado sus dados, resulta que ha acertado de lleno, porque Virgilio y Dante llegan al segundo círculo exactamente después del mediodía. O sea, casi a la misma hora que nosotros.

Con una sonrisa de satisfacción, me puse de cara hacia el sol, fijé bien el pie derecho en el suelo y giré hacia la izquierda, y la izquierda resultó ser el pasillo de la derecha, de modo que empezamos a caminar por «el liso camino» entre «las lisas murallas», que, sin embargo, sólo eran lisas en apariencia, pues estaban formadas por una prieta enramada. Tampoco «el liso camino» era totalmente liso, ya que, cada cien o doscientos metros, firmemente anclada al suelo de tierra, aparecía una estrella de madera. Al principio nos llamaron mucho la atención esas figuras y nos hicimos cábalas sobre su posible significado, pero, al cabo de más de una hora de paseo, decidimos que, fueran lo que fuesen, nos daba lo mismo.

Caminamos a buen paso durante otra hora más sin que el paisaje sufriera la menor variación: un pasillo de tierra en el centro, salpicado de estrellas, y un par de elevadísimos muros verdes que, por efecto de la perspectiva, terminaban juntándose a cierta distancia delante de nosotros.

El cansancio empezaba a hacer mella en mí. Tenía los pies ardientes y doloridos dentro de los zapatos y hubiera dado cualquier cosa por una silla o, mejor aún, por un cómodo sillón como el del helicóptero. Pero, al igual que Dante y Virgilio —aunque este, por ser un espíritu, nunca desfallecía—, también nosotros, antes de encontrar algo digno de mención, tuvimos que caminar bastante.

—Me estoy acordando de una frase de Borges —murmuro Farag— que dice: «Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective». Creo que es de
Artificios
.

—¿Y no recuerdas aquello del «circulo infinito cuyo centro está en todas partes y su circunferencia es tan grande que parece una línea recta»? —yo también había leído a Borges, así que ¿por qué no presumir?

Sobre las cinco de la tarde, y sin que ninguno se hubiera acordado del hambre ni de la sed, por fin, el segundo seto, el interno, nos mostró una irregularidad en su trazado: una puerta de hierro, tan alta como el cercado y de unos ochenta centímetros de ancho. Al empujarla y traspasar el dintel descubrimos, además, un par de cosas interesantes: la primera, que nuestros enormes setos no eran sino muros de gruesa y sólida piedra (de casi medio metro de espesor) enteramente cubiertos por las enredaderas; y la segunda, que aquella puerta estaba diseñada de tal manera que, en cuanto la hubiéramos cerrado a nuestras espaldas, ya no podríamos volverla a abrir.

—Salvo que pongamos un tope —propuso Boswell, que ese día estaba inspirado.

Como no había piedras en las cercanías ni podíamos prescindir de nada de lo que llevábamos encima, y como, para remate, la dichosa enredadera era fuerte como el cáñamo y pinchaba como un demonio, la única solución que encontramos fue poner como traba el reloj de Farag, que lo ofreció generosamente arguyendo que era de titanio y que aguantaría sin problemas. Sin embargo, en cuanto apoyamos la hoja de hierro sobre él, y eso que lo hicimos con muchísima delicadeza, la pobre máquina, aunque aguantó unos segundos, cedió bajo el peso y se descompuso en mil pedazos.

—Lo siento, Farag —le dije, intentando consolarle. Pero él, más que disgustado, parecía confuso e incrédulo.

—No se preocupe, profesor, el Vaticano le indemnizará. Lo malo —concluyó— es que ahora la puerta se ha cerrado y no hay manera de volver a abrirla.

—Bueno, ¿y acaso no quiere eso decir que vamos bien? —repuse, animosa.

Reiniciamos la marcha en el mismo sentido, percatándonos de que este segundo pasillo era algo más estrecho que el anterior. La oscuridad empezaba a volverse peligrosa. Quizá fuera del bosque todavía hubiera bastante luz, pero bajo aquel espeso cielo de ramas la visibilidad era muy pobre.

Aún no habíamos caminado cien metros cuando topamos con un nuevo símbolo en el suelo, aunque este era mucho más original:

Por su color y tacto, parecía estar hecho de plomo (aunque no podíamos estar muy seguros) y, desde luego, quien lo hubiera puesto allí se había cerciorado de que fuera imposible moverlo ni un ápice. Parecía formar parte de la tierra, como brotado de ella.

—El caso es que su forma me suena mucho —comenté, examinándolo en cuclillas—. ¿No es un signo zodiacal?

El capitán se mantuvo erguido, a la espera de que los dos expertos en asuntos clásicos dieran su veredicto.

—No. Lo parece, pero no —objetó Farag, limpiando con la palma de la mano la broza acumulada sobre la pieza—. Es el símbolo por el cual, desde la antigüedad, se conoce al planeta Saturno.

—¿Y qué tiene que ver Saturno con todo esto?

—Si lo supiésemos, doctora, ya podríamos volver a casa —refunfuñó la Roca.

Disimuladamente, enseñé los colmillos en un gesto de desprecio que sólo pudo ver Farag, que sonrió a escondidas. Luego nos pusimos de pie y seguimos andando. La noche se cernía sobre nosotros. De vez en cuando, se oía el grito de algún pájaro y el rumor de las hojas movidas por una racha de viento. Por si algo faltaba, estaba empezando a refrescar.

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