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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (40 page)

BOOK: El último Catón
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—Ottavia… —la voz de Farag, que me llamaba, me reanimó lo suficiente para extender mi mano hacia él, aunque no le pude contestar. Las yemas de mis dedos rozaron su brazo e, inmediatamente, su mano buscó la mía. De nuevo unidas, como en el laberinto, nuestras manos fueron mi último recuerdo lúcido.

Y mi primer recuerdo lúcido fue un frío intenso y una potente luz blanca que me enfocaba directamente a los ojos. Como si de mí sólo existiera la esencia de la persona que yo era, sin entidad real, sin pasado, sin recuerdos, incluso sin nombre, volví lentamente a la vida flotando en una burbuja que ascendía dentro de un mar de aceite. Fruncí la frente y noté la rigidez de mis músculos faciales. Tenía la boca tan seca que no podía despegar la lengua del paladar ni separar las mandíbulas.

El ruido del motor de un coche que pasaba muy cerca y la incómoda sensación de frío terminaron de despertarme. Abrí los ojos y, aún sin identidad ni conciencia, observé frente a mí la fachada de una iglesia, una calle iluminada por farolas y un trozo escaso de zona verde que terminaba bajo mis pies. La luz blanca que me enfocaba no era sino una de aquellas altas luces callejeras situada en la acera. Lo mismo hubiera podido tratarse de Nueva York como de Melbourne, y yo, tanto podía ser Ottavia Salina como María Antonieta, reina de Francia. Y entonces recordé. Tomé aire profundamente hasta llenar mis pulmones y, al mismo ritmo que el aire, volvieron el laberinto, las esferas, los martillos y ¡Farag!

Di un salto en el asiento y le busqué con la mirada. Estaba allí mismo, a mi izquierda, profundamente dormido entre el capitán, que también dormía, y yo. Otro coche pasó por la calle con las luces encendidas. El conductor no se fijó en nosotros y, si lo hizo, debió pensar que éramos tres vagabundos que pasaban la noche en un banco del parque. La hierba estaba húmeda de rocío. Me dije que tenía que despertar a los bellos durmientes y averiguar rápidamente dónde estábamos y qué había pasado. Puse la mano en el hombro de Farag y le sacudí suavemente. Al hacerlo, un dolor similar al que sentí al despertar en la Cloaca Máxima de Roma, me acometió en el interior del antebrazo izquierdo. No me hizo falta subir la manga para saber que allí había otro apósito que cubría una nueva escarificación con forma de cruz. Los staurofílakes certificaban, a su peculiar modo, que habíamos superado con éxito la segunda prueba, la del pecado de la envidia.

Farag abrió los ojos. Me miró y sonrío.

—¡Ottavia…! —murmuró, y se pasó la lengua reseca por los labios.

—Despierta, Farag. Estamos fuera.

—¿Hemos salido de…? No me acuerdo. ¡Ah, sí! El yunque y los martillos.

Echó una ojeada a nuestro alrededor, todavía adormilado, y se pasó las palmas de las manos por las hirsutas mejillas.

—¿Dónde estamos?

—No lo sé —le dije, sin quitar la mano de su hombro—. En un parque, creo. Hay que despertar al capitán.

Farag intentó ponerse en pie y no pudo. Su cara expreso sorpresa.

—¿Nos golpearon muy fuerte?

—No, Farag, no nos golpearon. Nos durmieron. Recuerdo un humo blanco.

—¿Humo blanco…?

—Nos drogaron con algo que olía a resma.

—¿Resma? Te aseguro, Ottavia, que no recuerdo nada en absoluto a partir del momento en que Kaspar golpeó el yunque con los siete martillos.

Se quedó en suspenso un instante y, luego, volvió a sonreír, llevándose la mano al antebrazo izquierdo.

—¡Nos han marcado, ¿eh?! —parecía encantando.

—Sí. Pero, ahora, por favor, despierta a la Roca.

—¿La Roca? —se extraño.

—¡Al capitán! ¡Despierta al capitán!

—¿Le llamas Roca? —se apresuró a preguntar, muy divertido.

—¡Ni se te ocurra decírselo!

—No te preocupes,
Basíleia
—prometió, muerto de risa—. Por mí no lo sabrá.

El pobre Glauser-Röist era, de nuevo, el que estaba en peores condiciones. Hubo que sacudirle bruscamente y darle un par de bofetadas para que se empezara a reanimar. Nos costó mucho devolverle a la vida y dimos gracias de que no pasara por allí en aquel momento ninguna patrulla de la policía porque hubiéramos acabado en la cárcel con toda seguridad.

Para cuando la Roca volvió en sí, el tráfico había empezado a menudear en la calle aunque sólo eran las cinco de la mañana. Tuvimos la gran suerte de que, en la acera, muy cerca de nosotros, había una señal que indicaba la proximidad del Mausoleo de Gala Placidia. Eso nos confirmó que estábamos en Rávena, en el mismo centro de la ciudad. Glauser-Röist, utilizando su teléfono móvil, hizo una llamada y estuvo mucho rato hablando. Cuando colgó, se volvió hacia nosotros, que esperábamos pacientemente, y nos miró con ojos extraños:

—¿Quieren saber algo gracioso? —dijo—. Parece que estamos en los jardines del Museo Nacional, muy cerca del Mausoleo de Gala Placidia y de la Basílica de San Vitale, entre la Iglesia de Santa Maria Maggiore y aquella que tenemos ahí enfrente.

—¿Y qué tiene eso de gracioso? —pregunté.

—Que aquella que tenemos ahí enfrente es la Iglesia de la Santa Cruz.

En fin, ya estábamos curtidos en este tipo de detalles. Y más que lo estaríamos, me dije.

El tiempo pasaba muy despacio mientras cada uno de nosotros intentaba despejarse a su manera. Yo paseaba de un lado a otro, cabizbaja, observando la hierba.

—Por cierto, Kaspar —exclamó de repente Farag—, debería mirar en sus bolsillos, a ver si nos han dejado alguna pista para la siguiente cornisa del purgatorio.

El capitán buscó y, en el bolsillo derecho de su pantalón, como en la prueba anterior, halló una hoja plegada de papel grueso e irregular, de fabricación casera.

—«Pregunta al que tiene las llaves: el que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre» —traduje—. ¿Qué es lo que quieren que hagamos en Jerusalén? —estaba desconcertada.

—Yo no me preocuparía,
Basíleia
. Esa gente conoce perfectamente nuestros movimientos. Ya nos lo harán saber.

Un coche con los faros encendidos se aproximaba rápidamente por la calle.

—De momento, tenemos que salir de aquí —murmuró la Roca, pasándose la mano por el pelo. El pobre aún estaba un poco adormilado.

El vehículo, un Fiat pequeño de color gris claro, se detuvo delante de nosotros y la ventanilla del conductor se deslizó hacia abajo.

—¿Capitán Glauser-Röist? —inquirió un joven clérigo con alzacuellos.

—Soy yo.

El sacerdote tenía cara de haber sido despertado sin demasiados miramientos.

—Vengo del Arzobispado. Soy el padre Iannucci. Tengo que llevarles al aeropuerto de La Spreta. Suban, por favor.

Salió del vehículo para abrirnos amablemente las puertas.

Llegamos al aeródromo en pocos minutos. Era un recinto minúsculo, en absoluto parecido a los grandes aeropuertos de Roma. Incluso el de Palermo parecía enorme al lado de este. El padre Iannucci nos dejó en la entrada y se esfumó con la misma afabilidad con la que había aparecido.

Glauser-Röist interrogó a una solitaria azafata de tierra y la joven, con los ojos aún hinchados por el sueño, nos indicó una zona apartada, junto al Aeroclub Francesco Baracca, en la que se apostaban los aviones privados. De nuevo con el móvil en la mano, Glauser-Röist hizo una llamada al piloto y este le informó de que el Westwind estaba listo para despegar en cuanto embarcásemos. El propio piloto, a través del teléfono, nos fue guiando hasta que encontramos la nave, a poca distancia de las avionetas del Aeroclub, con los motores en marcha y las luces encendidas. Comparada con los mosquitos de alrededor parecía un gigantesco Concorde, pero, en realidad, se trataba de un avión de pequeño tamaño, con cinco ventanillas y, naturalmente, de color blanco. Una joven azafata y un par de pilotos de Alitalia nos esperaban a pie de la escalerilla y, tras saludarnos con cierta frialdad profesional, nos invitaron subir.

—¿Seguro que este avión puede llegar hasta Jerusalén? —me cuestioné en voz baja, recelosa.

—No vamos a Jerusalén, doctora —pregonó la Roca a pleno pulmón mientras ascendíamos por los escalones—. Aterrizaremos en el aeropuerto de Tel-Aviv y, desde allí, volaremos en helicóptero hasta Jerusalén.

—Pero —insistí—, ¿cree usted que este avioncito podrá cruzar el Mediterráneo?

—Tenemos prioridad en el despegue —dijo, en ese momento, uno de los pilotos al capitán—. Podemos irnos cuando usted quiera.

—Ya —ordenó lacónicamente Glauser-Röist.

La azafata nos enseñó nuestros asientos, indicándonos la ubicación de los chalecos salvavidas y de las puertas de emergencia. La cabina era muy estrecha y de techo muy bajo, pero el espacio estaba perfectamente aprovechado con un par de largos sofás laterales y cuatro sillones al fondo, encarados, tapizados con una piel tan blanca como la nieve.

El avión despegó suavemente a los pocos minutos y el sol, que todavía no iluminaba Italia, inundó con sus primeros rayos el interior de la cabina. ¡Jerusalén!, me dije emocionada, ¡voy a Jerusalén!, ¡a los lugares donde Jesús vivió, predicó y murió para resucitar al tercer día! Era este un viaje que había querido hacer durante toda mi vida, un maravilloso sueño que, por culpa del trabajo, nunca había podido realizar. Y, ahora, inesperadamente, era el propio trabajo el que me llevaba hasta allí. Sentía crecer la emoción en mi interior y, cerrando los ojos, me dejé mecer por el suave renacimiento de mi firme e irrenunciable vocación religiosa. ¿Cómo había permitido que unos sentimientos irracionales traicionaran lo más sagrado de mi vida? En Jerusalén pediría perdón por esa pasajera y absurda locura y allí, en los Lugares más Santos del mundo, sería definitivamente liberada de pasiones ridículas. Pero, además, en Jerusalén había otro asunto muy importante para mí: mi hermano Pierantonio, quien, a esas horas, no podía ni imaginar que me encontraba dentro de un endeble avión volando hacia sus dominios. En cuanto pisara tierra —si es que volvía a pisarla—, le llamaría para decirle que estaba en Jerusalén y que clausurara todas sus obligaciones de ese día porque tenía que dedicarme todo su tiempo. ¡Se iba a llevar una buena sorpresa el respetable Custodio! Tardamos poco menos de seis horas en llegar a Tel-Aviv, durante las cuales la amabilísima azafata se esmeró tanto en hacernos agradable el viaje que, en cuanto la veíamos aparecer de nuevo por el pasillo, nos echábamos a reír. Cada cinco minutos, más o menos, nos ofrecía comida y bebida, música, películas de video o periódicos y revistas. Al final, Glauser-Röist la despachó con un exabrupto y pudimos adormilamos en paz. ¡Jerusalén, la hermosa y santa Jerusalén! Antes de que acabara ese día, estaría pisando sus calles.

Poco antes de aterrizar, la Roca sacó de la mochila su manoseado ejemplar de la
Divina Comedia
.

—¿No sienten curiosidad por lo que nos espera?

—Yo ya lo sé —dijo Farag—. Una cortina impenetrable de humo.

—¡Humo! —dejé escapar, estupefacta, abriendo los ojos de par en par.

El capitán pasó varias hojas rápidamente. Por las ventanillas entraba una luz radiante.

—Canto XVI del
Purgatorio
—declaró—. Verso 1 y siguientes:

Negror de infierno y de noche
sin estrellas, bajo un mezquino cielo
tenebroso de nubes hasta lo sumo,

no echarían sobre mi rostro un velo tan denso
como aquel humo que nos envolvió,
siendo de tan punzante aspereza,

que no podía siquiera abrir los ojos;
por lo que, sabia y fiel, la escolta mía
vino hacia mí ofreciéndome su hombro.

—¿Dónde nos encerrarán esta vez? —pregunté—. Tendrá que ser algún lugar que puedan llenar con una densa humareda.

—Con nosotros dentro, claro —apuntó Farag.

—Naturalmente —concluí—. Y ¿qué más pasa en la tercera cornisa, capitán? ¿Cómo salen de allí?

—Caminando —repuso este—. No pasa nada más.

—¿Nada más? ¿No les clavan nada ni se caen por un saliente rocoso ni…?

—No, doctora, no pasa nada. Simplemente caminan por la cornisa, se encuentran con las almas de los iracundos que recorren a ciegas el círculo envueltos por el humo, hablan con ellos y, luego, ascienden al siguiente círculo, después de que el ángel limpie de la frente de Dante una nueva «P».

—Y ¿ya está?

—Ya está, ¿no es así, profesor?

Farag hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Pero hay algunas cosas curiosas —añadió este con su ligero acento árabe—. Por ejemplo, este círculo es el más breve del
Purgatorio
, ya que sólo dura un Canto y medio: el XVI, como ha dicho el capitán, de apenas unas pocas páginas, y un fragmento, corto, del XVII —suspiró y cruzó las piernas—. Y esta es la segunda curiosidad, ya que, contra su costumbre, Dante no hace coincidir el final del círculo con el final del Canto. Es decir, la cornisa de los iracundos comienza en el Canto XVI, como ha dicho el capitán, pero se prolonga… ¿hasta dónde, Kaspar?

—Hasta el verso 79 del Canto XVII. Otra vez el siete y el nueve.

—Y en el verso 79, empieza, sorprendentemente, en mitad de la nada, el cuarto círculo purgatorial, el de los perezosos. Es decir, que tampoco la cuarta cornisa comienza con el principio del siguiente Canto. El florentino, por alguna razón desconocida, fusiona el final de un círculo con el principio del siguiente dentro de un mismo capítulo, cosa que no ha hecho antes en ningún momento.

—¿Y eso significa algo?

—¿Cómo vamos a saberlo, Ottavia? Pero tranquila porque, con toda seguridad, lo descubrirás por ti misma.

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