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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (68 page)

BOOK: El último Catón
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El segundo sentido en activarse fue el del oído. Escuché voces femeninas a mi alrededor, voces que hablaban en susurros, quedamente, como no queriendo turbar mi sueño. Sin embargo, y aún sin abrir los ojos, presté atención y me llevé una sorpresa extraordinaria al darme cuenta de que, ¡oh, deseo imposible!, por primera vez en mi larga vida de estudiosa del griego bizantino tenía el inmenso honor de escucharlo como lengua viva.

—Deberíamos despertarla —musitaba una de las voces.

—Aún no, Zauditu —le respondió otra—. Y haz el favor de salir de aquí sin hacer más ruido.

—Pero Tafari me ha dicho que los otros dos ya están comiendo.

—Muy bien, que coman. Esta muchacha seguirá durmiendo todo el tiempo que quiera.

Por supuesto, abrí los ojos de golpe, y así recupere la vista, el tercero de mis cinco sentidos. Como estaba tumbada de lado, mirando hacia la pared, lo primero que vi fue una agradable cenefa de flautistas y bailarines pintada al fresco sobre el muro liso. Los colores eran brillantes e intensos, con magníficos detalles en oro, y abundaban el tostado y el malva. O me había muerto y estaba en una especie de cielo, o seguía soñando pese a tener los ojos abiertos. De repente, lo supe: estaba en el Paraíso Terrenal.

—¿Ves…? —dijo la voz de aquella que quería dejarme dormir—. ¡Tú y tu palabrería! ¡Ya la has despertado!

Yo no había movido ni un músculo de mi cuerpo y estaba dándoles la espalda. ¿Cómo sabían que las estaba oyendo? Una de ellas se inclinó sobre mí.


Hygieia
[64]
, Ottavia.

Giré la cabeza muy despacio hasta que me encontré frente a frente con un rostro femenino de mediana edad, piel blanca y pelo canoso recogido en un moño. Sus ojos eran verdes y por eso la reconocí: era una de aquellas mujeres que me habían dado de beber en la aldea de Antioch. Su boca lucía una bonita sonrisa que le formaba arrugas junto a los ojos y los labios.

—¿Cómo te encuentras? —me preguntó.

Fui a abrir la boca pero entonces me di cuenta de que jamás había usado el griego bizantino, de modo que tuve que hacer una rápida translación de una lengua que sólo conocía en dos dimensiones —escrita en papel— a una lengua que se podía vocalizar y pronunciar con sonidos. Cuando intenté decir algo, me di cuenta de lo mal que la hablaba.

—Muy bien, gracias —dije titubeando e interrumpiéndome en cada sílaba—. ¿Dónde estoy?

La mujer se echó hacia atrás, incorporándose, para permitir que me sentara en la cama. Mi cuarto sentido, el tacto, descubrió entonces que las sábanas en las que estaba envuelta eran de una seda finísima, más suaves y tenues que el raso o el tafetán. Prácticamente resbalaba dentro de ellas al moverme.

—En Stauros, la capital de
Parádeisos
[65]
. Y esta estancia —dijo mirando a su alrededor— es uno de los cuartos de invitados del
basíleion
[66]
de Catón.

—Así pues —concluí—, me encuentro en el Paraíso Terrenal de los staurofílakes.

La mujer sonrió y la otra, más joven, que se escondía detrás de ella, también lo hizo. Ambas vestían unas amplias túnicas blancas sujetas por fíbulas en los hombros y ceñidas por cintas en el talle. La blancura de estas prendas no tenía parangón con la de las ropas de los anuak, que hubieran pasado por grises y mugrientas a su lado. Todo era bello en aquel lugar, de una belleza exquisita que no podía dejar indiferente. Los vasos de alabastro que descansaban sobre una de las magníficas mesas de madera eran tan perfectos que refulgían con la luz de las incontables velas que iluminaban el cuarto, cuyos suelos, además, estaban cubiertos por alfombras de vivos colores. Había flores por todas partes, extrañamente grandes y hermosas, pero lo más desconcertante era que las paredes estaban completamente revestidas de pinturas murales al estilo romano, con hermosas escenas de lo que parecía la vida cotidiana del Imperio Bizantino en el siglo
XIII
o
XIV
de nuestra era.

—Mi nombre es Haidé —me dijo la mujer de ojos verdes— Si quieres, puedes quedarte un rato más en la cama y disfrutar de la decoración, que, por lo que veo, te gusta mucho.

—¡Me encanta! —afirmé, llena de entusiasmo. Todo el lujo, todo el buen gusto y el arte bizantinos se hallaban reunidos en aquella estancia y era la ocasión perfecta para estudiar de primera mano lo que sólo había podido conjeturar examinando reproducciones espurias en los libros—. Sin embargo —añadí—, preferiría ver a mis compañeros —mi amplio vocabulario en aquella lengua, del que siempre me había sentido tan orgullosa, me resultaba ahora amargamente escaso, así que dije «compatriotas» —
simpatriótes
— en lugar de «compañeros». Pero ellas parecieron entenderme.

—El
didáskalos
[67]
Boswell y el
protospatharios
[68]
Glauser-Röist están comiendo con Catón y los veinticuatro shastas.

—¿Shastas? —repetí muy sorprendida. Shasta era una palabra de origen sánscrito que significaba «sabio» y «venerable».

—Los shastas son… —Haidé pareció dudar antes de encontrar los términos adecuados para explicarle a una neófita como yo un concepto tan complejo como el que el cargo tenía para los staurofílakes—… ayudantes de Catón, aunque no es exactamente ese su cometido. Sería mejor que fueras paciente en el aprendizaje, joven Ottavia. No tengas tanta prisa. En
Parádeisos
hay tiempo.

Mientras me decía estas cosas, Zauditu, la chica que antes hablaba tanto y que ahora permanecía silenciosa, había abierto unas puertas en la pared y había sacado de un armario disimulado por los murales una túnica idéntica a las que ellas llevaban, dejándola sobre una hermosa silla de madera tallada que era una auténtica obra de arte. Después, había abierto también un cajón escondido bajo el tablero de una de las mesas y había extraído un estuche que dejó con cuidado sobre mis rodillas, cubiertas aún por las sábanas. Para mi sorpresa, en el estuche, decorado con esmaltes, había una increíble colección de broches de oro y piedras preciosas que valían una fortuna, tanto por los materiales como por la talla y el diseño, claramente bizantinos. El orfebre que había trabajado aquellas maravillas tenía que ser un artista de primera categoría.

—Elige uno o dos, como quieras —dijo tímidamente Zauditu.

¿Cómo elegir entre objetos tan bellos, cuando yo, además, no usaba jamás ningún tipo de joya o complemento?

—No, no. Gracias —me excusé con una sonrisa.

—¿No te gustan? —se sorprendió.

—¡Oh, sí, por supuesto! Pero no estoy acostumbrada a llevar objetos tan caros.

Había estado a punto de decirle que era monja y que había hecho voto de pobreza, pero recordé a tiempo que eso ya era cosa del pasado.

Zauditu se volvió hacia Haidé, desconcertada, pero Haidé no estaba prestando atención. Hablaba tranquilamente con alguien que se encontraba al otro lado de la puerta, así que Zauditu recogió la caja y la dejó sobre la mesa más cercana. En ese momento se empezó a escuchar el suave sonido de una lira que interpretaba una melodía festiva.

—Es Tafari, el mejor
liroktipos
[69]
de Stauros —dijo Zauditu con orgullo.

Haidé regresaba con pasos lánguidos. Más tarde descubriría que esa era la forma habitual de andar de todos los habitantes de
Parádeisos
, tanto de los de Stauros, como de los de Crucis, Edém y Lignum.

—Espero que te guste esta música —comentó Haidé.

—Mucho —repuse. En ese momento me di cuenta de que no tenía ni idea de qué día era. Con tanto lío, había perdido la noción del tiempo.

—Hoy es dieciocho de junio —me respondió Haidé—. Día del Señor.

¡Domingo, dieciocho de junio! Habíamos tardado tres meses en llegar hasta allí y llevábamos más de quince días desaparecidos.

—No quiere fíbulas —nos interrumpió Zauditu, muy preocupada—. ¿Cómo va a sujetarse el
himatión
[70]
?

—¿No quieres fíbulas? —se asombró Haidé—. ¡Pero eso no es posible, Ottavia!

—Son… Son demasiado… Yo nunca llevo cosas así, no tengo costumbre.

—¿Y cómo piensas sujetarte el
himatión
, si puede saberse?

—¿No tenéis algo más sencillo? ¿Alfileres, agujas…? —no tenía ni idea de cómo se decía «imperdibles».

Haidé y Zauditu se miraron entre sí, confundidas.

—El
himatión
sólo se lleva con fíbulas —me anunció Haidé, por fin—. Se sujeta de manera distinta si prefieres sólo una o las dos, pero no es normal prenderlo al hombro con alfileres. No aguantarían tus movimientos ni el peso de la tela y acabarían desgarrándola.

—¡Pero es que esas fíbulas son demasiado ostentosas!

—¿Ese es tu problema? —preguntó Zauditu, con cara de entender cada vez menos.

—Bueno, Ottavia, no te preocupes por eso —atajó Haidé—. Después hablaremos. Ahora elige las fíbulas y las sandalias, y vayamos al comedor. Mandé aviso con Ras para que te esperaran. Creo que el
didáskalos
Boswell está impaciente por verte.

¡Y yo por verle a él! Así que salté de la cama, escogí un par de fíbulas de entre las más bonitas —una, con una cabeza de león cuyos ojos eran dos increíbles rubíes y otra, parecida a un camafeo, que representaba un salto de agua—, y empecé a quitarme, por la cabeza, el largo camisón con el que había estado durmiendo.

—¡Mi pelo! —exclamé en italiano, paralizada súbitamente por la impresión.

—¿Qué dices? —preguntó Zauditu.

—¡Mi pelo, mi pelo! —repetí, dejando caer de nuevo la prenda sobre mi cuerpo y buscando un espejo en el que mirarme. Había uno de cuerpo entero, enmarcado en plata, colgado de una de las paredes laterales, muy cerca de la puerta. Corrí hacia él y la sangre se me heló en las venas al ver mi cabeza tan rapada como la de uno de esos enfermos oncológicos que pierden el cabello por la quimioterapia. Incrédula, me llevé las manos al cráneo y lo palpé, buscando inútilmente unos mechones inexistentes. Al hacerlo, noté algo en las yemas de los dedos al mismo tiempo que sentía un agudo dolor, de modo que doblé ligeramente el cuello hacia abajo y allí estaba: en la parte superior, en el centro mismo, tenía escarificada, como Abi-Ruj Iyasus, una letra sigma mayúscula.

Todavía en estado catatónico, incapaz de reaccionar a las palabras de consuelo de Haidé y Zauditu, volví a levantarme la camisa y me la quité, quedándome desnuda frente a mi propia imagen. Otras seis letras griegas mayúsculas estaban repartidas por mi cuerpo: en el brazo derecho, una tau; en el izquierdo una ípsilon; sobre el corazón, entre ambos pechos, una alfa; en el abdomen una rho; en el muslo derecho, una ómicron; y en el izquierdo, otra sigma como la de la cabeza. Si le añadíamos las cruces que había obtenido en las pruebas y el gran Crismón de Constantino que aparecía sobre mi ombligo, teníamos la imagen de una pobre enferma mental que se había lacerado el cuerpo.

De pronto, Haidé apareció, desnuda también, a mi lado en el espejo y, un instante después, lo hizo igualmente Zauditu. Ambas tenían las mismas marcas que yo, aunque ya cicatrizadas desde hacía mucho tiempo. Su gesto generoso merecía alguna reacción por mi parte.

—Se me pasará… —balbucí, al borde de las lágrimas.

—Tu cuerpo no ha sufrido —me explicó Haidé, muy serena—. Siempre se comprueba que el sueño es profundo antes de abrir la piel. Míranos a nosotras. ¿Tan horribles estamos?

—Yo creo que son unas señales muy bellas —observó Zauditu, sonriente—. A mí me encantan las del cuerpo de Tafari y a él le gustan mucho las mías. ¿Ves esta? —añadió señalando la letra alfa entre sus pechos—. Observa con que delicadeza la hicieron, sus bordes son perfectos, suaves y torneados.

—Y piensa que esas letras —prosiguió Haidé— forman la palabra Stauros, que irá siempre contigo vayas donde vayas. Es una palabra importante y, por tanto, son unas letras importantes. Recuerda cuánto te ha costado conseguirlas y siéntete orgullosa de ellas.

Me ayudaron a vestirme, pero yo no podía dejar de pensar en mi cuerpo, lleno de escarificaciones, ni en mi cabeza rapada. ¿Qué diría Farag?

—Quizá te tranquilice saber que el
didáskalos
y el
protospatharios
están igual que tú —comentó Zauditu—. Pero a ellos no parece que les haya disgustado.

—¡Ellos son hombres! —protesté mientras Haidé me anudaba el lazo en la cintura.

Ambas intercambiaron una mirada de inteligencia e intentaron disimular el gesto de paciente resignación de sus caras.

—Quizá te cueste algo de tiempo, Ottavia, pero aprenderás que establecer esas diferencias es una tontería. Y, ahora, vámonos. Te están esperando.

Opté por callar y seguirlas fuera de la habitación, no sin sorprenderme de lo modernos que parecían los staurofílakes. Tras la puerta, comenzaba un amplio corredor vestido con tapices, sillones y mesas que daba a un patio central lleno de flores en el que se veía una hermosa fuente que lanzaba al aire grandes chorros de agua. Aunque intenté asomarme para ver el cielo, sólo pude divisar unas extrañas sombras negras a una distancia tan descomunal que no fui capaz de estimar la altura. Y entonces me di cuenta de que allí no llegaba la luz del verdadero sol, de que no había sol por ninguna parte y de que lo que fuera que nos iluminaba no era en modo alguno natural.

Atravesamos otros muchos corredores parecidos al primero, con más y más patios ajardinados ornamentados con surtidores de agua de efectos casi increíbles. El sonido era relajante, como el de un riachuelo que se despeña en su camino, pero yo me estaba poniendo nerviosa porque, si me fijaba en todo cuanto me rodeaba, mil señales inquietantes me indicaban que había algo muy extraño en aquel lugar.

—¿Dónde se encuentra exactamente
Parádeisos
? —pregunté a mis silenciosas guías, que caminaban sin prisas delante de mí, asomándose de vez en cuando a los patios, arreglando el tapete de una mesa o atusándose el pelo. Una sonora carcajada fue la respuesta que obtuve.

—¡Qué pregunta! —dejó escapar, regocijada, Zauditu.

—¿Dónde supones que puede estar? —se sintió obligada a añadir Haidé, con el mismo tono que emplearía para responder a un niña pequeña.

—¿En Etiopía? —aventuré.

—¿A ti qué te parece, eh? —respondió ella, como si la solución fuera tan obvia que sobrara la pregunta.

Mis guías y maestras se detuvieron frente a unas puertas de impresionante tamaño y de más impresionante factura que abrieron de par en par sin la menor consideración. Al otro lado, una sala enorme, tan profusamente decorada como todo lo que había visto hasta entonces en aquel
basíleion
, exhibía en su centro una colosal mesa circular que trajo a mi memoria la leyenda de la tabla redonda del rey Arturo.

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