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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (32 page)

BOOK: El último Catón
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—¿Está muerto? —se alarmó el profesor, precipitándose hacia él.

—No. Afortunadamente. Pero creo que no está bien. No consigo despertarle.

—¡Kaspar! ¡Eh, Kaspar, abra los ojos! ¡Kaspar!

Mientras Farag intentaba devolverle a la vida, miré a nuestro alrededor. Estábamos todavía en la Cloaca Máxima, en el mismo lugar donde habíamos perdido el conocimiento al ser golpeados, aunque ahora, quizá, un poco más cerca de la salida. La luz del exterior, sin embargo, había desaparecido. Una antorcha que no debía llevar mucho tiempo encendida, iluminaba el rincón en el que nos habían dejado. Inconscientemente, levanté mi muñeca para ver qué hora era, y sentí de nuevo aquel terrible escozor en el antebrazo. El reloj me dijo que eran las once de la noche, de manera que habíamos estado desvanecidos más de seis horas. No era probable que fuera sólo por el golpe en el cráneo; tenían que haber utilizado otros métodos para mantenernos dormidos. Sin embargo, no sentía ninguno de los síntomas posteriores a la anestesia o los sedantes. Me encontraba bien, dentro de lo posible.

—¡Kaspar! —seguía gritando Farag, aunque ahora, además, golpeaba al capitán en la cara.

—No creo que eso lo despierte.

—¡Ya lo veremos! —dijo Farag, golpeando a la Roca una y otra vez.

El capitán gimió y entreabrió los párpados.

—¿Santidad…? —balbuceó.

—¿Qué Santidad? ¡Soy yo, Farag! ¡Abra los ojos de una vez, Kaspar!

—¿Farag?

—¡Sí, Farag Boswell! De Alejandría, Egipto. Y esta es la doctora Salina, Ottavia Salina, de Palermo, Sicilia.

—Oh, sí… —murmuró—. Ya me acuerdo. ¿Qué ha pasado?

De manera automática, el capitán repitió los mismos gestos que habíamos hecho nosotros al despertar. Primero frunció el ceño, al ser consciente de su dolor de cabeza, e intentó llevarse la mano a la nuca, pero al hacerlo, la herida del antebrazo rozó la tela de su camisa y le escoció.

—¿Qué demonios…?

—Nos han marcado, Kaspar. Todavía no hemos visto nuestras nuevas cicatrices, pero no cabe duda de lo que nos han hecho.

Renqueando como ancianos achacosos y sosteniendo al capitán, nos encaminamos hacia la salida. En cuanto el aire fresco nos dio en la cara, pudimos comprobar que nos hallábamos en el cauce del Tíber, a unos dos metros sobre el nivel del agua. Si nos dejábamos caer por el terraplén, podíamos llegar, nadando, hasta unas escaleras que había a nuestra derecha, a unos diez metros de distancia. Recuerdo todo esto como un sueño lejano y difuso, sin matices. Sé que lo viví, pero el agotamiento que sentía me mantenía en una especie de letargo.

A nuestra izquierda, mucho más lejos, vimos el Ponte Sisto, de manera que nos hallábamos a medio camino entre el Vaticano y Santa María in Cosmedín. Las hierbas y las basuras acumuladas en la pendiente, nos sirvieron de freno para el descenso. Sobre nuestras cabezas, las luces de las farolas de la calle y la parte superior de los elegantes edificios de la zona eran una tentación irreprimible que nos impulsaba a seguir por encima del cansancio. Caímos al agua y alcanzamos las escaleras dejándonos llevar por la suave corriente de agua gélida. Como no había llovido en los últimos meses, el río llevaba poco caudal, aunque el suficiente para que Farag y yo resucitáramos casi por completo. El que peor estaba era Glauser-Röist, que ni con el chapuzón se espabiló un poco; parecía como borracho y no coordinaba bien ni los movimientos ni las palabras.

Cuando, por fin, llegamos arriba —mojados, ateridos y agotados—, el tráfico del Lungotévere y la normalidad de la ciudad a esas horas tardías nos hizo sonreír de felicidad. Un par de corredores nocturnos, de esos que se ponen calzón corto y camiseta para hacer
footing
después del trabajo, pasaron por delante de nosotros sin ocultar su perplejidad. Debíamos ofrecer un aspecto extraño y lamentable.

Sujetando al capitán por ambos brazos, nos aproximamos al borde de la acera para detener, por la fuerza si era preciso, al primer taxi que pasara.

—No, no… —murmuró Glauser-Röist con dificultad—. Crucen la calle por el siguiente paso de peatones, yo vivo ahí en enfrente.

Le miré sorprendida.

—¿Usted tiene una casa en el Lungotévere dei Tebaldi?

—Sí… En el número… el número cincuenta.

Farag me hizo un gesto para que no le obligara a hablar más y nos dirigimos hacia el paso de peatones. Cruzamos la calle —bajo la mirada sorprendida y escandalizada de los conductores detenidos por el semáforo— y llegamos a un hermoso portal de piedra labrada y hierro. Al buscar la llave en el bolsillo de la chaqueta de Glauser-Röist, un papel mojado se cayó al suelo.

—¿Qué pasa? —preguntó la Roca, al ver que me retrasaba en abrir la puerta.

—Se le ha caído un papel, capitán.

—Déjeme verlo —pidió.

—Luego, Kaspar. Ahora tenemos que llegar arriba.

Metí la llave en la cerradura y abrí la puerta con un fuerte empujón. El portal era elegante y espacioso, iluminado con grandes lámparas de cristal de roca y espejos en los muros que multiplicaban la luz. Al fondo, el ascensor era también antiguo, de madera pulida y hierro forjado. El capitán debía de ser muy rico si disponía de una casa en aquel edificio.

—¿Qué piso es, Kaspar? —le preguntó Farag.

—El último. El ático. Necesito vomitar.

—¡No, aquí no, por Dios! —exclamé—. ¡Espere a que lleguemos! ¡No falta nada!

Subimos en el ascensor temiendo que, en cualquier momento, la Roca Agrietada echara el alma por la boca y lo pusiera todo perdido. Pero se portó bien y resistió hasta que entramos en su casa. Entonces, sin esperar más, se deshizo de nosotros con un gesto brusco y, tambaleándose, desapareció en la oscuridad del pasillo. Poco después le oímos vomitar a conciencia.

—Voy a ayudarle —dijo Farag, al tiempo que encendía las luces de la casa—. Busca el teléfono y llama a un médico. Creo que le hace falta.

Recorrí la amplia vivienda con el extraño sentimiento de estar invadiendo la intimidad del capitán Glauser-Röist. No era probable que un hombre tan reservado como él, tan silencioso y prudente respecto a su vida privada, dejara entrar a mucha gente en esa casa. Hasta ese momento había supuesto que el capitán vivía en los barracones de la Guardia Suiza, entre la columnata de la derecha de la plaza de San Pedro y la Porta Santa Anna, pero no se me había ocurrido que pudiera tener un piso particular en Roma, aunque era algo perfectamente posible, sobre todo, por su grado de oficial, ya que los alabarderos —los soldados—, estaban obligados a residir en el Vaticano, pero los superiores no. En cualquier caso, lo que jamás hubiera imaginado ni por casualidad era que alguien a quien se le suponía un sueldo miserable —el salario de los guardias suizos era famoso por su mezquindad— poseyera un elegante piso en el Lungotévere dei Tebaldi y, encima, amueblado y decorado con evidente buen gusto.

En un rincón del salón, junto a las cortinas de una ventana, descubrí el teléfono y el dietario del capitán y, al lado de ellos, sobre la misma mesa, la fotografía de una joven sonriente dentro de un marco de plata. La chica, que era muy guapa, lucía un llamativo gorro de nieve y tenía el pelo y los ojos negros, de manera que no podía ser familia consanguínea de la Roca. ¿Acaso era su novia…? Sonreí. ¡Eso sería toda una sorpresa!

Nada más abrir la agenda telefónica, un montón de papeles y tarjetas sueltas resbalaron hasta el suelo. Las recogí precipitadamente y busqué el número de teléfono de los Servicios Sanitarios del Vaticano. Esa noche estaba de guardia el doctor Piero Arcuti, a quien yo conocía. Me aseguró que en breves instantes llegaría a la casa y, sorprendentemente, me preguntó si yo creía necesario avisar al Secretario de Estado, Angelo Sodano.

—¿Por qué debería llamar al cardenal? —quise saber.

—Porque en el historial clínico del capitán Glauser-Röist que figura en el ordenador, aparece una nota que dice que, ante cualquier eventualidad de este tipo, hay que avisar al Secretario de Estado directamente, o, en su defecto, al Arzobispo Secretario de la Sección Segunda, Monseñor Françoise Tournier.

—Pues no sé qué decirle, doctor Arcuti. Haga lo que crea más conveniente.

—En ese caso, hermana Salina, voy a llamar a Su Eminencia.

—Muy bien, doctor. Le esperamos.

Nada más colgar, Farag apareció en el salón con las manos en los bolsillos y una mirada interrogante. Estaba sucio y despeinado como un mendigo que viviera de escarbar en las basuras.

—¿Hablaste con el médico?

—Vendrá enseguida.

Rebuscó en los múltiples bolsillos de su cazadora y sacó algo.

—Mira esto, Ottavia. Es el papel que encontraste en la chaqueta del capitán cuando buscabas la llave.

—¿Cómo está Glauser-Röist?

—No muy bien —dijo avanzando hacia mí con la nota en la mano—. Más que dormido, yo diría que está inconsciente. Pierde el sentido una y otra vez. ¿Qué droga nos habrán dado?

—La que sea, sólo le ha afectado a él, porque tú estás bien, ¿verdad?

—No del todo, tengo mucha hambre. Pero hasta que no mires esto no podré ir a la cocina, a ver qué encuentro.

Cogí la hoja que me entregaba y la examiné. No estaba hecha de un papel normal. Aunque se hubiera empapado de agua, al tacto seguía resultando demasiado gruesa y áspera, y sus bordes eran irregulares, en absoluto cortados por una máquina industrial. La extendí sobre la palma de mi mano y vi un texto en griego apenas despintado por el Tíber.

—¿De nuestros amigos, los staurofílakes?

—Por supuesto.

—«¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! —traduje, con el corazón en un puño—. ¡Y qué pocos son los que dan con ella!». Es un fragmento del Evangelio de san Mateo.

—Me da lo mismo —susurró Farag—. Lo que me asusta es lo que pueda significar.

—Significa que la siguiente prueba de iniciación de la hermandad tiene que ver con puertas estrechas y caminos angostos. ¿Qué pone debajo…?


Agios Konstantínos Akanzón.

—San Constantino de las Espinas… —murmuré, pensativa—. No puede referirse al emperador Constantino, aunque también sea santo, porque este no lleva ningún añadido después del nombre, y mucho menos
Akanzón
. ¿Será algún patrono importante para los staurofílakes o el nombre de alguna iglesia?

—Si es una iglesia, está en Rávena, porque allí tiene lugar la segunda prueba, la del pecado de la envidia. Y eso de las espinas… —se subió las gafas, se pasó las manos por el pelo mugriento y bajó la mirada hasta el suelo—. Lo de las espinas no me gusta nada, porque en la segunda cornisa de Dante, los envidiosos van con el cuerpo cubierto de cilicios y los ojos cosidos con alambres.

Súbitamente, un sudor frío me cubrió la frente y las mejillas, como si la sangre huyera de mi cara, y mis manos se cerraron de manera compulsiva.

—¡Por favor! —supliqué al borde del desmayo—. ¡Esta noche no!

—No… Esta noche no —convino Farag, acercándose a mí y pasándome un brazo por los hombros—. Esta noche sólo vamos a atacar la nevera de Kaspar y a dormir muchas horas. ¡Venga, acompáñame a la cocina!

—Espero que el doctor Arcuti no se retrase.

La cocina del capitán era realmente de escándalo. Nada más entrar, recordé a la pobre Ferma, que con la tercera parte de espacio y la décima parte de electrodomésticos se esmeraba en preparar unas comidas deliciosas. ¿Qué hubiera hecho si dispusiera de aquella versión doméstica de la NASA? La nevera, descomunal y de acero inoxidable, tenía un dispensador de agua y de cubitos de hielo en la puerta, junto a una pantalla de ordenador que, cuando abrimos para ver qué podíamos comer, pitó suavemente y nos indicó que sería buena idea comprar carne de ternera.

—¿Cómo crees que puede pagar todo esto? —pregunté a Farag, que estaba sacando un paquete de pan de molde y un montón de embutidos.

—No es asunto nuestro, Ottavia.

—¡Cómo que no! —protesté—. Trabajo con él desde hace más de dos meses y sólo sé que tiene la simpatía de una piedra y que actúa a las órdenes de la Rota y de Tournier. ¡Figúrate!

—Ya no está a las órdenes de Tournier.

Farag preparó unos suculentos bocadillos apoyándose en el banco de mármol rojo de la cocina, del que salían, a su lado, seis quemadores de energía dual con mandos de latón y una plancha para asar de centímetro y medio de espesor hecha de roca de lava, según indicaba la chapita de la marca.

—Bueno, pero sigue teniendo la simpatía de una piedra.

—Siempre lo has mirado mal, Ottavia. En el fondo creo que no es feliz. Estoy seguro de que es una buena persona. La vida ha debido arrastrarle hasta ese lugar poco recomendable que ocupa.

—La vida no te arrastra si tú no quieres —sentencié, convencida de haber dicho una gran verdad.

—¿Estás segura? —me preguntó, sarcástico, mientras quitaba las cortezas al pan—. Pues yo sé de alguien que tampoco ha sido muy libre a la hora de elegir su destino.

—Si estás hablando de mí, te equivocas —me ofendí.

Él se rió y se acercó hasta la mesa con dos platos y un par de servilletas de colores.

—¿Sabes qué me dijo tu madre el domingo, cuando Kaspar y yo nos presentamos en tu casa después de los funerales?

Algo venenoso se me estaba enroscando en el corazón por segundos. No dije nada.

—Tu madre me dijo que, de todos sus hijos, tú habías sido siempre la más brillante, la más inteligente y la más fuerte —sin inmutarse, se chupó los dedos manchados de salsa picante—. No sé por qué habló conmigo con tanta franqueza, pero el caso es que me dijo que tú sólo podrías ser feliz llevando la vida que llevabas, entregándote a Dios, porque no estabas hecha para el matrimonio y que jamás podrías soportar las imposiciones de un marido. Supongo que tu madre mide el mundo según las reglas de su tiempo.

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