Por fin llegamos a una nueva explanada alrededor de la cual el pueblo de Antioch permanecía de pie y silencioso. Varias hogueras inmensas agotaban sus últimos troncos con grandes chisporroteos mientras los jóvenes que habían salido corriendo al final del discurso de Berehanu Bekela extendían en el suelo una gruesa rueda de ascuas con la ayuda de unas lanzas largas y afiladas. Golpeando las brasas con esas lanzas, rompían los pedazos más grandes y alisaban la superficie, que tendría unos veinte centímetros de espesor por unos cuatro o cinco metros de longitud desde el interior hasta el exterior. Habían dejado, sin embargo, un pasillo sin cubrir, una especie de porción por la que se podía llegar hasta el centro y, cuando Mulugeta Mariam le dirigió unas palabras a Farag, no me hizo falta la traducción para saber exactamente lo que le estaba diciendo: Mulugeta era, en aquel momento, el alegre ángel de Dios que se aparece a Dante en el séptimo circulo y le indica que debe entrar en el pasillo de fuego.
Apreté con más fuerza la mano de Farag y apoyé la mejilla en su hombro, tan asustada que apenas podía respirar. Me sentía, en efecto, «como aquel al que meten en la fosa».
—¡Ánimo, amor mío! —me susurró él valientemente, hundiendo la nariz en mi pelo y besándolo con suavidad.
—¡Tengo tanto miedo, Farag! —lloré, cerrando los ojos y provocando, de esta manera, que se desbordara un lago de lágrimas.
—Escucha, cariño, saldremos de esta como hemos salido de todas las pruebas anteriores. ¡No te asustes, Ottavia! —pero yo estaba inconsolable, no podía parar el martilleo de mis dientes—.¡Recuerda que siempre hay una solución,
Basíleia
, amor mío!
Contemplando aquella inmensa rueda de fuego, sin embargo, esa solución parecía más una fantasía que una certidumbre. Podía admitir que había infringido, en mayor o menor grado, los seis pecados capitales anteriores en algún momento de mi vida, pero de ninguna manera estaba dispuesta a aceptar que tuviera que morir por el pecado de la lujuria, del cual era completamente inocente hasta ese mismo día. Y, además, si moría en el fuego, jamás tendría ocasión de pecar como Dios manda contra el sexto mandamiento, cometiendo, con Farag, esos famosos actos impuros de los que tanto hablaba la gente.
—¡No quiero morir! —gemí, estrechándome contra él.
Glauser-Röist, silenciosamente, se había aproximado a nosotros por la espalda:
—«Hijo —recitó—, puede aquí haber tormento, mas no muerte. Cree ciertamente que si en lo profundo de esta llama aun mil años estuvieras, no te podría ni quitar un pelo.»
—¡Oh, vamos, capitán! —chillé con acritud.
Mulugeta Mariam insistió. No podíamos quedarnos ahí toda la noche; debíamos cruzar aquel pasillo.
Caminé como el condenado que avanza hacia la horca, ayudada por el brazo firme de Farag, que me sujetaba. A dos metros del tapiz de ascuas el calor era ya tan insoportable que notaba cómo se me abrasaba la piel. En cuanto pisamos el corredor que llevaba al centro, sentí, literalmente, que me incineraba y que mi sangre iba a entrar en ebullición. Era inaguantable. Las barbas de la Roca y de Farag ondulaban suavemente, inflamadas por el aire caliente, y había un rumor ahogado que salía de aquel lago rojo y chispeante.
Por fin llegamos al centro y, no bien lo hubimos hecho, el grupo de hombres jóvenes que había preparado todo aquello cubrió el camino con otro cúmulo de rescoldos que removieron, juntaron y alisaron usando de nuevo las lanzas. Acorralados como animales, Farag, la Roca y yo mirábamos aturdidos el lejano círculo que formaban los anuak, a varios metros de distancia del anillo de brasas. Parecían fantasmas impasibles, jueces sin piedad iluminados por un resplandor infernal. Nadie se movía, nadie respiraba, y menos que ellos, nosotros, que sentíamos el aire ardiente en los pulmones.
De pronto, un canto extraño surgió de la multitud, una primitiva cadencia que, al principio, los crujidos de la madera al rojo vivo no me permitieron percibir con claridad. Era una sola frase musical, siempre la misma, que repetían incansablemente como una letanía, lenta y meditadamente. Los brazos de Farag, que me rodeaban el cuello por la espalda, se tensaron como cables de acero y la Roca se removió inquieto sobre sus pies desnudos. Un grito, emitido por Mulugeta Mariam, nos devolvió a la realidad. Farag dijo:
—Tenemos que cruzar el fuego. Si no lo hacemos, nos mataran.
—¡Qué! —exclamé, horrorizada—. ¿Matarnos…? ¡Eso no nos lo habían dicho! ¡Pero si es imposible caminar por encima de eso! —y miré la capa de ascuas que se estaba poniendo ligeramente negra por la parte de encima.
—Piensen, por favor —suplicó la Roca—. Si sólo se trata de echar a correr, lo haré ahora mismo, aunque termine muerto, con quemaduras de tercer grado por todo el cuerpo. Pero antes de suicidarme, quiero saber con certeza que no existe ninguna otra posibilidad, que no hay nada en sus cerebros que pueda ayudarnos.
Giré el cuello para mirar la cara de Farag, que también se había inclinado un poco para mirarme a mí y, así, observándonos, nuestros cerebros repasaron en décimas de segundo todas las enseñanzas que habíamos acumulado a lo largo de la vida. Pero no, no guardábamos la menor referencia a extrañas caminatas sobre el fuego. Lo confirmaron nuestros rostros que, al poco, reflejaron una total decepción.
—Lo siento, Kaspar… —se disculpó Farag. Sudábamos copiosamente y el sudor se evaporaba de inmediato. No necesitábamos la ayuda de los anuak para morir; nos moriríamos solos, deshidratados, si seguíamos allí.
—Sólo tenemos el texto de Dante —musité apesadumbrada—, pero no recuerdo nada que pueda ayudarnos.
Un agudo silbido cortó el aire y una lanza, una de las que habían usado para distribuir las brasas, se clavó limpiamente entre mis pies. Creí que mi corazón no volvería a latir.
—¡Dios! —gritó Farag, hecho una fiera—. ¡Dejadla en paz! ¡Disparadnos a nosotros!
El canto monótono que emitía la muchedumbre se hizo más fuerte y se escuchó con mayor claridad. Me pareció que cantaban en griego, pero pensé que era una alucinación.
—El texto de Dante —repitió la Roca, pensativo—. Quizá esté ahí.
—Pero cuando Dante entra en el fuego, capitán, sólo dice que se hubiera echado en vidrio hirviendo con tal de refrescarse.
—Es cierto…
Se oyó otro silbido que se acercaba peligrosamente y el capitán se quedó con la frase a medio terminar. Una nueva jabalina se había clavado en el suelo, esta vez en el pequeño hueco que formaban nuestros tres pares de indefensos pies. Farag se volvió loco, gritando en árabe un montón de insultos que, afortunadamente, no comprendí.
—¡Aún no quieren matarnos! —dijo, al fin, muy exaltado—. ¡Si quisieran ya lo habrían hecho! ¡Sólo están incitándonos a empezar!
La frase musical subió de intensidad. Las voces de los anuak podían escucharse ahora nítidamente:
Macárioi hoi kazaroí ti kardia
.
—¡«Bienaventurados los limpios de corazón»! —exclamé—. ¡Están cantando en griego!
—Eso es también lo que cantaba el ángel mientras Dante, Virgilio y Estacio están dentro del fuego, ¿no es verdad, Kaspar? —preguntó Farag, y, como la Roca, que había perdido el habla con la segunda pica, asintiera con la cabeza, se animó a seguir—. ¡La solución tiene que estar en los tercetos dantescos! ¡Ayúdenos, Kaspar! ¿Qué dice Dante del fuego?
—Pues… Pues… —la Roca titubeaba—. ¡No dice nada, demonios! ¡Nada! —estalló, desesperado—. ¡Lo único que aparta el fuego es el viento!
—¿El viento? —Farag frunció el ceño, intentando recordar.
—«Aquí disparaba el muro llamaradas, y por la cornisa soplaba un viento de lo alto que las rechazaba y alejaba de él» —recordó.
Una extraña imagen mental con aspecto de dibujo animado se formó en mi cabeza: un pie que caía velozmente desde lo alto cortando el aire.
—Un viento que sopla desde lo alto… —murmuró Farag, pensativo, y, en ese momento, otra lanza rompió el fulgor rojizo de las brasas para venir a hincarse justo delante de los dedos del pie derecho del dos veces santo, que dio un respingo de casi un metro de altitud.
—¡Malditos sean! —bramó.
—¡Escúchenme! —gritó Farag, muy excitado—. ¡Lo tengo, ya sé cómo hacerlo!
Macároi hoi kazaroí ti kardia
, repetía una y otra vez, fuerte y grave, el pueblo de Antioch.
—¡Si caminamos pisando muy fuerte, pero muy, muy fuerte, crearemos una bolsa de aire en la planta de los pies y cortaremos durante unos segundos la combustión! El viento que sopla desde lo alto, rechaza las llamas y las aleja. ¡Eso es lo que estaba diciéndonos Dante!
La Roca permaneció inmóvil, intentando que la idea adquiriera sentido en su dura cabeza. Pero yo lo comprendí enseguida, se trataba de un simple juego de física aplicada: si el pie caía desde lo alto con mucha fuerza y chocaba contra las brasas durante un brevísimo espacio de tiempo, el aire acumulado en la planta y retenido por el zapato de fuego que se formaba alrededor de la piel, impediría las quemaduras. Pero, para conseguir eso, se debía pisar con muchísima fuerza, como había dicho Farag, y con rapidez, sin distraerse ni perder el ritmo, porque, en ese caso, nada podría impedir que la piel quedara calcinada y las ascuas devoraran la carne en un santiamén. Era muy arriesgado, desde luego, pero también era lo único que se ajustaba a las indicaciones de Dante Alighieri y, por descontado, la única idea que teníamos. Además, el tiempo se había acabado. Lo anunció a gritos Mulugeta Mariam desde su lugar al lado del jefe Berehanu Bekela.
—También hay que llevar mucho cuidado para no caer —añadió la Roca, que había comprendido, por fin, lo que decía Farag—. «Y yo temía el fuego o la caída», dice Dante. No lo olviden. Si el dolor o cualquier otra cosa les hiciera flaquear y perdieran pie, se quemarían enteros.
—¡Yo lo haré primero! —indicó Farag, inclinándose hacia mí y dándome un beso en los labios que también sirvió para acallar mis protestas—. No digas nada,
Basíleia
—me susurró al oído, para que la Roca no lo oyera. Y añadió—: Te amo, te amo, te amo, te amo, te amo…
Lo estuvo repitiendo sin cesar hasta que me hizo sonreír y, entonces, de pronto, me soltó y se lanzó al fuego, gritando:
—¡Mira,
Basíleia
, y no repitas mis errores!
—¡Dios mío! —chillé histérica, lanzando los brazos hacia él abrumada por una angustia que me mataba—. ¡No, Farag, no!
—¡Tranquilícese, doctora! —se apresuró a decirme la Roca, mientras me sujetaba por los hombros.
La figura de Farag era un puro destello rojizo que avanzaba, pisando rítmicamente y con decisión, sobre el fuego. No pude seguir mirando. Escondí la cara en el pecho de la Roca, que me abrazó, y lloré como no había llorado nunca, con tales sollozos y espasmos, con tal dolor y congoja, que no pude oír al capitán Glauser-Röist cuando gritó:
—¡Está fuera, doctora! ¡Lo ha conseguido! ¡Doctora Salina! —noté que me zarandeaba como si yo fuera una muñeca de trapo—. ¡Mire, doctora Salina, mire! ¡Está fuera!
Levanté la cabeza, sin entender muy bien lo que decía el capitán, y vi a Farag que, con el brazo levantado en el aire, me hacía señas desde el otro lado.
—¡Está vivo, Dios mío! —chillé—. ¡Gracias, Señor, gracias! ¡Estás vivo, Farag!
—¡Ottavia! —gritaba él y, en ese momento, le vi desplomarse en el suelo, sin sentido.
—¡Se ha quemado! —voceé—. ¡Se ha quemado!
—¡Vamos, doctora! ¡Ahora nos toca a nosotros!
—¿Qué dice? —balbucí, pero, antes de que me diera cuenta de lo que estaba pasando, la Roca me había cogido de la mano y tiraba de mí para llevarme hacia el fuego. Mi instinto de supervivencia se rebeló y frené clavando los pies firmemente en la tierra.
—¡Así mismo tiene que pisar! —me dijo Glauser-Röist, sin que se le viera vacilar por mi brusca parada. Supongo que la cercanía de las brasas me hizo reaccionar, porque levanté el pie y lo hundí en ellas con toda mi fuerza.
La vida se detuvo. El mundo cesó su eterno giro y la Naturaleza calló. Entré silenciosamente en una especie de túnel blanco en el que pude comprobar por mí misma que Einstein tenía razón al decir que el espacio y el tiempo son relativos. Miré mis pies y vi uno de ellos hundido ligeramente en unas piedras blancas y frías, y el otro ascendiendo a cámara lenta para dar el siguiente paso. El tiempo se había dilatado, se había estirado permitiéndome contemplar sin prisas aquel extraño paseo. Mi segundo pie cayó como una bomba sobre los guijarros, haciéndolos saltar por los aíres, pero ya el primero había iniciado su calmoso ascenso y podía ver como mis dedos se extendían, como la planta de mi pie se ensanchaba para ofrecer más resistencia al lecho pedregoso. Ahora descendía muy despacio pero, lo hacía de tal manera, que, al chocar, provocaba otro gigantesco terremoto. Sonreí. Sonreí porque volaba, ya que, un segundo antes de que golpease la superficie, el otro pie se había alzado del suelo dejándome suspendida en el aire.
No pude borrar el regocijo de mi cara durante todo el tiempo que duró aquella increíble experiencia. Fueron sólo diez pasos, pero los diez pasos más largos de mi vida, y también los más sorprendentes. Bruscamente, sin embargo, el túnel blanco se acabó y entré en la realidad cayendo de golpe al suelo, impelida por el aire. Los tambores sonaban, los gritos eran ensordecedores, la tierra se adhería a mis manos y a mis piernas y me arañaba. No vi a Farag por ninguna parte, ni tampoco a Glauser-Röist, aunque me pareció que, como a mí, en algún lugar cercano cubrían a alguien con un gran lienzo blanco y lo llevaban en volandas hacia alguna parte. Convertida en un rollo de lino, cientos de manos me sostenían en el aire en medio de un griterío atronador. Después, me dejaron caer en una superficie mullida y me desenrollaron. Estaba muy aturdida, completamente pringosa de mi propio sudor y exhausta como no lo había estado nunca antes. Además, tenía un frío terrible y tiritaba muchísimo, sintiéndome al borde mismo de la congelación. Pero, a pesar de ello, me pareció notar que las dos mujeres que me ofrecían un gran vaso de agua no eran anuaks de Antioch. Para empezar, porque eran rubias y de piel transparente y una de ellas tenía, además, los ojos verdes.
Después de beber aquel líquido, que realmente no sabía a agua, me dormí profundamente y ya no recuerdo nada más.
Me fui desprendiendo lentamente de las redes del sueño, abandonando muy despacio el profundo letargo en el que me había sumido tras la terrible experiencia de la rueda de fuego. Me sentía relajada, a gusto, con una increíble sensación de bienestar. El primero de mis sentidos en despertar fue el del olfato. Un agradable aroma a lavanda me avisó de que no me encontraba en la aldea de Antioch. Medio dormida, sonreí por el placer que me producía esa fragancia familiar.