El Último Don (12 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
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Durante el juicio, los oficiales de policía declararon no haber visto a Pippi con el arma en la mano ni empujarla después con el pie. Tres de los testigos presenciales no pudieron identificar al acusado, y otros dos se mostraron tan desafiantes en su identificación, que su certeza les granjeó la antipatía del jurado y del juez. El soldado de los Clericuzio, propietario del restaurante, declaró que había seguido a Danny Fuberta a la calle porque éste no había pagado la cuenta, que había sido testigo del tiroteo y que estaba seguro de que el hombre que había disparado no era el acusado Pippi de Lena.

Pippi llevaba guantes en el momento del tiroteo y por eso no había huellas dactilares en el arma. Unos médicos aportados por la defensa declararon que Pippi de Lena sufría unos misteriosos e incurables salpullidos cutáneos intermitentes, y que ellos le habían recomendado el uso de guantes.

Para mayor seguridad, había sido sobornado un miembro del jurado. A fin de cuentas, Pippi era un alto ejecutivo de la familia. Sin embargo, no fue necesaria semejante precaución final. Pippi fue absuelto y declarado inocente a los ojos de la ley.

Pero no a los de su mujer Nalene de Lena. Seis meses después del juicio, Nalene le comunicó a Pippi su deseo de divorciarse. Los que viven sometidos a un alto nivel de tensión tienen que pagar un precio. Se desgastan distintas partes del cuerpo. La comida y la bebida excesivas destrozan el hígado y el corazón. El sueño es una evasión culpable, la mente no responde a la belleza y no se entrega a la confianza. Tanto Pippi como Nalene sufrían todas estas consecuencias. Ella no soportaba a su marido en la cama y él no podía disfrutar de la compañía de una persona que no compatía sus aficiones. Nalene no podía disimular el horror que le producía el hecho de saber que Pippi era un asesino; y él experimentaba un enorme alivio por el hecho de no tener que ocultarle a Nalene su verdadera personalidad.

—Pues muy bien —le dijo Pippi a su mujer; nos divorciaremos. Pero yo no quiero perder a mis hijos.

—Ahora ya sé quién eres replicó Nalene. No quiero volver a verte, y no permitiré que mis hijos vivan contigo.

Pippi se preguntaba de quién había aprendido. Nalene jamás se había mostrado tan enérgica y decidida. Le extrañó que se atreviera a hablarle en semejante tono precisamente a él, Pippi de Lena. Pero las mujeres siempre eran un poco temerarias. Consideró su propia situación. No estaba preparado para educar a unos niños. Cross tenía once años y Claudia diez, y él no tenía más remedio que reconocer que estaban más encariñados con su madre que con él.

Quería ser justo con su mujer. A fin de cuentas le había dado lo que él quería, una familia, unos hijos y el sólido fundamento que todo hombre necesita. ¿Quién sabía lo que hubiera sido de él de no haber sido por ella?

—Vamos a discutirlo tranquilamente y a separarnos sin rencor —dijo, echando mano de su encanto. Al fin y al cabo hemos vivido doce años muy agradables. Hemos tenido momentos felices, y tenemos dos hijos maravillosos, gracias a ti. Nuevamente sorprendido por la severa expresión con que ella le estaba mirando, Pippi hizo una pausa.

—Vamos, Nalene, he sido un buen padre y mis hijos me quieren. Te ayudaré en cualquier cosa que quieras hacer. Como es natural, podrás quedarte con la casa de Las Vegas, y te puedo conseguir una de las tiendas del Xanadú. Vestidos, joyas, antigüedades, ganarás doscientos mil dólares al año, y podremos compartir la custodia de los niños.

—Aborrezco Las Vegas —contestó Nalene. Siempre la he aborrecido. Tengo un título de profesora y un trabajo en Sacramento. Ya he matriculado a los niños en una escuela de allí.

Presa del asombro, Pippi comprendió en aquel momento que Nalene era una contrincante peligrosa. El concepto le era totalmente ajeno. En su sistema de coordenadas las mujeres nunca eran peligrosas. Una esposa, una amante, una tía, la esposa de un amigo e incluso Rose Marie, la hija del Don, jamás podían ser peligrosas. Pippi siempre había vivido en un mundo en el que las mujeres no podían ser enemigas. De repente sintió la misma cólera y el mismo caudal de energía que podían inspirarle los hombres

—No pienso ir a Sacramento a ver a mis hijos —replicó.

Siempre se ponía furioso cuando alguien rechazaba su encanto y su amistad. Cualquier hombre que se negara a ser amable con Pippi de Lena se exponía a que le ocurriera una desgracia. En cuanto decidía enfrentarse con alguien, Pippi llevaba su decisión hasta las últimas consecuencias. También le sorprendía que su mujer ya hubiera trazado planes.

—Has dícho que ya sabes quién soy —añadió. Pues ten mucho cuidado. Puedes irte a Sacramento y puedes irte a la mierda, ¿comprendes? Pero sólo te llevarás a uno de los niños. El otro se quedará conmigo.

Al ver su expresión de asombro, Nalene estuvo casi a punto de reírsele en la cara.

—¿Tienes un abogado? le preguntó Pippi. Quieres llevarme ante la justicia?

De pronto soltó unas histéricas carcajadas, como si estuviera a punto de perder el juicio.

Resultaba un poco extraño ver a un hombre que durante doce años había suplicado amor y mendigado de su carne, y que había sido su protección contra las crueldades del mundo, convertido en una peligrosa bestia amenazadora. Fue entonces cuando Nalene comprendió finalmente por qué otros hombres lo trataban con tanto respeto y por qué le tenían tanto miedo. Ahora su temible encanto había perdído toda su cautivadora cordialidad. Pero curiosamente, Nalene estaba más dolida que asustada. Le sorprendía que su amor por ella se hubiera esfumado tan fácilmente. A fin de cuentas, durante doce años se habían acunado tiernamente el uno al otro, se habían reído juntos, habían bailado juntos y habían cuidado juntos de sus hijos. De repente se había esfumado, como por arte de magia, la gratitud de Pippi por todos los regalos que ella le había ofrecido.

—Me importa un bledo lo que decidas —le dijo fríamente Pippi. Me importa un bledo lo que decida un juez. Sé razonable y yo seré razonable. Si eres intransigente, te quedarás sin nada. .

Por primera vez, Nalene tuvo miedo de todas las cosas que amaba del poderoso cuerpo de Pippi, de sus grandes manos de sólidos huesos, de las irregulares y toscas facciones de su rostro que algunas personas consideraban feas pero que a ella siempre le habían parecido la quinta esencia de la virilidad. A lo largo de todo su matrimonio, Pippi había sido más cortesano que esposo, jamás le había levantado la voz, jamás había hecho la menor broma a su costa, jamás la había regañado cuando acumulaba facturas y era cierto que había sido un buen padre y que sólo se había mostrado duro con los niños en las ocasiones en que éstos no le habían tenido el debido respeto a su madre.

Nalene experimentaba una extraña sensación de debilidad, pero las facciones del rostro de Pippi se le antojaban más definidas que nunca, como si estuvieran enmarcadas por sombras. Sus mejillas eran más mofletudas que al principio, la ligera hendidura de su barbilla parecía que estuviera llena de una minúscula mancha de masilla negra. Sus pobladas cejas tenían algunos pelos blancos, pero el cabello que le cubría el poderoso cráneo era negro como el azabache y cada mechón, tan áspero como la crin de un caballo. Sus ojos, habitualmente risueños, eran ahora de un implacable y apagado color canela.

—Pensaba que me querías —dijo. ¿Cómo puedes tener el valor de asustarme de esta manera?

Y rompió a llorar. Pippi se conmovió.

—Hazme caso a mi —le dijo. No le hagas caso a tu abogado. Si me llevas a juicio y yo lo pierdo todo, te aseguro que no conseguirás llevarte a los dos niños Nalene, no me obligues a ser duro contigo. No quiero serlo. Comprendo que ya no quieras seguir viviendo conmigo. Siempre pensé que había tenido mucha suerte, conservándote tanto tiempo a mi lado. Quiero que seas feliz. Conseguirás mucho más de mí que de cualquier juez. Pero me estoy haciendo mayor y no quiero vivir sin familia.

Por una de las pocas veces en su vida, Nalene no pudo resistir la tentación de mostrarse maliciosa.

—Tienes a los Clericuzio —le dijo.

—Es cierto —dijo Pippi. Convendría que no lo olvidaras. Pero lo más importante es que no quiero estar solo en mi vejez.

—Millones de hombres lo están —replicó Nalene. Y también de mujeres.

—Porque no han podido evitarlo —dijo Pippi. Otros han decidido por ellos. —Otras personas les han prohibido existir, pero yo no permito que nadie me haga eso a mí.

—¿Tu les prohibes existir? —preguntó Nalene en tono despectivo.

—Exactamente —contestó Pippi, mirándola con una sonrisa. Tienes mucha razón.

—Podrás visitarlos siempre que quieras —dijo Nalene. Pero mis hijos tienen que vivir conmigo.

Pippi se volvió de espaldas y le dijo en voz baja:

—Haz lo que quieras.

—Espera —le dijo Nalene. Cuando Pippi se volvió a mirarla; Nalene vio en su rostro una furia tan terriblemente desalmada que no tuvo más remedio que decirle en un susurro

—Si uno de ellos quiere ir contigo, adelante.

Pippi experimentó un repentino alborozo, como si el problema ya estuviera resuelto.

—Estupendo —dijo. El tuyo me podrá visitar en Las Vegas y el mío podrá visitarte a ti en Sacramento. Me parece perfecto. Vamos a arreglarlo esta misma noche.

Nalene hizo un último esfuerzo.

—Cuarenta años no son muchos —dijo, puedes fundar otra familia.

Pippi sacudió la cabeza.

—Eso nunca —dijo. Tú eres la única mujer que me ha hechizado. Me casé tarde y sé que jamás volveré a casarme. Tienes suerte de que yo sea lo bastante inteligente como para comprender que no puedo retenerte y lo bastante inteligente como para saber que no puedo volver a empezar.

—Es cierto —dijo Nalene. Nunca podrías conseguir que volviera a quererte.

—Pero podría matarte —dijo Pippi sonriendo, como si fuera una broma.

Ella le miró a los ojos y supo que hablaba en serio. Se dio cuenta de que aquélla era la fuente de su poder el hecho de saber que cuando profería una amenaza, los demás le creían. Hizo acopio de sus últimas reservas de valentía.

—Recuerda que si los dos quieren quedarse conmigo, tú se lo tienes que permitir.

—Quieren a su padre —replicó Pippi. Uno de ellos se quedará aquí con su viejo.

Aquella noche, después de cenar, con la casa helada por el aire acondicionado porque fuera el calor del desierto no se podía resistir, Cross, de once años, y Claudia, de diez, fueron informados de la situación. Ninguno de los dos pareció sorprenderse. Cross, tan guapo como su madre; ya poseía la dureza interior y la cautela de su padre, y era, como él, absolutamente intrépido. Respondió inmediatamente.

—Me quedo con mamá —dijo.

Claudia tenía miedo de elegir, y con astucia infantil anunció:

—Y yo me quedo con Cross.

Pippi se sorprendió. Cross estaba más unido a él que a Nalene. Era el que lo acompañaba en sus excursiones de caza. Al niño le gustaba jugar con él a las cartas, al golf y a la pelota. Cross no mostraba el menor interés por la obsesión de su madre con los libros y la música. Era Cross quien bajaba con él a la Agencia de Cobros para hacerle compañía cuando algún sábado se le acumulaba el trabajo en la oficina y tenía que ponerse al día. Estaba convencido de que conseguiría la custodia de Cross. Era lo que esperaba.

Le hizo gracia la taimada respuesta de Claudia. La niña era lista. Pero Claudia se parecía demasiado a él, y él no quería ver todos lós días aquella jeta tan parecida a la suya. Era lógico que Claudia quisiera ir con su madre. A Claudia le gustaban las mismas cosas que a Nalene. ¿Qué coño hubiera hecho él con Claudia?

Pippi estudió a sus dos hijos. Estaba orgulloso de ellos. Sabían que su madre era el más débil de sus dos progenitores, y se ponían de su parte. Comprendió que Nalene, con su instinto teatral, se había preparado debidamente para la ocasión. Iba severamente vestida con jersey y pantalones negros y llevaba el cabello rubio recogido con una cinta negra para que le enmarcara suavemente el pálido y conmovedor rostro ovalado. Por su parte, Pippi era consciente del devastador efecto que su brutal aspecto físico debía de causar en los niños.

Volvió a echar mano de su encanto.

—Yo sólo pido que uno de vosotros me haga compañía —dijo. Os podréis ver el uno al otro todo lo que queráis. Verdad, Nalene? Vosotros no querréis que yo viva solo aquí en Las Vegas.

Los dos niños lo miraron con seriedad. Pippi miró a Nalene.

—Tenéis que colaborar —dijo. Tenéis que elegir.

Después pensó enfurecido, ¿y a mí qué mierda me importa esto?

—Prometiste que si los dos querían irse conmigo, podrían hacerlo —dijo Nalene.

—Vamos a discutirlo —replicó Pippi.

Sus sentimientos no estaban heridos Sabía que sus hijos le querían, pero querían más a su madre. Le parecía lógico, aunque eso no significaba que hubieran hecho la mejor elección.

—No tenemos nada que discutir —contestó despectivamente Nalene. Me lo prometiste.

Pippi no se dio cuenta de la terrible impresión que estaba causando en sus tres interlocutores. No comprendió lo fría que se había vuelto su mirada. Pensó que dominaba su voz cuando habló, le pareció que su tono de voz era razonable.

—Tenéis que elegir. Os prometo que si no da resultado podréis hacer lo que queráis. Pero tenéis que darme una oportunidad. Nalene sacudió la cabeza.

—Eres ridículo —dijo. Iremos a juicio.

En aquel momento, Pippi decidió lo que iba a hacer.

—No importa. Haz lo que quieras. Pero piénsalo bien. Piensa en nuestra vida en común. Piensa en quién eres tú y en quién soy yo. Te suplico que seas razonable, que pienses en el futuro de todos nosotros. Cross es como yo; y Cláudia es como tú. Cross estaría mejor conmigo, y Claudia estaría mejor contigo. Y así tiene que ser. Hizo una breve pausa. No te basta con saber que te quieren más que a mí, que a ti te echarán más de menos que a mí..?

Dejó la frase en el aire. No quería que los niños comprendieran lo que estaba diciendo.

Pero Nalene sí lo comprendió. Presa del terror, alargó el brazo y atrajo a Claudia hacia sí. En aquel momento; Claudia miró a su hermano con expresión suplicante y le dijo:

—¡Cross, Cross!

Poseía una impasible belleza facial. Su cuerpo se movía con una gracia extraordinaria. De repente se situó al lado de su padre.

Me quedo contigo, papá —dijo.

Pippi tomó su mano con gratitud. Nalene rompió a llorar.

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