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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (3 page)

BOOK: El último judío
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El padre Sebastián temía que los dos donantes retrasaran la aprobación del diseño y exigieran que se tuvieran en cuenta sus sugerencias, pero, para su gran deleite, tanto Juan Antonio como Garci Borgia se mostraron sumamente impresionados por los dibujos que Helkias había presentado.

En cuestión de pocas semanas, el padre Sebastián comprendió que la inminente prosperidad del priorato ya no era un secreto. Alguien, Juan Antonio, Garci Borgia o el judío, había comentado la existencia de la reliquia. O tal vez alguien de Roma había hablado con imprudencia; a veces la Iglesia era como una aldea.

Muchos representantes de la comunidad religiosa de Toledo que jamás habían reparado en él, ahora le dirigían miradas rebosantes de hostilidad. El obispo auxiliar Guillermo Ramero se presentó en el priorato e inspeccionó la capilla, la cocina y las celdas de los frailes.

—La Eucaristía es el cuerpo de Cristo —le dijo a Sebastián—. ¿Acaso hay alguna reliquia más poderosa?

—Ninguna, eminencia —contestó humildemente Sebastián.

—Si se concediera a Toledo una reliquia de la Sagrada Familia, su custodia debería encomendarse a la sede episcopal, y no a una de sus instituciones subordinadas —advirtió el obispo.

Esta vez Sebastián no contestó, sino que miró directamente a los ojos a Ramero sin la menor humildad. El obispo soltó un bufido y se retiró con su séquito. Antes de que el padre Sebastián se decidiera a comunicarle la trascendental noticia a fray Julio, el sacristán de la capilla se enteró de la nueva a través de un primo suyo que desarrollaba su ministerio sacerdotal en la Congregación del Culto de la diócesis. Sebastián no tardó en comprender que todo el mundo lo sabía, incluidos sus frailes y sus novicios.

El primo de fray Julio dijo que las distintas órdenes se disponían a emprender drásticas acciones en respuesta a la noticia. Los franciscanos y los benedictinos enviaron acerbos mensajes de protesta a Roma. Los cistercienses, cuya principal característica era la devoción a la Virgen María, estaban furiosos por el hecho de que la reliquia de la madre de ésta fuera a parar a un priorato de jerónimos y habían encargado a un abogado la defensa de su causa en Roma.

Incluso dentro de la orden de los jerónimos se insinuó que un priorato tan humilde no merecía el honor de custodiar tan importante reliquia.

El padre Sebastián y fray Julio comprendieron que, si algo entorpecía la entrega de la reliquia, el priorato se encontraría en una situación extremadamente delicada, por lo que ambos se pasaban largas horas rezando juntos de rodillas.

Finalmente, un caluroso día estival, un barbudo y corpulento desconocido envuelto en humildes ropajes se presentó en el priorato de la Asunción. Llegó a la hora del reparto de la sopa boba, que acepto con tanta ansia como cualquiera de los hambrientos indigentes que la esperaban. Cuando se hubo tragado la última gota del caldo, pidió hablar con el padre Sebastián y, una vez a solas con éste, se identificó como el padre Tullio Brea de la Santa Sede de Roma, y transmitió la bendición de Su Eminencia el cardenal Rodrigo Lancol. Después sacó de su raída bolsa un pequeño estuche de madera. Cuando lo abrió, el padre Sebastián descubrió una perfumada envoltura de seda de color rojo sangre, en cuyo interior se encontraba el fragmento de hueso que había viajado desde tan lejanas tierras.

El clérigo italiano sólo se quedó con ellos hasta el rezo de las más exultantes y agradecidas vísperas que jamás se hubieran orado en el priorato de la Asunción. En cuanto terminaron, el padre Tullio se fue con la misma discreción con que había llegado y se perdió en la noche.

Entonces el padre Sebastián pensó con nostalgia en la despreocupación con la que debía de servir a Dios una persona que, como el padre Tullio, recorría el mundo disfrazado de pobre y admiró la inteligencia del que había enviado una reliquia tan valiosa por medio de un solitario y humilde mensajero. Luego mandó decir al judío Helkias que, cuando terminara el relicario, lo enviara por medio de un solo portador cuando ya hubiera anochecido.

Helkias se mostró de acuerdo y envió a su hijo, tal como antes había hecho Dios con el Suyo, y con el mismo resultado. El niño Meir era judío y por esta razón jamás podría entrar en el Paraíso, no obstante el padre Sebastián rezó igualmente por su alma. El asesinato y el robo le hicieron comprender el peligro que corrían los protectores de la reliquia y entonces rezó también por la feliz conclusión de la obra de Dios que había encomendado al médico.

CAPÍTULO 3

Un judío cristiano

El padre Sebastián era el tipo de persona más peligrosa que existe: un hombre prudente y necio al mismo tiempo, pensó Bernardo, alejándose a lomos de su montura. Bernardo Espina sabia que él era el hombre menos indicado para obtener información de los judíos o de los cristianos, pues ambas comunidades lo despreciaban por igual.

Bernardo conocía muy bien la historia de la familia Espina. Contaba la leyenda que el primer antepasado suyo que se había asentado en la península ibérica era un sacerdote del templo de Salomón. Los Espina y otros judíos habían sobrevivido bajo los reyes visigodos, los musulmanes y los cristianos de la Reconquista. Siempre habían obedecido escrupulosamente las leyes de la monarquía y de la nación, siguiendo las indicaciones de sus rabinos.

Los judíos habían alcanzado las más altas posiciones en la sociedad hispana. Habían servido a los reyes y a los emires por igual, y habían prosperado como médicos, diplomáticos, prestamistas y financieros, cobradores de impuestos y mercaderes, campesinos y artesanos. Al mismo tiempo, casi en todas las generaciones habían sido victimas de matanzas a manos de muchedumbres alentadas directa o indirectamente por la Iglesia.

—Los judíos son peligrosos e influyentes y siembran la duda entre los buenos cristianos —le había advertido severamente el sacerdote que lo había convertido.

Durante siglos, los dominicos y los franciscanos habían incitado a las clases bajas —a las que llamaban el pueblo menudo—, provocando en ellas un odio implacable contra los hebreos. Desde las matanzas del año 1391, en las que habían muerto nada menos que cincuenta mil judíos, en la única conversión en masa de la historia judía, centenares de miles habían aceptado a Cristo, algunos para salvar la vida y otros para prosperar en sus oficios en una sociedad que aborrecía a los de su religión.

Algunos, como Espina, habían acogido a Jesús en su corazón, pero muchos cristianos sólo de nombre habían seguido adorando en privado al Dios del Antiguo Testamento. Éstos eran tan numerosos que, en 1478, el papa Sixto IV había aprobado el establecimiento de la Santa Inquisición para el descubrimiento y la destrucción de los cristianos descarriados.

Espina había oído a algunos judíos llamar «
marranos
» a los conversos y señalar que éstos serían condenados por toda la eternidad y no resucitarían en el Juicio Final.

Con más caridad, otros llamaban a los apóstatas,
anusim
[1]
, los obligados, y señalaban que Dios perdonaba a los que habían sido forzados a convertirse y comprendía su necesidad de sobrevivir.

Espina no figuraba entre los obligados. El personaje de Jesús lo había intrigado en su infancia desde que entreviera fugazmente a través del pórtico abierto de la catedral la figura de la cruz, a la que su padre y otros judíos llamaban a veces «
el hombre colgado
». Cuando estaba aprendiendo el oficio de médico y trataba de aliviar el sufrimiento humano, se había sentido atraído por los sufrimientos de Cristo y poco a poco su inicial interés había madurado en una ardiente fe y convicción que, finalmente, había desembocado en un deseo de alcanzar la pureza cristiana y el estado de gracia.

Una vez sellado el compromiso, se enamoró de una divinidad y le pareció que su devoción era mucho más fuerte que la de alguien que ya fuera cristiano desde su nacimiento. El ardiente amor hacia Jesús de
Saulo de Tarso
[2]
no podía haber sido más fuerte que el suyo, inamovible y seguro, más intenso que cualquier anhelo que sintiera un hombre por una mujer.

Se había convertido al cristianismo al cumplir los veintidós, un año después de haber alcanzado el titulo de médico. Su familia se había puesto de luto por él y había rezado un
kaddish
[3]
como si hubiera muerto. Cuando su padre, Jacobo Espina, antaño tan lleno de orgullo y de amor, se cruzaba con él en la plaza, le negaba el saludo y no daba la menor señal de reconocimiento. Por aquel entonces Jacobo Espina estaba viviendo el último año de su vida. Llevaba una semana enterrado cuando Bernardo se enteró de su muerte. Bernardo rezó una novena por su alma, pero no pudo resistir el impulso de rezar también un
kaddish
, llorando solo en su dormitorio mientras recitaba la oración por el difunto sin la consoladora presencia del
minyan
[4]
, el grupo de nueve hombres necesario para que se pudieran celebrar las funciones religiosas.

La nobleza y la burguesía aceptaba a los conversos acaudalados o prósperos, y muchos de éstos se casaban con cristianas viejas. El propio Bernardo Espina había contraído matrimonio con Estrella de Aranda, hija de una aristocrática familia. En medio del primer revuelo de la aceptación familiar y del nuevo arrebato religioso, había abrigado la irracional esperanza de que sus pacientes lo aceptaran como a un correligionario, un «
judío completo
» que había aceptado a su Mesías; sin embargo, no se extrañó de que lo siguieran despreciando como judío.

Durante la juventud del padre de Espina, los magistrados de Toledo habían aprobado un estatuto:

"Declaramos que los llamados conversos, vástagos de perversos antepasados judíos, deben ser considerados por ley infames e ignominiosos, ineptos e indignos de ostentar cargos públicos o beneficios en la ciudad de Toledo o en el territorio de su jurisdicción, o actuar como testigos de juramentos o en representación de notarios, o ejercer cualquier autoridad sobre los verdaderos cristianos de la Santa Iglesia Católica".

Bernardo pasó por delante de otras comunidades religiosas, algunas casi tan pequeñas como el priorato de la Asunción y otras tan grandes como una pequeña aldea. Bajo la monarquía católica se había popularizado el servicio en la Iglesia. Los segundones de las familias de la nobleza, excluidos de la herencia en virtud de la ley del mayorazgo, se entregaban a la vida religiosa, en la que la influencia de su familia les aseguraba un rápido ascenso. Las hijas menores de las mismas familias, debido a las cuantiosas dotes que exigía el casamiento de las primogénitas, eran enviadas a menudo a un convento. La vida religiosa atraía también a los campesinos más pobres, para quienes las prebendas y los beneficios constituían la única oportunidad de escapar de la miseria y la servidumbre.

El creciente número de comunidades religiosas había dado lugar a unas encarnizadas luchas por el apoyo económico. La reliquia de santa Ana sería la fortuna del priorato de la Asunción, pero el prior le había dicho a Bernardo que tanto los poderosos benedictinos como los astutos franciscanos, además de otros enérgicos representantes de la propia orden de los jerónimos y Dios sabía cuántos más, estaban forjando planes y tejiendo intrigas para arrebatarles la posesión de la reliquia de la Sagrada Familia. Espina temía verse atrapado entre poderosos bandos y ser aplastado con la misma facilidad con que Meir Toledano había sido asesinado.

Bernardo inició sus pesquisas, tratando de reconstruir los movimientos del joven antes de que lo mataran.

La vivienda de Helkias el platero formaba parte de un grupo de casas construidas entre dos sinagogas. La principal sinagoga había pasado desde hacía mucho tiempo a manos de la Iglesia y por entonces los judíos celebraban sus funciones religiosas en la sinagoga de Samuel ha—Levi, cuya magnificencia constituía el reflejo de una época en que la vida era más plácida para ellos.

La comunidad judía era lo bastante reducida como para que todo el mundo supiera quién había abandonado la fe, quién fingía haberlo hecho y quién seguía observando la religión de sus mayores, y evitaba al máximo el trato con los cristianos nuevos. Pese a ello, cuatro años atrás, el desesperado Helkias había acudido a la consulta del médico.

Su esposa Esther, una caritativa mujer perteneciente a la familia de los grandes rabinos Saloman, había empezado a consumirse, y el platero deseaba por todos los medios salvar a la madre de sus tres hijos. Bernardo había hecho todos los esfuerzos imaginables, había probado todos los remedios que conocía y había rezado a Cristo por su vida tal como Helkias había orado a Jehová, pero no había podido salvarla, que el Señor tuviera misericordia de su alma inmortal.

En ese momento pasó por delante de la casa de Helkias sin detenerse, sabiendo que muy pronto los frailes del priorato de la Asunción trasladarían hasta allí a lomos de un asno el cuerpo sin vida del primogénito del desventurado platero.

Siglos atrás otras generaciones de judíos habían construido las sinagogas, obedeciendo un antiguo precepto según el cual se tenía que construir una casa de oración en el punto más elevado posible de la comunidad. Por eso habían elegido emplazamientos situados en lo alto de los escarpados peñascos que bordeaban el Tajo.

La yegua de Bernardo dio un nervioso respingo cuando éste la acercó demasiado al borde del precipicio.

«
¡Madre de Dios!
», pensó Bernardo, tirando de las riendas; después, cuando el animal se tranquilizó, Bernardo no tuvo más remedio que sonreír ante aquella ironía.

—¡Abuela del Salvador! —exclamó con asombro.

Se imaginó a Meir ben Helkias allí, esperando con impaciencia la llegada del protector manto de la oscuridad. Seguramente el joven no tenía miedo de acercarse al borde de los peñascos. Él mismo recordaba haber estado al anochecer en lo alto de aquellos riscos con su padre Jacobo Espina, escudriñando el cielo en busca del resplandor de las primeras tres estrellas que señalaban el inicio del
Sabbath
[5]
.

Apartó aquel pensamiento de su mente, tal como solía hacer con todos los inquietantes recuerdos de su pasado judío.

Comprendió la prudencia de Helkias al haber utilizado a su hijo de quince años para la entrega del relicario. Una escolta armada hubiera anunciado a los bandidos la existencia de un tesoro. En cambio, un mozo que caminara de noche con un inofensivo bulto tenía que haber corrido mejor suerte.

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