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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (4 page)

BOOK: El último judío
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Pero la suerte no había sido suficiente, tal como Espina había tenido ocasión de comprobar.

Desmontó y condujo al animal hacia el sendero del peñasco. Justo en su borde se levantaba un edificio de piedra construido siglos atrás por los soldados romanos; desde allí arrojaban al vacío a los prisioneros condenados.

Abajo, la inocente belleza del río serpeaba entre los peñascos y la colina de granito del otro lado. Los muchachos de Toledo evitaban aquel paraje por la noche, pues decían que en el lugar se oían los lamentos de los muertos.

Bajó con su yegua por el sendero del peñasco hasta que la empinada pendiente se convirtió en una suave ladera, y entonces se apartó y siguió un camino que bajaba hasta la orilla del agua. Pero allí no tomó el puente de Alcántara, tal como tampoco lo había hecho Meir ben Helkias. Bernardo siguió hasta los bajíos donde el muchacho debía de haber vadeado la corriente, y volvió a montar en la yegua. Al llegar a la otra orilla se adentró por el camino que conducía al priorato de la Asunción. No lejos de allí había unas ricas y fértiles tierras de cultivo, pero en aquel lugar el terreno era pobre y reseco, y sólo servía para que pastara un poco el ganado. No tardó en oír los cencerros de las ovejas y en tropezarse con un gran rebaño al cuidado de Diego Díaz, un anciano a quien conocía. El pastor tenía una familia casi tan numerosa como su rebaño y él había atendido a varios de sus miembros.

—Muy buenas tardes, mi señor Bernardo.

—Buenas tardes os dé Dios, Diego —contestó Espina, desmontando. Dejó que su caballo hozara un poco con las ovejas y se pasó unos minutos charlando con el pastor. Después preguntó—: Diego, ¿vos conocéis a un joven llamado Meir, hijo de Helkias el Judío?

—Sí, señor. ¿El sobrino de Arón Toledano, a ese mozo os referís?

—Sí. ¿Cuándo lo visteis por última vez?

—Anoche temprano. Había salido a repartir los quesos de su tío y por sólo un sueldo me vendió un queso de cabra que ha sido mi comida de esta mañana. Era tan bueno que ojalá me hubiera vendido dos. —El pastor miró a Espina—. ¿Por qué lo buscáis? ¿Ha hecho algo malo?

—No, en absoluto.

—Ya me lo suponía, no es malo este joven judío.

—¿Visteis a alguien más por aquí anoche? —preguntó Espina.

El pastor le contestó que, poco después de la partida del joven, habían pasado dos soldados que habían estado a punto de aplastarlo bajo los cascos de sus monturas, pero a los que él no había saludado ni ellos lo habían saludado a él.

—¿Decís que eran dos?

Bernardo sabía que podía fiarse de la información que le diera el viejo. El pastor los debía de haber estudiado con detenimiento y se habría alegrado de que unos jinetes nocturnos armados hubieran pasado de largo sin arrebatarle uno o dos corderos.

—Eran dos jinetes, pero no formaban buena pareja. Uno de ellos era tan jorobado que su espalda semejaba una pesada roca que sólo dos hombres hubieran podido acarrear.

Diego soltó un gruñido y corrió para dirigir a su perro hacia cuatro ovejas que se estaban apartando del rebaño.

Bernardo tomó su yegua y volvió a montar en ella.

—Id con Dios, Diego.

El viejo le dirigió una socarrona mirada.

—Que él os acompañe, señor Espina.

Algo más allá del mísero pastizal de las ovejas, la tierra era más rica y fértil. Bernardo cabalgó entre varios viñedos y campos de cultivo.

Al llegar al que lindaba con el olivar del priorato, se detuvo y desmontó, tras lo cual ató las riendas a un arbusto.

La hierba estaba aplastada por los cascos de unas monturas. El número de caballos que había visto el pastor, dos, encajaba con los destrozos.

Alguien se había enterado del encargo del platero. Sabían que Helkias estaba a punto de terminar su trabajo y debían de estar vigilando su casa en busca de algún indicio de la entrega.

Allí se había producido el encuentro.

Nadie debió de oír los gritos de Meir. El olivar que tenía arrendado el priorato estaba en un terreno deshabitado y a una considerable distancia del edificio de la comunidad.

Sangre. Allí el muchacho había sufrido la herida en el costado causada por una de las lanzas.

Por aquella lengua de hierba aplastada, por la que ahora Bernardo caminaba muy despacio, los jinetes habían obligado a Meir ben Helkias a correr delante de sus caballos como un zorro acosado, provocándole las heridas en la espalda.

Allí se habían apoderado de la bolsa de cuero y de su contenido. Muy cerca de aquel lugar, cubiertos de hormigas, había dos pálidos quesos como el que Diego había descrito, el pretexto del joven para salir de noche. Uno de los quesos estaba intacto mientras que el otro aparecía roto y aplanado, como si lo hubiera pisado el casco de un caballo.

Allí habían retirado al mozo del sendero y lo habían llevado al refugio de los olivos. Y uno de ellos había acabado con él.

Al final, lo habían degollado.

Bernardo se sintió aturdido y experimentó una sensación como de mareo.

No estaba tan lejos de su juventud judía como para haber olvidado el temor y la inquietud que solían producirle los desconocidos armados y el terror que sentía al pensar en las muchas iniquidades que tantas veces se habían producido. No estaba tan lejos de su virilidad judía como para haber dejado de sentir todas aquellas maldades.

Durante un prolongado instante, se convirtió mentalmente en un mozo. Los oyó. Aspiró su olor. Intuyó las gigantescas y siniestras siluetas nocturnas, los enormes caballos acercándose a él en medio de la oscuridad.

La cruel acometida de las afiladas lanzas. La violación.

Convertido de nuevo en médico, Bernardo vaciló bajo el sol poniente y se volvió aturdido hacia la yegua para escapar de allí. No creía que fuera a oír los lamentos del alma de Meir ben Helkias, pero de todos modos no deseaba encontrarse en aquel lugar cuando cayera la noche.

CAPÍTULO 4

El interrogatorio

Espina comprendió rápidamente que sólo podría obtener una información muy exigua acerca del asesinato del mozo judío y el robo del ciborio. Casi todo lo que sabia lo había averiguado a través del examen del cadáver, su conversación con el viejo pastor y su inspección del lugar del delito. Lo más evidente, tras una semana de infructuosos paseos por la ciudad haciendo preguntas, era el abandono en que había tenido a sus pacientes. Ahora volvió a entregarse al seguro y consolador trabajo de su práctica cotidiana.

Nueve días después de haber sido llamado al priorato de la Asunción, decidió ir a ver aquella tarde al padre Sebastián para comunicarle lo poco que había conseguido averiguar y anunciarle su deseo de no apartarse de aquel feo asunto.

El último paciente del día fue un anciano con dificultades respiratorias a pesar de la pureza del refrescante aire de aquel insólito día de alivio en plena temporada de calor. El frágil cuerpo que tenía delante estaba agotado y reseco, y sus problemas obedecían a algo más que el clima. La piel del pecho era como de pergamino; por dentro, la cavidad estaba llena y obstruida. Cuando Espina acercó el oído al pecho, percibió un irregular estertor. Tenía la razonable certeza de que el viejo se estaba muriendo, aunque tardaría un poco en dejar el mundo de los vivos. Estaba buscando en su farmacopea una infusión capaz de hacerle menos penosos los últimos días cuando dos desaliñados hombres armados entraron en su sala de consultas como si fueran los nuevos amos. Se identificaron como soldados del alguacil de Toledo.

Uno de ellos era bajito, tenía el pecho abombado y miraba a su alrededor con insolencia.

—Bernardo Espina, tenéis que acompañarnos ahora mismo.

—¿Qué deseáis de mí, señor?

—El Oficio de la Inquisición requiere vuestra presencia.

—¿La Inquisición? —Espina procuró no perder la calma—.

Muy bien. Os ruego que esperéis fuera. Enseguida termino con este hombre.

—No, tenéis que acompañarnos ahora mismo —repitió el más alto de los dos, hablando en tono comedido, pero más autoritario.

Espina sabía que Juan Pablo, su criado, estaba charlando con el hijo del anciano a la sombra del cobertizo de su sala de consulta. Se acercó a la puerta y lo llamó.

—Ve a la casa y dile a la señora que quiero un refrigerio para nuestros visitantes. Pan con aceite y miel, y también vino fresco.

Los hombres del alguacil se miraron. El más bajito asintió con un gesto. Su compañero le miró impasible, pero no puso ningún reparo.

Espina introdujo las hierbas de la infusión para el viejo en un recipiente de barro y le colocó un tapón. Estaba terminando de darle las instrucciones al paciente cuando Estrella se acercó presurosa, seguida de una criada con el pan y el vino.

El rostro de su mujer se quedó petrificado cuando él le explicó lo que ocurría.

—¿Qué puede querer de vos la Inquisición, mi querido Bernardo?

—Seguramente les hace falta un médico —aventuró, y la idea sirvió para tranquilizarlos tanto a él como a su mujer.

Mientras los hombres comían y bebían, Juan Pablo ensilló el caballo de Espina.

Los hijos del médico estaban en la casa de un vecino, donde un monje enseñaba semanalmente el catecismo a un grupo de muchachos. Se alegró de que no estuvieran presentes cuando él se alejó flanqueado por los caballos de los dos hombres.

Unos clérigos envueltos en negros ropajes recorrían el pasillo, donde Espina esperaba sentado en un banco de madera. Había otros que también esperaban. De vez en cuando, un guardia acompañaba a una mujer o un hombre con el rostro más blanco que la cera y los obligaba a sentarse, o bien alguien abandonaba el pasillo escoltado por un guardia y se perdía en el interior del edificio. Ninguna de las personas que se levantaba de los bancos volvía a salir.

Espina estuvo esperando hasta que encendieron unas teas para disipar la oscuridad del crepúsculo.

Un guardia permanecía sentado detrás de una mesita. Bernardo se acercó a él y le preguntó a quién tenía que ver, pero el hombre le miró con semblante inexpresivo y le indicó por señas que regresara al banco.

Al cabo de un rato apareció otro guardia, se dirigió al que estaba sentado detrás de la mesa y le hizo unas preguntas acerca de algunas de las personas que estaban esperando. Espina vio que le miraban a él.

—Éste es para fray Bonestruca —le oyó decir Bernardo al guardia de la mesa. Toledo se estaba convirtiendo en una populosa ciudad, pero Espina había nacido y vivido allí toda su vida y —tal como había señalado el padre Sebastián—, como médico que era conocía muy bien no sólo a la población laica, sino también a los miembros de las comunidades religiosas. Sin embargo, no recordaba a ningún fraile llamado Bonestruca.

Al final, un guardia acudió a buscarlo. Subieron por una escalera de piedra y recorrieron varios pasillos tan mal iluminados como aquel en el que Bernardo había esperado. Finalmente llegaron a una pequeña celda, donde un fraile permanecía sentado bajo una antorcha.

El fraile era nuevo en Toledo, pues, si Espina lo hubiera visto aunque sólo fuera una vez por la calle, lo hubiera recordado con toda seguridad.

Se trataba de un hombre de elevada estatura con una terrible joroba que se proyectaba desde la nuca y la parte superior de la espalda. Espina reprimió el impulso de observar la joroba. Su rápida mirada identificó una masa de altura irregular con una joroba más grande en el lado derecho de la espalda y la parte inferior de la nuca y otra más pequeña en el lado izquierdo.

Espina sólo había visto un caso parecido cuando trabajaba como aprendiz y había ayudado a su maestro en el examen anatómico del cadáver de un hombre que presentaba un defecto similar. Ambos habían descubierto que la joroba era de tejido blanco y cubría una retorcida y entretejida masa ósea. Aparte la joroba dorsal, el hombre presentaba una acusada deformación del esternón y tenía los dedos de las manos y los pies más largos de lo normal.

El pecho del fraile quedaba oculto bajo los pliegues de su negro hábito, pero sus dedos eran como los que el aprendiz Espina había visto mucho tiempo atrás: largos y en forma de espátula.

El rostro…

El semblante del fraile no se parecía en absoluto al rostro del Salvador que Espina había visto en las imágenes y los cuadros. Era un rostro de carácter femenino formado por unos rasgos de belleza masculina, por cuyo motivo la reacción inicial de Espina fue de asombro, casi como si se encontrara en presencia de algo sagrado.

—Habéis recorrido la ciudad haciendo preguntas sobre un relicario recientemente robado al judío Helkias. ¿Qué interés tenéis vos en este asunto?

—Yo… es decir, el padre prior Sebastián Álvarez… —Espina hubiera deseado posar la mirada en otra cosa que no fueran los serenos ojos de aquel extraño fraile, pero no halló nada—. Me pidió que investigara la pérdida del relicario y la… muerte del muchacho que lo llevaba.

—¿Y qué habéis averiguado?

En cuanto vio a fray Bonestruca, Espina recordó las palabras del viejo pastor Diego Díaz. Éste le había dicho que dos soldados habían cabalgado en pos del muchacho y que uno de ellos era tan jorobado, que parecía que llevara una roca en la espalda. Comprendió con terrible certeza que sólo uno de los hombres era un soldado. El otro había sido sin lugar a dudas aquel fraile.

—El muchacho era judío, hijo de un platero.

—Si, eso ya lo he oído decir.

La voz del fraile resultaba amable y alentadora, casi amistosa, pensó Espina, esperanzado.

—¿Qué más?

—Nada más, reverendo padre.

—¿Cuánto tiempo hace que sois médico?

—Once años.

—¿Aprendisteis en este lugar?

—Sí, aquí mismo, en Toledo.

—¿Quién os enseñó?

Espina tenía la boca seca.

—Con el maestro Samuel Provo.

—Ah, Samuel Provo. Hasta yo he oído hablar de él —asintió benévolamente el fraile—. Un excelente médico, ¿verdad?

—Sí, un médico de gran renombre.

—Era judío.

—Sí.

—¿A cuántos niños calculáis que circuncidó?

Espina miró al fraile, parpadeando.

—Él no se dedicaba a circuncidar.

—¿A cuántos niños circuncidáis vos en un año?

—Yo tampoco circuncido.

—Vamos, vamos —dijo pacientemente el fraile—. ¿Cuántas operaciones de ésas habéis llevado a cabo? No sólo a judíos, sino quizá también a moros.

—Jamás… A lo largo de los años he operado algunas veces… Cuando el prepucio no se lava regularmente como es debido, se puede inflamar, ¿sabéis? A menudo se acumula pus y, para solventar… ellos.., tanto los moros como los judíos tienen a unos santos varones que se encargan de hacerlo y celebran unos ritos religiosos.

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