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Authors: James Fenimore Cooper

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El último mohicano

BOOK: El último mohicano
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Sin ningún género de dudas
El último mohicano
es la obra más conocida y leída de James Fenimore Cooper. Situada en la época de las luchas entre Gran Bretaña y Francia por el control de América del Norte. Ambientada en el territorio de los Grandes Lagos, la trama de la novela se desarrolla en 1757 cuando un grupo formado por Alicia y Cora Munro hijas del coronel Munro, el mayor Duncan Heyward, un guía indio llamado Magua y David Gamut maestro de música, abandonan el fuerte británico Edward de camino hacia el William Henry.

James Fenimore Cooper

El último mohicano

Una narrativa de 1757

ePUB v1.0

Cygnus
28.03.12

El último mohicano.

James Fenimore Cooper, 1826.

Título original:
The Last of the Mohicans: A narrative of 1757
.

Traducción: Javier Vallina.

Editorial Zeta Bolsillo, 2008.

Introducción

Los lugares geográficos donde transcurre este relato, deberían proveer de la necesaria información al lector. Sin embargo, ante tal profusión de nombres, razas y tribus, conviene dar algunas explicaciones.

Se cree que los aborígenes de América proceden de Asia. Hay hechos que lo corroboran. Cree el autor que el color del indio le es peculiar, y mientras sus pómulos muestran un notable indicio de origen tártaro, con sus ojos no sucede lo mismo. El clima puede haber ejercido gran influencia en el color, pero es difícil explicar cómo hubiera podido producirse la fundamental diferencia de los ojos.

La fantasía imaginativa del indio es oriental. Saca sus metáforas de las nubes, de las estaciones, de los pájaros, de los animales y del mundo vegetal. Su lenguaje posee tal riqueza, que expresa una frase con una sola palabra, y mediante una sola sílaba altera el sentido de toda una oración. Da diferentes significados por medio de las más simples inflexiones de la voz.

Los filólogos han dicho que entre todas las numerosas tribus que ocupan el territorio que constituye hoy los Estados Unidos no hay más de dos o tres lenguas. Atribuyen a los dialectos y a la corrupción del idioma la dificultad que tienen las tribus para entenderse entre sí. De aquí han surgido el gran obstáculo que existe para conocer su historia y gran parte de la incertidumbre acerca de sus tradiciones.

En gran medida, los hombres blancos han contribuido a que sean tan oscuras las tradiciones de los aborígenes.

En estas páginas, los lenni-lenapes, lenapes, delawares y los mohicanos designan a un mismo pueblo o a tribus del mismo tronco.

Los maguas, los mingos y los iroqueses, aunque no son exactamente los mismos, suelen ser identificados como tales por estar políticamente confederados y ser los enemigos de los nombrados más arriba. Mingo era un término despectivo y de reproche, como también magua, aunque en menor grado.

Los mohicanos eran los señores de las primeras tierras ocupadas por los europeos en esta parte del continente. Por lo tanto, fueron los primeros en ser despojados de ellas. Los sorprendió el inevitable destino de todos estos pueblos, condenados a desaparecer ante el avance de la civilización.

La región donde transcurre este relato ha sufrido pocos cambios desde que tuvieron lugar los hechos históricos aquí reseñados; hay caminos que cruzan los bosques sin senderos, que Ojo de Halcón y sus amigos se vieron obligados a recorrer.

De todas las tribus mencionadas en esta narración no quedan más que unos pocos oneidas semicivilizados, en las tierras que les fueron asignadas en el Estado de Nueva York. El resto ha desaparecido. Por último, conviene aclarar que el lago Horican es el lago Jorge. El nombre usado en esta obra se extrajo de una tribu de indios llamados los «horigans», que habitaban en las cercanías del hermoso lago.

-James Fenimore Cooper.

Cabalgata y mujeres en medio de la selva

Una amplia frontera de selvas, aparentemente impenetrables, separaba los territorios de las enemigas provincias ocupadas por Francia y por Inglaterra.

Con el tiempo, llegó a parecer que no había sitio tan oscuro en la selva, ni lugar secreto tan aislado, que se hallara libre de las incursiones de los que daban su sangre para satisfacer una venganza, o para mantener la egoísta y fría política de los lejanos monarcas europeos.

Las facilidades que allí ofrecía la naturaleza para la marcha de los combatientes eran demasiado claras para no ser utilizadas. La superficie alargada del Champlain se extendía desde las fronteras del Canadá y penetraba bastante en los límites de la vecina provincia de Nueva York, formando un paso natural que reducía a la mitad la distancia que los franceses tenían que recorrer para atacar a sus enemigos.

El sagrado lago Horigan se extendía hasta unas doce leguas más al sur. Con la alta meseta que allí se interpone impidiendo el paso del agua, comienza una zona de otras tantas millas que conduce, a quién quiera aventurarse en ella, hasta las riberas del río Hudson.

Buscando cómo hostigar al enemigo, los franceses intentaron cruzar los distantes y ásperos desfiladeros de los montes Alleghany. Esta zona se convirtió en la sangrienta arena donde se trabaron casi todas las batallas por la posesión de las colonias. Se construyeron fortalezas en los diferentes puntos de acceso, que una y otra vez fueron arrasadas y reconstruidas, según la victoria se inclinaba a uno u otro de los bandos enemigos.

En este escenario de luchas sangrientas fue donde ocurrieron los hechos que vamos a referir, durante el tercer año de la guerra entre Francia e Inglaterra por la posesión de un territorio que ninguno de ambos países estaba destinado a poseer.

Gran Bretaña ya no era temida por sus enemigos, y sus colonos iban perdiendo rápidamente la dignidad, la fe en sí mismos. Habían visto llegar de la madre patria un ejército selecto, comandado por un jefe elegido entre una multitud de expertos guerreros, que sin embargo había sido vergonzosamente derrotado por un puñado de franceses y de indios.

Tan inesperado desastre había dejado abierta una extensa frontera y el carácter aterrador de sus implacables enemigos aumentaba más aún. Todos habían oído las terribles historias de asesinatos perpetrados a medianoche, cuyos autores principales habían sido los indios.

El terror invadió a todos los colonos. Muchos pensaban que las posesiones de Inglaterra en América estaban perdidas. Al saberse en el fuerte que se había visto al general Montcalm subiendo hacia el Champlain con un ejército muy numeroso, nadie puso en duda la veracidad de la noticia.

Al atardecer de un día de verano llegó un mensajero indio con una carta del comandante Munro, que dirigía una obra que se construía a orillas del «lago sagrado». Munro pedía un refuerzo considerable lo antes posible. La distancia entre estos dos puestos era de unas cinco leguas. Los británicos habían dado a una de estas fortalezas de la selva el nombre de William Henry y a la otra, el de fuerte Edward, en honor de dos príncipes de la familia reinante.

Munro comandaba el primero de estos dos fuertes, con un regimiento de soldados de línea y un destacamento de tropas provinciales, fuerzas escasas para hacer frente al formidable ejército de Montcalm. En el fuerte Edward, el general Webb tenía bajo su mando un ejército de cinco mil hombres. Uniendo los destacamentos a su mando, Webb podía casi duplicar las fuerzas del francés, quien se había aventurado lejos de sus bases, con un ejército no tan numeroso.

Luego de la primera sorpresa, se decidió que un destacamento selecto de mil quinientos hombres partiría al amanecer en dirección al fuerte William, situado en el extremo septentrional del paso. Los novatos en el arte militar corrían de un lado a otro. Los veteranos, más prácticos, se preparaban con calma; sus ojos reflejaban el disgusto por la temible guerra de los bosques, con la que no estaban familiarizados. Concluyó el día, llegó la noche, y en todo el campamento reinó un silencio tan profundo como el de la selva que lo rodeaba.

El pesado sueño de la tropa fue interrumpido por el redoble de los tambores. En un instante todo el campamento se puso en movimiento; hasta el último soldado se levantó para presenciar la partida de sus camaradas.

Mientras éstos estuvieron a la vista de sus compañeros, mantuvieron su prestancia, el paso marcial y el orden en las filas. Mas pronto la selva pareció tragarse a aquella tropa que se internaba lentamente en ella.

Frente a una cabaña de troncos se paseaban los centinelas encargados de custodiar al general inglés. A corta distancia había seis caballos ensillados; dos de ellos estaban destinados a ser montados por señoras de alto rango. Otro portaba mochilas y las armas correspondientes a un oficial; los tres restantes eran para la servidumbre. A la distancia se veían grupos de curiosos y entre ellos un individuo llamaba poderosamente la atención.

Su apariencia no podía ser más desagradable: de miembros desproporcionados, cabeza grande, hombros angostos, brazos largos, manos pequeñas y casi delicadas.

Una chaqueta celeste de cuello bajo dejaba ver su pescuezo largo y flaco; pantalones estrechos y medias de algodón completaban su vestimenta.

Por la cubierta del enorme bolsillo de su sucio chaleco de seda asomaba un instrumento que había despertado la curiosidad de cuantos habitaban en el campamento. El hombre ostentaba un rostro bondadoso e inexpresivo, al parecer para manifestar la gravedad de alguna elevada y extraordinaria misión.

Mientras el grupo se mantenía a distancia de la cabaña de Webb, el individuo se adelantó hasta colocarse entre los sirvientes, expresando sus críticas o sus elogios respecto de los caballos.

Cuando terminó de hablar, levantó los ojos y se encontró con el mensajero indio que había traído al campamento las ingratas noticias de la tarde anterior.

Había en éste una hosca fiereza mezclada con la serenidad del salvaje, que debía llamar la atención de quien lo observase. El indígena llevaba su hacha de piedra llamada tomahawk y el cuchillo de su tribu, pero su aspecto no era el de un guerrero. Solamente sus ojos conservaban la expresión hosca, natural en él. Pero un solo instante su mirada penetrante y desconfiada se encontró con los ojos asombrados del otro y, al punto, cambiando de dirección, en parte por astucia y en parte por desdén, permaneció como clavada en la lejanía.

El movimiento entre la servidumbre anunció la llegada de quienes eran esperados para poner en movimiento la cabalgata.

Un joven con uniforme de oficial condujo hacia los caballos a dos mujeres. Ambas eran jóvenes. La menor lucía hermosa tez, cabellos rubios y brillantes ojos azules. La otra dama, a la que el militar hacía objeto de sus atenciones, parecía un poco mayor y su cuerpo era bastante más robusto que el de su compañera. Apenas montaron ellas sus caballos, el oficial saltó al suyo, saludando los tres a Webb, quien permaneció a la puerta de su cabaña hasta que se marcharon.

Mientras avanzaban, el oficial, que se llamaba Duncan Heyward, explicó a las jóvenes quién era el indio que los acompañaba.

—Ese indio es un «corredor» del ejército —dijo—. Se ha ofrecido voluntariamente a guiarnos hasta el lago, siguiendo un sendero desconocido que nos llevará en menos tiempo.

—Me es antipático —replicó la menor de las jóvenes—. Sin duda lo conoce bien, Duncan, para así fiarse de él.

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