Sin esperar respuesta, el cazador se internó en la densa espesura formada por encinas jóvenes. La memoria no le falló. Después de recorrer la tupida enramada se encontró con la ruinosa y solitaria construcción cayéndose en medio del bosque. Era rústica. El techo de corteza se había caído, mezclándose con el suelo; pero los grandes troncos de pino que servían de paredes se mantenían aún en el mismo lugar en que habían sido colocados.
—¿No habría sido mejor elegir para descansar un lugar menos conocido? —preguntó Heyward al cazador.
—Son pocos los hombres vivos que saben de este lugar —dijo el cazador—. Yo proyecté y construí en parte este edificio. Los delawares nos ayudaron a construirlo, y peleamos bien, diez contra veinte que eran los mohawks. No quedó ninguno de ellos para enterar a los de su tribu de la suerte de los guerreros caídos aquí. De todos los que contribuimos a su fin, sólo Chingachgook y yo vivimos. Los hermanos y la familia del mohicano formaban nuestro grupo. Aquí están los dos únicos que quedan de su raza.
—Bueno, basta por hoy. Creo que hemos andado mucho, y pocos tienen la suerte de ser tan robustos e infatigables como ustedes —repuso Heyward.
—Está bien —contestó el cazador—. Uncás, limpia el manantial, mientras tu padre y yo les preparamos un techo de ramas y un lecho de hojas.
Pronto quedó limpio de hojas el manantial y dejó ver su agua cristalina. Un rincón del fuerte lo cubrieron de manera que no dejara pasar el abundante rocío de aquella estación; debajo se amontonó gran cantidad de hojas de aromáticas hierbas que sirvieron de lecho.
Las dos hermanas entraron al fuerte, luego de haber tomado algún alimento, y no tardaron en conciliar el sueño. Chingachgook quedó como centinela. El cazador, Uncás y David se tendieron en el suelo y pronto se encontraron durmiendo. El oficial fingió dormir, recostado sobre unos troncos, pero firmemente resuelto a no cerrar los ojos antes de haber entregado sus hijas a Munro. Mas, después de todo, lo venció el sueño y sólo se despertó al sentir que alguien le tocaba un hombro. Era Chingachgook.
—Mayor —dijo el indio, señalando la luna—. Ya debemos partir, aún estamos lejos del fuerte de los blancos.
—Es verdad. Llama a tus compañeros y ensilla los caballos mientras yo preparo para la marcha a mis amigas.
Una exclamación de Chingachgook y la actitud alerta adoptada por su hijo, paralizaron a Duncan.
—¡Los mohicanos oyen al enemigo! —murmuró Ojo de Halcón, que estaba despierto—. ¡Olfatean en el viento cualquier peligro! Aquel hurón que se escapó debe haber encontrado algunos hombres de Montcalm y nos han seguido. Uncás —llamó el cazador—, trae los caballos y ponlos en el interior del fortín; y ustedes, amigos entren también a protegerse.
Todos obedecieron de inmediato.
Pronto se escuchó el ruido de pasos que se acercaban. No tardaron en sonar voces que hablaban en el dialecto de los hurones. A juzgar por las voces, eran unos veinte hombres. Duncan tomó con firmeza su rifle y miró por la pequeña abertura.
—Allí vienen —murmuró Heyward—. Hagamos fuego cuando se acerquen.
—De ninguna manera —dijo el cazador—. El ruido de la carga o el olor a azufre bastarían para atraer a esos salvajes.
En ese instante, la espesura se abrió y dio paso a un alto hurón armado que avanzó algunos pasos. Miró al solitario edificio y a la luz de la luna se vio su rostro crispado por la sorpresa y curiosidad. Lanzó una exclamación y luego llamó en voz baja a un compañero que acudió al instante.
Permanecieron durante un momento señalando al fortín y hablando en su dialecto incomprensible. Se acercaron con pasos lentos y cautelosos. Uno de los indios apoyó un pie sobre el fúnebre montículo y se detuvo a examinar qué era aquello.
Pero al descubrir lo que era, la atención de los hurones tomó otra dirección.
Después retrocedieron con cautela, fijando sus miradas en la ruina, como si esperaran ver surgir de entre las paredes las sombras de sus muertos. Por fin llegados al límite del espacio libre, se internaron en la selva y desaparecieron.
Ojo de Halcón dejó caer al suelo la culata de su rifle, respiró libremente y murmuro:
—¡Ah! respetan a los muertos, y esta vez han salvado sus propias vidas y quizá las de los otros que valen más que ellos.
Tan pronto como fue posible, todos salieron en dirección opuesta a la de los hurones.
El cazador volvió a ocupar su puesto de avanzada, aunque sus pasos eran ahora más cautelosos. Más de una vez hizo alto para consultar a los mohicanos, señalando hacia la luna y examinando, con el tacto, la corteza de los árboles.
El silencio envolvía la selva, salvo el distante y casi imperceptible rumor de algún arroyo. El murmullo del agua sacó a los guías de su indecisión y se dirigieron hasta ella.
Cuando llegaron a orillas del arroyo, Ojo de Halcón y los mohicanos se quitaron los mocasines; invitaron a Duncan y a David a seguir su ejemplo; después entraron en el agua y durante más o menos una hora caminaron por el lecho del río, sin dejar huellas. Luego dejaron el riacho y siguieron el camino de la llanura. El sendero comenzó a ser desigual y los viajeros vieron que las montañas parecían aproximárseles por ambos lados.
El cazador hizo un alto y dijo que la mayor dificultad estaba en encontrar la ruta para acercarse al fuerte. De súbito exclamó:
—¡Silencio! ¿No ven algo que camina a la orilla de la laguna?
—Cielos. ¡Es un hombre! ¡Y se acerca! Preparen las armas —dijo Duncan.
—¿Quién vive? —preguntó en francés una voz fuerte.
—¡Francia! —exclamó Heyward—. Vengo de hacer un reconocimiento.
—¿Eres un oficial del rey?
—Lo soy. Vienen conmigo las hijas del comandante del fuerte, a quienes he hecho prisioneras, y las llevo al general.
—¡Dios mío! —exclamó el joven soldado—. Ésta es la suerte de la guerra. Pero nuestro general es un caballero muy cortés con las damas.
—¡Buenas noches, camarada! —dijo Heyward y se alejaron lentamente, dejando al centinela que siguiera su paseo.
—Ha sido muy bueno que usted conociera el francés —dijo el cazador—. Hizo bien en hablar amistosamente con el centinela…
En ese instante el cazador fue interrumpido por un largo gemido que partía de la laguna como si, en efecto, las almas de los muertos rondaran en torno de su líquida tumba. Luego se oyó un ruido semejante a un cuerpo pesado que cae al agua, y volvió a reinar el silencio como si nada hubiera ocurrido. Heyward notó la ausencia de Chingachgook. Pero antes de que los viajeros alcanzaran a reaccionar, el mohicano salió de entre la espesura y se reunió a ellos, llevando en una mano el ensangrentado cuero cabelludo del desgraciado francés; y con la otra envainando su cuchillo y colgando su hacha ensangrentada, tomó su puesto acostumbrado y prosiguió la marcha tan satisfecho como quien acaba de realizar una obra meritoria.
—Hubiera sido una acción cruel e inhumana en un hombre blanco, pero está en la naturaleza del indio.
—¡Basta! —exclamó Heyward—. Creo que estamos en la línea enemiga. ¿Qué proponen que hagamos?
—Los franceses rodean seriamente el fuerte y tenemos que ser hábiles para pasar por entre ellos. Tenemos una posibilidad, y es salir de la línea de los centinelas y, doblando hacia el oeste, entrar en las montañas, donde estaremos tan ocultos que nadie nos encontrará en meses.
—Entonces hagámoslo de inmediato — respondió Duncan.
No fue necesario hablar más. Ojo de Halcón dio la breve orden y volvió sobre sus pasos para salir de la crítica y peligrosa situación en que se encontraban. El camino era muy penoso e interrumpido por peñascos, zanjas y barrancos, de modo que avanzaban muy lentamente.
Después de algunas horas llegaron a una meseta rocosa, cubierta de musgo. Desde allí vieron el amanecer, admirando las rosadas nubes de la aurora por encima de los pinos que coronaban una alta colina situada al lado opuesto del valle Horican. El cazador hizo desmontar a Cora y Alicia, y los animales fueron soltados para que se alimentaran con los ralos pastos de aquella altura.
La colina era un cono avanzado de la línea de las sierras y tendría unos mil pies de altura. Desde allí la serranía se extendía muchas millas hasta perderse en dirección al Canadá. Directamente sobre la costa del lago, hacia el oeste, estaban las extensas fortificaciones de tierra y las chatas construcciones del fuerte William Henry, defendidas por un profundo foso y anchos pantanos. Delante del fuerte se paseaban los centinelas, celosos y atentos guardianes de la fortaleza, sitiada por numerosos enemigos.
—Ya amanece allá abajo —dijo el cazador, preocupado—. Hemos llegado demasiado tarde. Montcalm ha llenado los bosques con esos malditos iroqueses.
—Veo que la fortaleza está sitiada —replicó Duncan—. Y la cañonean.
—¡Miren! —exclamó Ojo de Halcón, sin reparar que señalaba a Cora la casa de su padre—. Ese tiro ha hecho saltar las piedras de un costado de la casa del comandante.
—Heyward, me enferma ver a mi padre en un peligro que no puedo compartir —dijo la intrépida hija de Munro.
—Sería difícil que llegara hasta la tienda del francés conservando su cabellera —dijo el cazador—. Pronto va a cesar el cañoneo, porque viene la niebla que oscurecerá el día; eso hará que la flecha del indio sea más peligrosa que esos cañones fundidos. Ahora, si se atreven a seguirme, yo avanzaré como pueda. Quiero bajar al campamento, aunque sólo sea para dispersar a algunos perros mingos.
Luego el cazador hizo una seña para que lo siguieran, y empezó a bajar la montaña ágilmente pero con gran cuidado. El camino los llevó casi en frente de las puertas llamadas «surtidas». Los mohicanos aprovecharon este momento para adelantarse hacia la barrera del bosque y observar lo que pasaba afuera, y el cazador fue tras ellos. Pero poco después regresó. Traía el rostro enrojecido por la ira.
—El astuto francés ha situado, precisamente en nuestro camino, a un piquete de pieles rojas y hombres blancos. ¿Cómo sabremos durante la niebla si pasamos por su lado o por el centro?
En ese momento una bala de cañón cruzó por los bosques, chocó contra el tronco de un árbol y rebotó en el suelo sin fuerza. Los indios siguieron inmediatamente a este terrible mensajero, y Uncás se puso a hablar en lengua delaware, haciendo muchos gestos.
—Uncás dice —explicó el cazador— que la bala que ha visto ha marcado en muchas partes el suelo, al venir de la batería del fuerte hasta aquí, y que a falta de otro indicio podríamos seguir su rastro. Pongámonos en marcha de inmediato siguiendo su surco.
Habían recorrido la mitad de la distancia, cuando Heyward oyó que una voz imperiosa decía:
— ¿Quién vive?
— ¡Amigo de Francia!
— ¡Más pareces enemigo de Francia! ¡Detente, o disparo!
La orden no fue inmediatamente obedecida y la niebla fue surcada por los tiros de muchos mosquetes. Por fortuna, la puntería era pésima y las balas cruzaron el aire en dirección equivocada. Los franceses gritaron fuerte, y Heyward oyó otra vez la orden de hacer fuego. El oficial explicó al cazador lo que acababan de decir en francés.
—Hagamos fuego nosotros —dijo el cazador—. Creerán que se trata de una salida de los sitiados, y cederán el terreno o aguardarán refuerzos.
El plan era bueno, pero fracasó. En cuanto los franceses oyeron el tiroteo, pareció que del suelo brotaban hombres, y el fuego de fusilería formó una línea que partía de la costa del lago y se prolongaba hasta el remoto límite del bosque.
En ese instante Uncás se dejó caer sobre el surco abierto por la bala de cañón.
El cazador se inclinó para examinarla y se puso en marcha de nuevo con gran rapidez. Luego se oyeron voces de mando, desde lo alto del fuerte:
—¡A sus puestos, soldados! Esperen que se vean los enemigos y entonces tiren bajo y barran la explanada.
—¡Padre! ¡Padre! —gritó una voz aguda, que salía de la niebla—. ¡Soy yo, Alicia! ¡Tu Alicia! ¡Salva a tus hijas!
—¡Deténganse! —gritó la voz que daba órdenes—. ¡Es ella! ¡Dios me devuelve a mis hijas! ¡Abran la surtida! ¡Cúbranlos!
Rechinaron los goznes enmohecidos del portón, y Duncan vio una larga fila de soldados con uniformes rojos, que caminaban hacia la explanada. Reconoció entonces su batallón: dio al músico el brazo de Alicia y se puso al frente. Y antes de que tuvieran tiempo de cambiar algunas palabras o hacer algún comentario, un alto jefe de imponente estatura, de aspecto marcial y de cabellos grises, salió de entre la niebla y estrechó a las dos jóvenes contra su pecho mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
Pasaron algunos días entre las privaciones, el tumulto y los peligros de una plaza sitiada. Munro carecía de medios suficientes de resistencia. Webb, con su ejército ocioso a orillas del Hudson, parecía haber olvidado por completo la situación crítica en que se encontraban sus compatriotas. El francés Montcalm había llenado los bosques con sus indios, cuyos alaridos y gritos de guerra resonaban en el campamento británico.
Al quinto día de sitio, el mayor Heyward, del 60, salió a uno de los baluartes para respirar el aire fresco del lago.
Las montañas lucían verdes, frescas, hermosas y ligeramente veladas por una tenue neblina. Ondeaban al viento dos pequeñas banderas blancas. Una, en el ángulo del fuerte más próximo al lago; otra, sobre una batería avanzada del campamento de Montcalm, emblema de la momentánea suspensión de hostilidades.
Duncan vio llegar a Ojo de Halcón custodiado por un oficial francés. El cazador se veía cansado y preocupado. Humillado por haber caído en poder de sus enemigos. El joven oficial se apresuró a reunirse con ellos. Algunos instantes más tarde estaba delante del comandante Munro, quien recorría a grandes pasos el angosto recinto con una expresión de inquietud y preocupación.
—Lo esperaba. Se anticipó a mis deseos, mayor Heyward —dijo Munro—. Iba a pedirle un favor. Montcalm ha hecho prisionero a su amigo Ojo de Halcón y me lo ha enviado con el triste mensaje de que «sabiendo cuánto estimo a ese individuo no podría pensar en retenerlo». Un modo hipócrita de hacer sentir sus desgracias a quien está en situación difícil.
—Las murallas se derrumban sobre nosotros y comienzan a escasear las provisiones —dijo Heyward —. La tropa está dando señales de descontento y de alarma.
—Lo sé —contestó Munro—. Pero mientras haya una esperanza de socorro, defenderé la fortaleza aunque sea con los pedregullos de la costa del lago. El marqués de Montcalm me ha invitado a celebrar una entrevista entre nuestras trincheras y su campamento con el objetivo de darme un informe complementario. Ahora bien; no creo que convenga mostrar un indebido deseo de verlo, así es que irás tú en mi reemplazo.