El último patriarca (2 page)

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Authors: Najat El Hachmi

Tags: #Drama

BOOK: El último patriarca
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No sabemos exactamente cómo ocurrió, pero lo que es seguro es que allí, en medio del patio de suave tacto bajo las plantas de los pies, rodeado de paredes encaladas, a la hora en la que todos deberían haber estado durmiendo la siesta, ¡plaf!, sonó la primera bofetada de Mimoun, que tenía que aprender a no ser tan consentido.

Y Mimoun soltó un grito de esos que ya no se oyen. De esos que empiezan con un chillido estridente que de repente se quiebra para que el silencio se vuelva pánico. El niño continúa con la boca más abierta que nunca, rojo, congestionado y con los ojos cerrados, pero no hay sonido. No hay aire. Parece que se esté muriendo sólo del susto y, lo que todavía es más terrible, parece que de ese dolor tan grande ya ni se acuerde de respirar. Son tan sólo unos segundos, pero se eternizan en la angustiosa espera del retorno a la vida. ¿Y si no vuelve? ¿Y si no vuelve? La abuela lo debió de sacudir, en nombre de Dios, en nombre de Dios, en nombre de Dios. Y aun así tardaba en volver. ¿Y si no vuelve? Le escuchaba el corazón, le escuchaba los pulmones, lo volvía a sacudir. Como si alguien hubiera apretado «pausa», el niño tardaba en volver, la abuela había notado que su propia sangre le bajaba toda hacia los pies y en el rostro sólo quedaba un calor que la sofocaba, el corazón le dejaba de funcionar por segundos. ¿Qué has hecho, desgraciado?

¿Qué le has hecho a mi hijo?

Pero Mimoun volvió, si no ¿de qué otra forma podríamos continuar esta historia? Volvió en sí y siguió llorando, con más fuerza que nunca, y la abuela dejó de detener su corazón para seguir temblando mientras se abrazaba al hijo. Y debió de llorar, sentada en el suelo y recitando una letanía. Balanceando el cuerpo adelante y atrás con el niño pegado a sus ropas. Y así, un buen rato.

No sabemos qué importancia tuvo este hecho insólito en la vida de Mimoun. La abuela siempre cuenta que aquello hizo cambiar a su hijo. Que los sustos recibidos de tan pequeños nos marcan para siempre, que el miedo se te mete muy dentro y se esconde en algún rincón desconocido. Hasta que se trasforma y se convierte en algo que tú no reconocerías nunca como miedo, como por ejemplo un puñetazo en la puerta o un arrancarte el pelo porque no te dejan hacer lo que quieres. La abuela siempre justificó el comportamiento poco usual de su hijo con esta historia. Siempre que Mimoun les provocaba algún quebradero de cabeza, ella volvía a contar lo mismo, pobre hijo mío. Sí, los sobresaltos se te meten muy dentro y se van transformando en la peor parte de todos nosotros, pero ya lo sabes, hija, que en el fondo tu padre es de buena pasta y nunca te haría daño. Es tan sólo eso, que los sustos nunca se le han ido del todo del cuerpo y eso lo ha hecho alguien diferente.

3

EL RIVAL NUMERO UNO

Mimoun habría sido un hombre normal si no fuera porque su infancia se vio salpicada por tantos incidentes poco usuales, el primero de los cuales fue el orden mismo de su nacimiento. Si tan sólo hubiera nacido antes que la hermana o después de su hermano, todo habría sido muy diferente.

Era un niño de piel morena, como tantos otros, de los que nacen feos, arrugados y tirando a azulados, y se van transformando con los días, tras el nacimiento. Pero él continuó muy moreno.

Dejando a un lado el incidente de la bofetada, ¡plaf!, sorda, Mimoun creció sin demasiadas anomalías. Sus tres hermanas eran mujeres de las de antes, de las que se encargan de la casa, de la familia, y sentían una devoción innata por el pequeño, aunque ellas no eran mucho mayores. Lo arropaban, lo acariciaban, ordeñaban la vaca cada mañana para que el niño tuviera leche fresca, y lo acostumbraron desde que nació a los masajes con aceite de almendra. Estaban por él, eran sus niñeras y él era su juguete.

Y así creció, rodeado de mujeres que lo protegían de todo. Si lloraba y el abuelo decía aquello de haced callar a ese niño, ellas corrían a regañarlo, sobre todo tras el incidente de la bofetada, ¡plaf! Que qué te has creído, que después de todo lo que te ha costado tener un hijo varón harás que del susto se le lleve el alma un
djin
[1]
y no se la devuelva nunca más.

Las hermanas no sólo le protegían del padre, también lo ponían a cubierto de las miradas de mujeres envidiosas que habrían maldecido la belleza de sus ojos y la latitud perfecta de esa peca tan oscura sobre el labio. Y de los vientos, del sol, de las eternas tardes de verano. Lo envolvían, lo ocultaban, siempre en la sombra.

Duran te el tiempo de la siega, las chicas hacían turnos para atárselo a la espalda como un fardo antes de encorvar el cuerpo con la hoz en la mano.

Y ocurrió de repente uno de esos hechos que harían de Mimoun alguien diferente de quien debía ser, un hecho que a día de hoy nadie conoce, o que quien lo conoce se lo guarda en silencio. A los tres años, cuando ya corría por los campos que rodeaban la casa encalada y conocía todos los rincones y espiaba a los animales y se metía entre los arbustos para buscar huevos de gallina, un nuevo personaje apareció en escena, inesperado. Hacía ya algún tiempo que a la abuela se le había hinchado la barriga hasta semejar una pelota grande, grande. Un día se le desinfló de golpe, tras oírla gritar toda la noche como si se fuera a morir o tuviera un dolor insoportable. A la mañana siguiente, Mimoun la fue a buscar y aún estaba tendida al fondo de la habitación, entre frazadas, rodeada de aquel olor a sangre o a cordero degollado mezclado con clavo de olor en vinagre.

Se acercó tras restregar los pies en la alfombrilla de la entrada de la habitación, sacudiéndose el polvo que el patio le había dejado en las plantas; se limpió con el dorso de la mano los mocos que le caían de la nariz, intuyendo que algo había cambiado.

La abuela estaba, pues, al fondo de la estancia, con el cinturón desabrochado, la ropa holgada como cuando se iba a dormir. La cabeza descubierta, las trenzas desmadejadas, los cabellos despeinados, escapándose del recogido.

Ven, hijo mío, ven, le debió de decir. Y la voz tenía un deje de ternura, mezcla de tristeza y alegría, que el niño le notaría después de cada uno de los siguientes partos. Como de cansada y satisfecha a la vez. ¿Quieres conocer a tu hermanito? Mira qué bonito es.

Y era un bultito, un lío de sábanas atadas alrededor de una personita muy pequeña a quien sólo se le veía la cara, toda ella enmarcada en blanco. Prisionero. Era la persona más pequeña que había visto hasta entonces, todavía más pequeña que él. Feo. ¿Por qué su madre decía que aquello tan azul y tan congestionado era bonito? Es feo, gritó Mimoun, y echó a correr mientras veía los brazos de la abuela ocupados por aquella especie de gusano gigante a punto de esconderse del todo dentro del capullo.

O quizá no se fue corriendo, quizá le dijo a la abuela que le dejara sentarse a él en su regazo. No podemos saberlo porque entonces no era la persona que es ahora y, después de todo, sólo era un niño.

Inocente, abandonado, desplazado a un segundo plano tanto por su madre como por sus hermanas, que corrían a coger en brazos al nuevo pequeño cada vez que lloraba. Abría esa boca como de viejo desdentado y gritaba con una fuerza que nadie habría atribuido a algo tan diminuto. El padre decía, mira, tu hermano es mucho menos llorón que tú, no despierta a nadie de madrugada. ¿Y qué harás cuando te pelees con él, quién será el ganador? ¿Tú o él, que es más pequeño? Si quieres que te acabe respetando y te llame
Azizz
[2]
, ya puedes imponerte.

Y fueron tantas las cosas que cambiaron con la llegada del segundo chico a la familia Driouch, que al final sucedió algo a lo que nadie supo dar una explicación y que algunos incluso atribuyeron a la aparición de un espíritu maligno.

Fue cuestión de un instante. Se presentó la oportunidad y Mimoun la aprovechó. El pequeño debía de tener un par de meses y lo habían dejado encima de las mantas de la habitación de las chicas mientras desayunaban en la parte de abajo, aprovechando la luz que dejaba entrar la puerta. La abuela todavía contaba los sueños de la última noche con una pierna estirada y otra doblada formando un ángulo bastante obtuso. Decía tener una especie de presentimiento.

Mimoun miraba al pequeño, lo miraba fijamente pensárselo demasiado, cogió uno de los almohadones y lo abrazó. El hermanito miraba a su alrededor y sólo veía sombras y colores, hasta que lo único que pudo ver fue el blanco de la suave tela y, aun después, al final, sólo la oscuridad que anticipa la pérdida de conocimiento.

Las mujeres todavía hablaban alegremente, todavía reían, mientras el pequeño, cada vez más pequeño, agitaba piernas y pies dentro del envoltorio de momia donde estaba preso. No hizo demasiado ruido. No, no hizo ruido, tan sólo dejó de hacer fuerza, de estar rígido. Y Mimoun se fue a jugar al patio delante de su madre, que después creyó que el niño había estado allí todo el rato, desde que había mojado el último trocito de pan dentro del plato de aceite de oliva y se había quedado flotando, empapado. Nadie había sido consciente de que había estado demasiado rato parado delante de su hermano pequeño.

Hasta mucho más tarde, cuando la abuela y sus hijas empezaron a recoger los platos del desayuno, a dejar el pan entre los trapos enharinados, y fueron a darle una ojeada al pequeño, nadie se dio cuenta de que no se movía. La paz que traslucía no tenía nada que ver con el sueño que le habían atribuido. No, en absoluto, no se imaginaron que aquel silencio era algo más que un sueño profundo.

Nadie recuerda haber visto a Mimoun rondar cerca del niño antes del fratricidio, ni siquiera sabemos si él, a día de hoy, recuerda algo.

4

MIMOUN ES ESPECIAL

Hay quien no recuerda si el rival número uno existió o no. Sobre todo porque la abuela se quedó de nuevo embarazada poco después y al bebé le pusieron el nombre de su hermano muerto, como marca la tradición. O sobre todo por la brevedad de su trayectoria vital, gracias a la cual iría directamente al cielo. No sabemos si Mimoun lo recuerda o no.

Lo cierto es que el rival número dos fue más fácil de soportar. También era feo y chillón, y hacía que todo el mundo estuviera pendiente de él a todas horas, pero Mimoun se había hecho mayor, había empezado a ir a la escuela y, lo más importante, había empezado a ejercitarse en el difícil arte de domesticar a las personas que lo rodeaban, de crear vínculos, que diría el zorro.

Con las mujeres no le costaba demasiado: sólo tenía que sonreír inclinando ligeramente aquella peca de latitud perfecta. Sus hermanas lo dejaban remolonear más de la cuenta entre las sábanas todavía calientes del fondo de la estancia; aún dormía con ellas, una a cada lado. Debían de dejarle más tiempo del que estaba estipulado en estos casos, porque les daba miedo que durmiera solo en la habitación que había de ser para los chicos o porque sufrían por su almita, más etérea y sensible de lo que suele ser normal, quizá a causa del incidente de la bofetada, ¡plaf! Fuese como fuese, todos tenían la certeza de que aquel niño no era del todo normal y que por cualquier motivo podía romperse en trocitos o deshacerse en cenizas. Sólo así se entendía que de vez en cuando le cogiera esa especie de rigidez en el cuello, rodase por el suelo con unos alaridos que hacían poner la piel de gallina y moviera piernas y pies frenéticamente dejando marcada su huella en el suelo. Y eso podía sucederle en cualquier lugar: mientras la abuela lavaba la ropa en el río y él no conseguía que el resto de mujeres lo dejaran chapotear dentro del agua estancada que habían formado para hacer la colada. Niño, saca tus sucios pies de aquí, debían de decirle. Y la abuela, cuando el espectáculo de Mimoun ya había empezado, debía de correr a increpar a las mujeres con las que compartía la tarea de batir las chilabas y los
seruales
contra la piedra y a pedirles que no le llevasen la contraria, que ese niño no estaba bien, ya lo veis, sobre todo no le llevéis la contraria cerca del agua, que es el peor lugar donde puede enojarse. Y así aprendió a identificar los momentos más peligrosos para su delicadeza de espíritu: cerca del agua, al despuntar el alba, alrededor de mediodía y, en especial, al anochecer, en ese instante de la jornada en que no se sabía si era de noche o de día.

Eso funcionaba con sus hermanas y su madre, claro, que eran capaces de entender la precoz sensibilidad de aquella criatura. El abuelo no debía de verlo así; seguramente corría zapatilla en mano cada vez que llegaba a sus oídos alguna de las rabietas de Mimoun, gritando dejádmelo a mí, a ese consentido, que le voy a curar todos los males y le haré salir todos los
djins
que lleva dentro; cuando vean lo que les traigo huirán corriendo. Pero no lo pillaba casi nunca: la abuela o cualquiera de las tías lo detenían a tiempo. Para cuando ellas no estuvieran, Mimoun aprendió a correr. A correr tan de prisa como le permitían sus pies sobre las piedras de los caminos polvorientos o de los campos yermos. Corría por lugares donde el abuelo no llegaba o bien lo hacía tan rápido que no podía alcanzarlo. Entonces el abuelo debía de decir eso de ya te atraparé, ya, tarde o temprano te cogeré y se te acabará cayendo la piel a tiras de tanto que recibirás. Pero cuando lo tenía cerca era ya difícil que se acordara de sus amenazas.

Y la abuela de vez en cuando lo llevaba a curar, convencida de la singularidad de su naturaleza. Lo conducía hasta aquella casa de una sola habitación, donde la esperaba una mujer envuelta en extraños olores que lo hacía sentarse muy cerca de ella. La señora, tatuada desde la parte inferior del labio hasta donde le comenzaba el vestido, amasaba durante un rato la alholva, molida con su propia saliva. Hacía
tfu
y escupía dentro del recipiente para continuar removiendo con los dedos gruesos, gruesos. Y le debía de poner una nuez de esa mezcla en la parte interna del codo y la golpeaba rítmicamente con dos dedos mientras invocaba en nombre de Dios, en nombre de Dios, en nombre de Dios. Como si fuera música. Hasta que de la mezcla pegajosa y adherida a la piel de Mimoun empezaban a salir unos vapores finísimos que se elevaban, arriba, arriba. ¿Lo ves?, debía de decir la mujer: todo eso que salen son sustos, señora mía. ¿Cómo querías que estuviera este niño? Mira, mira, cada vez más gordos, pobre hijo.

5

¡CORRE, MIMOUN, CORRE!

Mimoun no mostró nunca interés alguno por los trazos hechos encima de un papel que significaban algo, no les veía ninguna utilidad, y mientras su profesor garabateaba alifs, bas, tas y compañía sobre la pizarra, él soñaba con casetas para palomas y conejos que se reproducían sin morirse por una peste repentina. Ya en la mezquita, le aburrían las largas recitaciones de suras, a pesar de que el canturreo y el movimiento cadencioso a izquierda y derecha le habían llegado a parecer placenteros. Y también cómo elevaban el tono en algunas sílabas, antes y ahora, y cómo estiraban el cuello para hacer más graves las voces. Todo eso lo soportaba, seguramente, a pesar de la delgada rama de olivo que mantenía erecta el imán, siempre amenazante.

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