El último patriarca (8 page)

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Authors: Najat El Hachmi

Tags: #Drama

BOOK: El último patriarca
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La abuela le había puesto toda su ropa y un Corán pequeño encima de un gran pañuelo y había atado las puntas, pero Mimoun llegó con una maleta nueva de relucientes hebillas y debió de decir, ¿dónde quieres que vaya con eso, madre? ¿Es que te crees que voy a ver a uno de tus morabitos?

Su madre le dejó hacer. Al día siguiente, al despuntar el alba, la abuela ya lloraba, como hacía en todas las despedidas. Adiós, madre, dijo, y se debió de marchar corriendo para no sentirse el corazón encogido por la futura añoranza.

El abuelo lo acompañó hasta el barco, pasada la frontera, y lo debió de mirar de hito en hito antes de despedirse. Puede que Mimoun no supiera qué decirle y que no entendiera que lo iba a echar de menos, a pesar del incidente de la chumbera y de otros parecidos. Adiós, padre, le dijo besándole la cabeza. Adiós, hijo, debió de decir el abuelo, mientras lo veía desaparecer engullido por la pasarela del barco.

17

VIAJE

Si a los dieciséis años no se suele pensar en el matrimonio ni en formar una familia propia, aún es menos frecuente que alguien que no ha salido nunca del círculo formado por su pueblo y por la ciudad más cercana se decida a atravesar fronteras e ir a parar a un país desconocido.

Podríamos pensar que lo que empujó a Mimoun a penetrar en aquel enorme monstruo de hierro que flotaba encima del agua fue el amor, sería muy fácil explicarlo así, mediante la simple persecución platónica de la media naranja. Si no fuera porque hacía ya tiempo que Mimoun se movía con la firme convicción de que aquél no era el destino que le tocaba vivir. Debía de estar muy convencido si se metía en un lugar no sólo desconocido sino inimaginado del todo, por él y por los suyos. Mimoun pensaba que aquel que había escrito en su libro del hado: Mimoun vivirá aquí y sufrirá todas estas carencias, lo habría de guiar y escribir encima: Mimoun vivirá allí y será feliz.

Así pues, es muy probable que el verdadero motor del viaje de Mimoun fuese el convencimiento de que cualquier alternativa sería mejor que lo que ya tenía, que de hecho él debía de considerar que no era nada. Y a pesar de ser el último gran patriarca, no podemos dejar de imaginárnoslo atemorizado en la cubierta del ferry, aferrado con fuerza a la barandilla sin atreverse siquiera a mirar al mar.

Nos lo imaginamos acurrucado sobre una butaca, abrazando la maleta de relucientes hebillas o usándola como almohada para tratar de conciliar el sueño aunque sólo fuera unos instantes. No debió de dormir demasiado, preocupado por si alguien le robaba el dinero con que tenía que pagar el billete de autobús. Había quien hablaba como él, y a algunos, pocos, los entendía. Había quien hablaba español, y él sólo conseguía recordar los insultos que su padre gritaba en esta lengua, aprendidos cuando trabajaba para ellos.

Recordaría al abuelo incluso con pena, plantado allí, al principio de la pasarela, pero no se habían dicho nada que no fuera adiós, padre, o adiós, hijo.

Antes de embarcar le habían dado las instrucciones precisas desde el otro lado del hilo telefónico: Barcelona, Mimoun, tienes que encontrar el autobús que lleva a Barcelona. Ya lo verás, paran todos en el puerto y van por toda España, pero a Barcelona sólo hay uno. No te equivoques.

Mimoun se debía de imaginar subido a un autobús que lo llevaba a un lugar donde no conocía a nadie y prestó más atención a la voz ronca, intentó memorizar el nombre de la ciudad que lo esperaba. Y baja en la estación del Norte, yo te estaré esperando, estación del Norte.

Lo había retenido todo y los nombres le resonaban en la cabeza mientras el barco se balanceaba. Mimoun no sabía cuál era el grado de movimiento normal y no habría sabido si se estaban balanceando demasiado y cuál era el punto en el que su vida correría peligro. No pienses en ello, no pienses en ello, y seguía comiéndose los huevos duros que su madre le había preparado para el viaje, con ese pan que tardaría tanto tiempo en volver a saborear.

Se debió de despertar con el hilillo de saliva que le bajaba por la comisura de los labios hasta la maleta y se secaría apresurado pensando que aún dormía en el suelo de su habitación. Miró a su alrededor y vio algunos cuerpos tumbados encima de la moqueta, envueltos en mantas o sábanas y con sus pertenencias muy cerca. Vio a un camarero de las cabinas que pasaba por allí con una bandeja en la mano y así recordó dónde estaba y hacia dónde iba. Preguntó la hora; debía de faltar poco para llegar al puerto. Por los pasillos había montañas de sábanas blancas que la tripulación iba sacando de las camas ya vacías.

Al bajar del barco se dio cuenta de que la luz de aquel país era ligeramente distinta y que los edificios no estaban encalados y eran más altos de lo que estaba acostumbrado a ver. Había seguido a alguien que se apresuraba hacia lo que parecían unas consignas con diferentes anagramas. Aquí no, si has de ir a Barcelona vete al otro, le había dicho un señor de mediana edad en su propio idioma. Venga, ve hacia allí.

Una chica repeinada y vestida con un uniforme azul le decía algo mientras él repetía: Barcelona, Barcelona. Ella siguió hablando y él cogió el fajo de billetes que llevaba encima y lo hizo resbalar bajo el cristal que los separaba:
Barciluna, Barciluna
, pedía. La chica sonrió, le devolvió parte del dinero junto con un billete alargado y señaló hacia la derecha. Mimoun debió de dudar antes de dirigirse hacia donde apuntaba la uña brillante de la chica.
Barciluna
, pedía. Le cogieron el billete de las manos, lo rompieron y le dieron la mitad, haciendo un gesto con el pulgar como diciendo, sube.

Mimoun debió de pasarse todo el viaje pegado al cristal, aún con el vaivén del barco acompañándolo, ese ruido de las máquinas metido en la cabeza y ahora el del autobús. A ratos se adormilaba, a pesar de la excitación. Tenía para muchas horas, pero perdió la noción del tiempo. De vez en cuando se detenían, salían a fumarse un pitillo, y el conductor incluso le sonrió, y le dijo algo que él no pudo entender. Maldito judío, seguro que me debes de estar insultando con esa sonrisa tan falsa, pero Mimoun le devolvía el gesto.

Estaba ya oscureciendo cuando entraron en aquella ciudad inmensa, la más grande que Mimoun había visto hasta entonces y que dejaba en ridículo a su capital de provincia. Los edificios de tonos grises se encaramaban tan alto que no tenía tiempo de buscarles el final con la mirada desde el cristal de su ventana. Y se sucedían uno junto a otro sin dejar nunca vacío alguno entre ellos; parecía que la secuencia hubiera de ser infinita. Por mucho que se esforzara por ver el final de las calles en el horizonte no lo conseguía. Desde la carretera la gente parecía más pequeña, se movía apresurada por las aceras pegada a esos bloques de cemento tan enormes, sin miedo a que se les pudieran caer encima.

Mimouil ya ni se acordaba de que tenía que bajar del autobús, absorto en su contemplación, cuando oyó gritar al conductor: estación del Norte, estación del Norte, ésa era su parada. Bajó y cogió la maleta del compartimento lateral del vehículo, y sólo vio un montón de autobuses a su alrededor, con mucha más gente como él que trataba de buscar a alguien conocido y con otros que se dirigían hacia la parada de taxis.

Estación del Norte, Barcelona, le había dicho la voz desde el otro lado del teléfono, y él estaba seguro de recordarlo así. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no venía? ¿Se habría olvidado?

Cuando ya empezaba a desesperarse lo vio venir, de lejos, mejor vestido de lo que lo había visto jamás, con la piel más clara, y lo abrazó muy fuerte. Bienvenido a España, Mimoun, le dijo aquella voz ronca que tantas y tantas veces le había repetido eso de estate quieto, Mimoun, que no te haré daño, hombre, estate quieto.

18

TE LLAMARÁS MANEL

Ésa no era la ciudad donde viviría, estaba aún más lejos. Su tío no paraba de agarrarlo por los hombros, de tan contento que estaba porque alguien de la familia lo hubiera seguido hasta allí. Echarás de menos muchas cosas, Mimoun, pero ya verás que habrá otras que te compensarán. Cogieron un taxi para cambiar de estación y tomar un tren que los llevaría hasta una ciudad más pequeña, más silenciosa que la que acababan de cruzar.

Mimoun se debió de asustar al pasar con el tren por aquel puente tan alto, sin entender que se pudiera construir una vía a esas alturas, y todavía se asustó más cuando el tren aminoró la marcha y empezó a balancearse. No sufras, chico, yo he pasado por aquí un montón de veces, y aunque no lo parezca, no se cae, el tren no se cae.

Por si acaso, Mimoun debió de apartar la mirada del paisaje, concentrado en el asiento que tenía delante. Mañana mismo te llevaré a conocer a mi jefe, ya lo verás, trata muy bien a sus trabajadores y podrás aprender mucho. Aquí se construye de otra forma, Mimoun, con máquinas que te hacen las tareas y materiales de primera. ¿Te imaginas no tener que hacer la pasta? ¿Te lo imaginas? Pues aquí hay una máquina que va rodando todo el rato, sólo tienes que poner el agua, el cemento y la arena, y ella lo hace por ti, ni palas ni nada de nada.

Llegaron a aquella ciudad que exudaba olores extraños. Son los cerdos, había dicho el tío, en este maldito país comen tantos cerdos que algo tienen que hacer con sus meados, y como no tienen bastante con comérselos riegan los campos con sus perfumes. Esa fetidez le molestó especialmente hasta que llegó al piso donde iba a vivir, y por un momento quizá incluso pensó en volver. No eran sólo los cerdos, eran las curtidurías que rodeaban la casa de paredes llenas de humedad, suspendida encima del río. Otra actividad a la que se dedican en esta ciudad es trabajar la piel de los animales para hacer zapatos, bolsos y chaquetas.

El hedor se parecía al que despedían las pieles de conejo de la abuela cuando las ponía en remojo con harina y agua hasta que se caía todo el pelo y le servían para hacer los panderos que utilizaban en las fiestas. El mismo hedor pero multiplicado y multiplicado y que se te metía en la nariz y ya no salía nunca más.

Te puedes quedar en esta habitación, Mimoun, tuvimos un gitano que vivía con nosotros, pero decidió volver con los suyos. Ya lo ves, éste es nuestro reino, sin mujeres y sin nadie que nos haga las tareas de la casa.

Mimoun vio el rincón del comedor destinado a hacer de cocina, con una pila de platos amontonados y unas moscas sobrevolando en círculos; se dio cuenta de que la pintura del comedor se agrietaba por doquier y que en algunos puntos llegaba a desprenderse de la pared, que la tenue luz entraba por las dos ventanas de la sala, porque en aquella ciudad la luz no tenía demasiada fuerza, pero también porque los cristales estaban empañados de polvo y salpicados de grasa aquí y allá.

Mimoun debía de oír aún el ruido de tantas horas de autobús, su cuerpo parecía continuar en movimiento cuando su tío le dijo, venga, vete a dormir que mañana nos tenemos que levantar muy temprano. Mimoun debió de entrar en aquella diminuta alcoba y se desvistió antes de meterse en esa cama que chirriaba. La almohada y las sábanas olían a otras personas. A otras personas que habían dormido allí noches y noches, y si no fuera porque estaba rendido le habría costado mucho conciliar el sueño.

Todavía estaba oscuro cuando salieron al día siguiente. Mimoun pasaba frío con la chaqueta que se había traído de casa, la única que tenía y que había utilizado muy pocos inviernos, cuando las temperaturas bajaban en el pueblo. No era suficiente abrigo para una mañana que helaba; cuando cobres ya te comprarás unos guantes y una bufanda, le había dicho su tío.

Caminaron de prisa para combatir el temblor de piernas bordeando las murallas de piedra, bajaron la calle Montserrat y continuaron caminando durante al menos una hora y media por un camino sin asfaltar, rodeados de campos cubiertos de escarcha. Trabajamos en otro pueblo, pero ahí sólo tenemos para unos meses, después ya veremos dónde nos lleva a trabajar el jefe.

Mimoun debía de estar medio atemorizado y medio emocionado por tantas cosas nuevas, a pesar de que acab ría siendo el último gran patriarca. Ven, que te presentaré al jefe, y vio a un hombre de piel muy clara, como rosa, sin pelo. Gordo, enorme, con los pantalones abrochados por debajo de la barriga y la raya del pelo pegada a la oreja para tratar de disimular la calvicie. Puede que se le hubiera puesto esa cara de tanto comer cerdo, o quizá es que en ese país todos eran así.

El tío habló un rato con él y finalmente el jefe lo repasó de arriba abajo. Dice que estarás a mis órdenes y que me ayudarás en todo lo que haga; si te pregunta, di lo que pone en tu pasaporte, que tienes dieciocho años. Mimoun seguramente pensó que si le preguntaba algo no entendería nada, y le debió de empezar a coger manía justo en el momento en que lo había repasado de arriba abajo como midiendo el provecho que le podía sacar.

Mimoun empezó a llenar la máquina de amasar con la pala en las manos y sintió que aquél no era todavía su destino, lo que le tocaba vivir. Por cierto, le había dicho su tío, como le cuesta mucho decir tu nombre, dice que a partir de ahora te llamarás Manel.

19

LAS PUTAS NO SON IGUALES EN TODAS PARTES

Los primeros tiempos fueron difíciles, cuenta siempre Mimoun, no penséis que todo era como ahora, que vosotros lo tenéis todo hecho. Los primeros tiempos debieron de ser difíciles para todo el mundo, porque no había demasiados como Mimoun, que ahora se llamaba Manel, ni demasiados como su tío. De modo que mientras no pudo ejercer el talento natural que mostraba con elocuencia en su lengua madre, se tuvo que conformar con mostrar su encanto sólo con la latitud exacta de su peca sobre el labio y con esos ojos, que por aquella zona resultaban bastante exóticos.

Todavía era exótico ver a un moro en medio de una ciudad tan de interior y bastante a menudo había quien se volvía y se lo quedaba mirando con la mano tapándose la boca para no mostrar más de la cuenta la sorpresa. Sobre todo las señoras, queTecordaban historias de magrebíes asesinos durante la guerra que habían cortado cabezas a todo aquel que se les ponía por delante y que las colgaban después por el pelo en medio de la plaza. O al menos eso era lo que se había oído decir.

Pero en los primeros tiempos, Manel no se dio demasiada cuenta de cómo sorprendía su presencia ni podía saber qué pensaban de él sus vecinos o sus compañeros de trabajo. No entendía su lengua y bastante tenía con aprender las cuatro frases rudimentarias que le servían para comprender las órdenes del jefe o para pedir algo de comer en el restaurante.

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