El último patriarca (12 page)

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Authors: Najat El Hachmi

Tags: #Drama

BOOK: El último patriarca
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SIN TI ME MUERO

Después de su primer embarazo, la cara de madre no volvió a ser la misma. Las manchas oscuras que aparecen entre el sexto y el noveno mes y que se van a las pocas semanas del parto, a ella no se le borraron jamás. Ni esa línea oscura que iba del ombligo hasta el pubis.

Dicen que madre se dejó enredar por Fatma, pero debía de tener otros motivos para engañar a padre con eso de las pastillas y que después ocurriera el incidente de la chilaba del abuelo segundo, que le dijo ven y ponte lo que yo llevo encima para no tenerte que quedar ni con el vestido que él te compró. Desde que sucedió todo aquello madre ya se supo del todo domesticada y el gran patriarca empezó a ejercer como tal.

Madre debía de pasar vergüenza al ver que su bebé creCía y que la ropa se le iba quedando pequeña. Le decía, Mimoun, mira al niño, Mimoun, necesita ropa. Él la miraba de reojo, amenazador, o bromeaba diciendo que el conjunto que llevaba le sentaba muy bien, cuando le quedaba a media pierna o a medio brazo, y que eso se acabaría poniendo de moda. Mimoun, el niño pronto no tendrá bastante con mi leche.

Y el niño iba creciendo y Mimoun seguía trabajando en días esporádicos, se gastaba el dinero en la ciudad, pagando cara la cerveza en el mercado negro y también a alguna mujer de esas que le hacían cosas que madre no debía hacer. Sólo de vez en cuando, para variar, porque aún tenía a Fatma y a alguna otra chica del pueblo.

Hasta que madre ya no supo qué hacer para vestir al pequeño y el abuelo se dio cuenta de ello. Un día llegó de la ciudad con un montón de paquetes y le lanzó uno a madre: esto lo tendría que comprar tu marido. Ella se moría de vergüenza por el hecho de que el orden de las cosas fuera el inverso al que debía ser, que en vez de ser ella la que comprase regalos para su suegro fuera él quien les echara una mano en necesidades tan básicas.

Y todavía le dio más vergüenza enterarse de que el abuelo sabía lo de las borracheras, los porros y las mLÜeres de la capital de provincia. Madre siempre cuenta que pasaba por el patio con la cabeza gacha cuando él estaba en casa y que a menudo ni siquiera se atrevía a mirarle a los ojos.

Cuando estaba de buen humor, el abuelo le contaba lo de las cabras y el río, y le decía que todo lo que estaba ocurriendo no era culpa de ella, que era Mimoun el responsable de mantener a su familia y que si no lo hacía, ella era tan sólo una víctima. Pero cuando tenía un mal día era capaz de dejar de utilizar su nombre y llamarla todo el rato negra o algo peor. Seguro que la abuela lo interrumpía y lo abroncaba mientras madre, que pecaba de sensible en situaciones como ésas, huía corriendo a su habitación para llorar sin cesar. Le dolía más aquello que los golpes de Mimoun.

Cuando ya estaba pensando en dejar de amamantar a su hijo, de casi dos años, pensó también que otro embarazo todavía complicaría mucho más el panorama. Fue entonces cuando dicen que Fatma la enredó.

Ella le debió de contar eso de las nuevas pastillas que te las tomas y no te quedas en estado, una cada día hasta el día que hace veintiuno y después las dejas una semana para que te venga la regla. Lo había hablado con su suegra, a quien se lo contaba todo. No sé, no sé, debía de decir la abuela ante un invento que aún ahora le parece desconcertante. La función natural de una mujer es tener hijos, pero es evidente que en esta familia no nos conviene una boca más para alimentar. Así pues, la abuela sacó los ahorros que tenía de la venta de los huevos de sus gallinas y se los dio a su nuera para que comprase los anticonceptivos. Fatma se encargó de todo y madre no paraba de repetirle, sobre todo que no lo sepa Mimoun, hermana, sobre todo. Y ella decía que me muera ahora mismo si de mis labios sale una sola palabra.

Madre estuvo bastante tiempo sin amamantar a su hijo y sin quedarse embarazada, puede que pasaran algunos meses hasta que sucedió lo que llevó a todos al incidente de la chilaba.

Madre aún no se explica que su marido descubriera el secreto, pero es evidente que tener de cómplice a la amante del susodicho no era garantía de nada. Dice que estaba coloc"ando la ropa doblada dentro del armario cuando vio entrar a Mimoun con esa cara que ponía apretando lamandíbula. ¿Qué pasa?, dijo madre mucho antes de que él levantara la mano. Con el tiempo aprendes a intuir las tormentas, de tantas que has visto. ¿Es que me quieres dejar sólo con un hijo? ¿Por qué no me la cortas, de paso? ¿Dónde están? ¿Dónde están? Ella quizá dijera qué o quizá fuese directamente a buscar las pastillas por miedo a que, si se negaba, aún la hiciera sufrir más.

Madre siempre cuenta que no se acuerda con qué ni cómo le pegó y que ésa no fue la peor paliza de todas, pero, por algún motivo, por algún clic que se le debió de activar en algún sitio, ella dijo basta.

Así, cuando acabó de recibir, cuando se enjugó las lágrimas y la saliva que le había resbalado por la boca, cuando se puso en pie y se recompuso la ropa, fue a buscar al abuelo y le dijo: llévame a la casa de donde un día vine.

La abuela ya debía de llorar, que yo no te quiero perder, que ya eres una hija para mí. Mimoun la oyó: lárgate, hombre, y que te aguante tu padre, ¿o es que crees que te querrá algún otro hombre con esa cara manchada? Las tías se debieron de sentir medio huérfanas y el abuelo sólo movió la cabeza de un lado a otro mientras se llevaba una mano a la frente: este hijo mío nunca ha valorado lo que Dios le ha dado. No sé cómo le di mi palabra a ese hombre de honor y firmé el infortunio de esta pobre criatura. Todavía no sé por qué tuvimos que hacer caso de esa bestia. Llama a mi padre y que me venga a buscar, repetía madre.

El abuelo segundo no tardó en acudir y encontró a su hija sentada cerca de la puerta, esperándolo. Nada más verlo debió de llorar más que nunca, pensando en cuánto lo había echado de menos y en cuán lejos quedaba aquel mundo que era el suyo y de donde se había sentido expulsada.

Vamos, dijo el abuelo segundo. Vamos, hija, que yo no te he dado en matrimonio para que te marquen de esa forma, que en mi casa no tratamos así ni a los animales. Vamos, que mientras yo viva no te faltarán el pan y el agua imprescindibles para vivir, puedes estar segura. Quítate la ropa que llevas y dejásela a su propietario, yo te daré mi chilaba de lana, que me la quito ahora mismo, para que no se diga que te llevaste algo de esta casa.

La abuela seguramente dijo no, por favor, señor Muhand, ¿es que no veis que mi hijo está enfermo? Y le dedicó un besamanos empapado en lágrimas.

Dicen que Mimoun se escondió del abuelo segundo, al que temía más que a nadie, y que lo oyó desde el interior de una de las habitaciones. Se estremeció al imaginarse sin su mujer, o al menos eso es lo que siempre cuenta. Puede que saliera cuando su esposa ya se marchaba, montada encima del burro, y dicen que fue una de las pocas veces que pidió perdón, tanto a ella como a su suegro. Los que lo oyeron dicen que parecía arrepentido del todo y que no paraba de decirle a madre que si ella se iba él se moriría poco después, que me perdones, que me perdones, que todo eso no volverá a pasar nunca más, que me curaré, que te prometo que me curaré. Suegro, no me la quites si no quieres acabar conmigo, por Dios y por todos tus antepasados, ya me he acostumbrado a ella y quiero que sea la madre de mis hijos. ¿Qué haré con este niño si lo dejáis sin madre?

En aquel preciso momento tanto nuestros destinos como el de ellos dos podrían haber virado hacia caminos muy diferentes, fue el instante en que hubiéramos podido ser o no ser, hubiéramos podido existir o no.

Si madre hubiese decidido continuar el viaje con su padre, las cosas habrían sido muy diferentes. Pero desmontó de la silla poco después de mirar al abuelo segundo y dudó, y con las lágrimas casi secas entró en la casa. Así es como nosotros, y todo lo que vendrá luego, fuimos posible.

28

HASTA LUEGO

Madre ya estaba embarazada de su segundo hijo y cuenta que con aquel embarazo le sangraban las encías y las piernas se le hinchaban hasta el extremo de que no podía ponerse ni los zapatos. Que durante el verano se le hizo muy pesado y que Mimoun estaba más insoportable que nunca, que había llegado a traerse a casa latas y más latas de cerveza en vez de bebérselas en la ciudad. El abuelo sólo podía mover la cabeza de un lado a otro porque Mimoun ya empezaba a ser el gran patriarca que le tomaría el relevo.

Hasta que un día Mimoun volvió a decir me voy, me tengo que ir, pero en esta ocasión no se lo dijo a la abuela, sino a madre. Que yo no me puedo quedar más aquí, ¿es que no ves que estoy rodeado de envidias que me obligan a hacer los disparates que hago? Todas me desean y me hacen daño sólo con mirarme, ¿ves cómo me hacen daño? Tengo que irme.

La abuela había dicho eso de ni se te ocurra. Pero madre no le hizo caso, hurgó entre la ropa bien doblada de su armario de lunas y sacó una de las piezas del juego de los siete brazaletes de su dote. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Su madre siempre le había dicho que lo último que ha de hacer una mujer en la vida es malbaratar su dote. Le dijo eso la última noche que pasó en casa del abuelo segundo, tu dote será tu única garantía cuando ya no te quede nada más. Si tu marido te falla, tu padre muere y no tienes otro remedio, vende las joyas y trata de sobrevivir tanto tiempo como puedas con lo que te den por ellas. Si tu marido todavía te quiere o tu padre aún está vivo, haz como si todo esto no existiera, no pienses nunca en su valor actual.

Pero Mimoun se lo había pedido. Me tienes que ayudar a salir del perverso mal de ojo de todas esas brujas que me asedian día y noche, sólo te tengo a ti. A aquellas alturas madre ya se sabía lo de «en el fondo es de buena pasta» que en tantas ocasiones nos explicó a nosotros, y se debió de enternecer al verlo tan desesperado.

Tendrás una niña, estoy seguro de que esta vez será niña, decía mientras miraba como ella le preparaba la maleta de hebillas ya no tan relucientes. Como debían de estar todas las hermanas reunidas para despedirlo, seguro que aquella noche pegó algún puñetazo contra la pared, como reacción a algún comentario del abuelo acerca del modo en que estaba echando a perder su vida o de qué haría él con una mujer embarazada y su niño en casa, sin marido y sin padre, que eso no sería bueno para nadie.

Mimoun se despidió llorando de las mujeres de la casa, pero al abuelo, por lo que cuentan las tías, puede que no le dijera ni adiós, padre. Y en vez del abuelo, fue su cuñado quien lo acompañó hasta la frontera. Ándate con ojo y no te metas en berenjenales, y piénsatelo dos veces antes de utilizar el manubrio, le había dicho mientras le señalaba con los ojos la bragueta, arqueando las dos cejas.

Mimoun no estaba seguro de poder atravesar el paso fronterizo sin problemas. El nuevo pasaporte era idéntico al anterior, la misma foto, los mismos apellidos, pero diferente número. Aquel funcionario malnacido le había sacado mucho dinero por la falsificación. ¿Y si lo tenían apuntado en alguna lista? ¿Y si no podía volver a entrar y la vida se le continuaba haciendo tan insufrible en ese lugar que no era su destino?

El guardia vestido de caqui de la aduana marroquí miró el pasaporte de cabo a rabo y le lanzó una media sonrisa. Mimoun pensó que había reconocido la falsificación, tú también debes de haber hecho, ¿verdad, hijo de puta? Pero entonces le soltó la bromita acerca de su apellido: Driouch, ¿eh? ¿Qué os creéis vosotros, que venís de la península Arábiga o qué? Mimoun hizo un esfuerzo por esbozar otra media sonrisa, ésta llena de rabia contenida.

Esperando en elpaso español lo había visto más claro. Se había acercado al hombre uniformado con la piel como de color oliva, le había dado el documento y había esperado. Esperado. Esperado. Esperado. Le pareció que el tiempo se enlentecía hasta parecer detenido, no, todavía no me he muerto, me siento los latidos del corazón más que nunca. ¿Qué haría si lo obligaban a volver atrás de nuevo? El guardia dijo pase, pero él aún debía de estar pensando en lo que haría si tenía que volver. Pase de una vez, que hay cola.

Tenemos que decir que Mimoun disfrutó de aquel viaje más que del primero. Se paseó tranquilo por la cubierta del barco, pidió una cerveza en la barra y le guiñó el ojo a más de una desconocida. Sabiendo cómo suele ser de convincente cuando está de buen humor, puede que incluso llegara a llevarse alguna chica al camaroty lo hicieran en la estrechez de la litera. Cuanto más mayor se hacía, más aumentaba su destreza con las mujeres, quizá porque las iba conociendo mejor o quizá porque sabía elegir a las que seguro que eran presas fáciles.

También disfrutó más de ese segundo viaje porque sabía que tenía a madre controlada, aunque se hubiera fiado más del padre de ella que del abuelo, que siempre la defendía, según él. Le tranquilizaba relativamente el hecho de que el rival número dos, que se llamaba como el rival número uno, hubiese ido a estudiar a la ciudad y sólo volviera a casa por vacaciones.

Mimoun pudo decir algo más que
Barciluna, Barciluna
a la chica que vendía los billetes del autobús, y no le había costado tanto reconocer la parada donde tenía que bajar.

Cuando todavía pensaba en las promesas de madre, aquel tío que le decía estate quieto, Mimoun, le abrió la puerta del piso junto al agua. Le habría gustado que hubieran sido promesas hechas espontáneamente, una señal de amor por su parte, pero ella era reservada y fue él quien tuvo que hacerle decir todo lo que quería oír. No saldrás de casa si no es para ir al cementerio. No tengo problema alguno en que tus padres te vengan a visitar, o tu hermano, no me importa. Pero tú no saldrás de aquí hasta que yo vuelva. Piensa que en cuanto des un paso en el patio de fuera yo ya lo sabré, por lejos que esté. Debes jurármelo por tus padres y por tus hijos. Júramelo y me iré pensando que tengo a la única mujer decente del mundo.

Ella lo juró, con la voz rota, sabiendo que si no cumplía su promesa los seres a los que más quería sufrirían las consecuencias. Mimoun pensaba que esa separación pondría a prueba los vínculos que había creado con su mujer y así se vería si ya la había domesticado lo suficiente.

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BIENVENIDO

Continuaban los mismos hedores y la pintura de las paredes del comedor aún se agrietaba de vez en cuando. Mimoun había empezado a trabajar, entusiasmado, pero no en la anterior empresa. Su tío lo había recomendado a otro constructor de la ciudad capital de comarca y le había repetido eso de vigila donde te metes. Cuando se lo proponía era un buen trabajador, se cargaba a la espalda sacos de cemento de cincuenta kilos sin demasiados problemas y había llegado a hacer demostraciones de fuerza delante del público de la obra para mostrar cómo era capaz de ir arriba y abajo con aquello encima como si nada.

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