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Authors: Paulo Coelho

El vencedor está solo (31 page)

BOOK: El vencedor está solo
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Respuesta no lógica: siempre hay alguien que piensa de manera distinta que los demás. Es preciso, en cuanto sea posible, dar todas las explicaciones necesarias, organizar una entrevista colectiva, pero sólo para hablar del crimen de la productora americana en un banco del muelle; de ese modo, los demás incidentes serán momentáneamente olvidados.

Han asesinado a una mujer importante del mundo del cine. ¿A quién le importa la muerte de una chica anónima? En ese caso, todos llegarán a la misma conclusión que él, ya desde el principio de la investigación: muerte por sobredosis.

No hay riesgo.

Volvamos a la productora cinematográfica; puede que no sea tan importante como piensa, de lo contrario, el comisario ya estaría llamándolo al móvil. Hechos: un hombre bien vestido de aproximadamente cuarenta años, de pelo grisáceo, que estuvo hablando con ella durante algún tiempo mientras miraban el horizonte y eran observados por el joven escondido detrás de las piedras. Después de clavarle un estilete con la precisión de un cirujano, se aleja caminando lentamente, y ahora ya andará por ahí entre cientos, miles de personas parecidas a él.

Apaga la sirena durante unos momentos y llama al inspector suplente que se quedó en la escena del crimen y al que deben de estar interrogando en vez de ser él el que interroga. Le pide que les diga a sus interrogadores, periodistas que siempre confunden con sus conclusiones precipitadas, que están «prácticamente seguros» de que se trata de un crimen pasional.

—No digas que estás seguro. Di que, dadas las circunstancias, se puede concluir eso, ya que ambos estaban juntos, ligando. No se trata de robo ni de venganza, sino de un dramático ajuste de cuentas por problemas personales.

«Asegúrate de no mentir: grabarán tus declaraciones y podrán utilizarlas más tarde en tu contra.

—¿Y por qué tengo que decir eso?

—Por las circunstancias. Y cuanto antes se sientan satisfechos con alguna explicación, mejor para nosotros.

—Me preguntan cuál fue el arma del crimen.

—«Todo indica» que fue un puñal, tal como dijo el testigo.

—Pero no está seguro.

—Si el testigo no sabe lo que vio, ¿qué vas a decir tú, aparte del «todo indica»? Asusta al chico; dile que sus palabras también las están grabando los periodistas y que más tarde se podrán utilizar en su contra.

Cuelga. En breve, el inspector suplente empezará a hacer preguntas inconvenientes.

«Todo indica» que fue un crimen pasional, aunque la victima acabara de llegar a la ciudad, procedente de Estados Unidos. Aunque se hospedara sola en la habitación del hotel. Aunque, por lo poco que había conseguido averiguar, su único compromiso fuese una reunión sin mayores consecuencias durante la mañana, en el mercado abierto de películas que hay al lado del Palacio de Congresos. Los periodistas no tendrían acceso a toda esa información.

Además, había algo mucho más importante que sólo él sabía; nadie más de su equipo, nadie más en el mundo.

La víctima había estado en el hospital. Hablaron un rato y la mandó marcharse... a la muerte.

Vuelve a poner la sirena para que el ruido ensordecedor aparte cualquier sentimiento de culpa. No, no fue él quien clavó el estilete en su cuerpo.

Claro que puede pensar: «Tal señora estaba allí, en la sala de espera, porque está vinculada a la mafia de la droga, y quería saber si realmente el asesinato había salido bien.» Es coherente con la «lógica», y si le comenta el encuentro casual a su superior, investigarán en esa dirección. Claro que puede ser verdad; la habían matado con un método sofisticado, igual que al distribuidor de Hollywood. Ambos eran americanos. Ambos habían sido asesinados con instrumentos puntiagudos. Todo indicaba que se trataba del mismo grupo, y que ambos tenían relación entre sí.

¿Puede ser que se equivoque y que no haya ningún asesino en serie en la ciudad?

Porque tal vez la chica que habían encontrado en el banco, con marcas de asfixia provocadas por manos experimentadas, hubiera entrado en contacto la noche anterior con alguien del grupo que había ido allí para reunirse con el productor. Tal vez vendiera otras cosas, aparte de las que solía exponer en la calle: drogas.

Imagina la escena: los extranjeros llegan para arreglar cuentas. En uno de los muchos bares, el distribuidor local le presenta a la chica de las cejas espesas a uno de ellos, «que trabaja con nosotros». Se van a la cama, pero el extranjero ha bebido más de lo que debía, tiene la lengua suelta, Europa tiene un aire diferente, pierde el control y habla más de lo que debería. Al día siguiente, ya por la mañana, se da cuenta del error y le encarga al asesino profesional —que siempre acompaña a bandas como ésa— que resuelva el problema.

En fin, todo perfectamente claro, encaja, sin lugar a dudas.

Todo encaja tan claramente que, precisamente por eso, no tiene ningún sentido. No era probable que un cártel de cocaína hubiera decidido saldar sus cuentas en una ciudad que, por culpa del evento que allí se celebraba, había movilizado a numerosos policías extras llegados del resto del país, además de los guardaespaldas privados, de los guardias de seguridad contratados para las fiestas, los detectives que se encargaban de vigilar veinticuatro horas al día las carísimas joyas que circulaban por las calles y los salones.

Y si ése era el caso, también sería bueno para su carrera: los ajustes de cuentas de la mafia atraían tantos focos como la presencia de un asesino en serie.

Puede relajarse; en cualquier caso, obtendrá la notoriedad que siempre creyó que merecía.

Apaga la sirena. En media hora ya ha recorrido casi toda la autopista, ha cruzado la barrera invisible y ha entrado en otro país; está a unos minutos de su destino. Pero su cabeza está pensando en cosas que, teóricamente, deberían estar prohibidas.

Tres crímenes en el mismo día. Sus oraciones estaban con las familias de los fallecidos, como dicen los políticos. Evidentemente es consciente de que el Estado le paga para mantener el orden, y no para alegrarse cuando alguien rompe ese orden de manera tan violenta. Para entonces, el comisario debe de estar dándose de cabezazos contra la pared, consciente de la enorme responsabilidad de resolver dos problemas: encontrar al criminal (o criminales, porque puede que aún no esté convencido de su tesis), y apartar a la prensa. Todos están muy preocupados, las comisarías de la zona ya han sido avisadas, los coches están recibiendo a través del ordenador un retrato robot del asesino. Es probable que algún político vea interrumpido su merecido descanso, porque el jefe de policía cree que el asunto es muy delicado, y quiere delegar la responsabilidad a esferas más altas.

El político difícilmente caerá en la trampa, diciendo que se limiten a hacer que la ciudad vuelva a la normalidad cuanto antes, ya que «millones o cientos de millones de euros dependen de eso». No quiere enfadarse; tiene asuntos más importantes que atender, como la marca de vino que servirá esa noche a los invitados de alguna delegación extranjera.

«¿Y yo? ¿Voy por el buen camino?»

Vuelven los pensamientos prohibidos: es feliz. El momento más importante de toda su carrera dedicada al papeleo y a encargarse de asuntos irrelevantes. Nunca imaginó que una situación semejante lo haría ponerse tan eufórico como está ahora: el verdadero detective, el hombre que tiene una teoría que va en contra de la lógica, al que acabarán condecorando por ser el primero en ver algo que nadie más fue capaz de deducir. No se lo confesará a nadie, ni siquiera a su mujer, que se quedaría horrorizada con la actitud de su marido, segura de que ha perdido el juicio por culpa del peligroso ambiente en el que trabaja.

«Estoy contento. Excitado.»

Sus oraciones estaban con las familias de los fallecidos; su corazón, tras algunos años de inercia, volvía al mundo de los vivos.

Al contrario de lo que Savoy había imaginado: una gran biblioteca llena de libros con polvo, montones de revistas por las esquinas y una mesa cubierta de papeles desordenados, el despacho era inmaculadamente blanco, con algunas lámparas de buen gusto, un confortable sillón, la mesa transparente con una enorme pantalla de ordenador. Completamente vacía, salvo por el teclado inalámbrico y un pequeño bloc de notas con un lujoso bolígrafo Montegrappa encima de él.

—Deje de sonreír y muestre un cierto aire de preocupación —dice el hombre de barba blanca, chaqueta de tweed a pesar del calor, corbata, pantalones de buen corte, lo cual no combina en absoluto con la decoración de su despacho ni con el tema que estaban tratando.

—¿A qué se refiere?

—Sé cómo se siente. Está ante el caso de su vida, en un lugar en el que nunca pasa nada. Pasé por el mismo conflicto cuando vivía y trabajaba en Penycae, Swansea, West Glamorgan, SA9 1GB, Gran Bretaña. Y fue gracias a un asunto semejante que me transfirieron a Scotland Yard en Londres.

«París. Ése es mi sueño.» Pero no dice nada. El extranjero lo invita a sentarse.

—Espero que realice su sueño profesional. Un placer, Stanley Morris.

Savoy decide cambiar de tema.

—El comisario teme que la prensa especule respecto a la teoría de un asesino en serie.

—Que especulen lo que quieran, estamos en un país libre. Es el tipo de asunto que hace vender periódicos, convirtiendo en algo excitante la aburrida vida de los jubilados, que siguen atentamente en todos los medios de comunicación posibles cualquier novedad sobre el asunto, con una mezcla de miedo y de seguridad de que «a nosotros no nos va a pasar».

—Supongo que habrá recibido una descripción detallada de las víctimas. En su opinión, ¿es eso característico de un asesino en serie o estamos ante una venganza de los grandes cárteles de la droga?

—Sí, la he recibido. Por cierto, querían enviarla por fax, ese artilugio que ya no resulta nada útil en la actualidad. Les pedí que la mandasen por correo electrónico, pero ¿sabe que me respondieron? Que no están acostumbrados. ¡Imagínese, una de las fuerzas policiales mejor equipadas del mundo y todavía usan el fax!

Savoy se revuelve en su silla, mostrando impaciencia. No está allí para hablar sobre los avances o los retrocesos de la tecnología moderna.

—Vayamos al grano —dice el señor Morris, que se convirtió en una celebridad en Scotland Yard y decidió retirarse al sur de Francia, y que probablemente también estaba tan contento como él porque salía de la rutina aburrida de las lecturas, los conciertos, los tés y las cenas benéficas.

—Como nunca he estado ante un caso como éste, puede que primero sea necesario saber si está usted de acuerdo con mi teoría de que sólo hay un único criminal. Dígame qué terreno estoy pisando.

El señor Morris le explica que en teoría tiene razón: tres crímenes con algunas características en común son suficientes para pensar que se enfrentan a un asesino en serie. Normalmente, suceden en la misma zona geográfica (en este caso, la ciudad de Cannes), y...

—Entonces, el asesino en masa...

El señor Morris lo interrumpe y le pide que no use términos incorrectos. Los asesinos en masa son terroristas o adolescentes inmaduros que entran en un colegio o una cafetería, disparan a todo lo que ven y luego acaban muertos a tiros por la policía o se suicidan. Prefieren las armas de fuego y las bombas, capaces de causar el mayor daño posible en el menor espacio de tiempo, generalmente, dos o tres minutos como máximo. A esas personas no les importan las consecuencias de sus actos, porque ya conocen el final de la historia.

En el inconsciente colectivo, el asesino en masa es más fácil que sea aceptado, ya que se lo considera un «desequilibrado mental» y, por tanto, es fácil establecer una diferencia entre «nosotros» y «ellos». El asesino en serie, sin embargo, se enfrenta a algo mucho más complicado: al instinto destructivo que toda persona lleva dentro.

Hace una pausa.

—¿Ha leído El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, de Robert Louis Stevenson?

Savoy le explicó que tenía poco tiempo para la lectura, ya que trabajaba mucho. La mirada de Morris se tornó glacial.

—¿Acaso cree usted que yo no tengo trabajo?

—No es eso lo que he querido decir. Mire, señor Morris, estoy aquí en una misión de urgencia. Prefiero no hablar ni de tecnología ni de literatura. Quiero saber su conclusión sobre los informes.

—Lo siento mucho, pero en este caso tenemos que desviarnos a la literatura. El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde es la historia de un sujeto absolutamente normal, el doctor Jekyll, que en ciertos momentos tiene impulsos destructivos incontrolables y se transforma en alguien diferente, mister Hyde. Todos tenemos esos instintos, inspector. Cuando un asesino en serie actúa, no sólo amenaza nuestra seguridad, sino también nuestra cordura. Porque cada ser humano sobre la faz de la Tierra, lo quiera o no, tiene un enorme poder destructivo en su interior, y muchas veces desea experimentar la sensación más reprimida por la sociedad: acabar con una vida.

»Las razones pueden ser muchas: la idea de que está arreglando el mundo, venganza por algo lejano que le sucedió en la infancia, odio reprimido por la sociedad, etc. Pero, consciente o inconscientemente, todo ser humano lo ha pensado, aunque haya sido durante su infancia.

Otro silencio intencionado.

—Supongo que usted, independientemente del cargo que ocupa, ya debe de saber exactamente qué sensación es ésa. Habrá descuartizado a algún gato, o habrá sentido un placer morboso al prenderles fuego a insectos que no le hacían daño alguno.

Es el turno de Savoy para devolverle la mirada glacial sin decir nada. Morris, sin embargo, interpreta el silencio como un «sí», y continúa hablando con la misma soltura y comodidad que antes:

—No piense que va a encontrar a una persona visiblemente desequilibrada, con el pelo alborotado y una sonrisa de odio en la cara. Si leyera un poco más, aunque sé que es una persona muy ocupada..., le sugeriría un libro de Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén. En el libro, ella analiza el juicio de uno de los mayores asesinos en serie de la historia. Claro que en el caso ése en cuestión necesitó ayudantes o no podría haber llevado a cabo la enorme tarea que le encomendaron realizar: purificar la raza humana. Un momento.

Se mueve por la pantalla de su ordenador. Sabe que el hombre que tiene delante sólo quiere resultados, lo cual es absolutamente imposible en ese terreno. Tiene que educarlo, prepararlo para los difíciles días que están por venir.

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