Read El vencedor está solo Online
Authors: Paulo Coelho
La segunda le recuerda que Gabriela, la optimista, la que había perseverado lo suficiente para alcanzar el estrellato, ahora camina por el filo de la navaja, donde es fácil resbalar hacia uno de los costados y caer en el abismo. Porque Hamid Hussein ni siquiera sabía de su existencia, nunca la habían visto maquillada y preparada para una fiesta, puede que el vestido no fuera de su talla, que necesitara ajustes, y eso provocaría que llegase tarde al evento en el Martínez. Ya tenía veinticinco años, era posible que en ese momento hubiera otra candidata en el yate, podrían haber cambiado de idea, o puede que fuera ésa la intención: hablar con dos o tres candidatas y ver cuál de ellas sobresalía entre la multitud. Las invitarían a las tres a la fiesta, sin que unas supieran de la existencia de las otras.
Paranoia.
No, no era paranoia, sino simple realidad. Además, aunque Gibson y la Celebridad sólo aceptasen proyectos importantes, el éxito no estaba garantizado. Y si algo salía mal, la culpa sería exclusivamente suya. El fantasma del Sombrerero Loco de Alicia en el País de las Maravillas sigue presente. No tenía el talento que imaginaba; sencillamente es alguien que se esfuerza. No fue bendecida con la suerte de los demás: hasta ese momento, nada importante había ocurrido en su vida, a pesar de luchar noche y día, día y noche. Desde que llegó a Cannes no había descansado: había distribuido sus books —que le habían costado carísimos— en varias compañías encargadas de hacer castings, y sólo le habían confirmado una prueba. Si realmente fuera alguien especial, para entonces ya podría estar escogiendo qué papel aceptar. Sus sueños eran demasiado ambiciosos, pronto iba a sentir el sabor de la derrota, e iba a ser muy amargo, ya que casi había llegado hasta allí, sus pies habían tocado la orilla del océano de la fama... y no lo había conseguido.
«Estoy atrayendo malas vibraciones. Sé que están aquí. Tengo que controlarme.»
No puede hacer yoga delante de esa mujer de traje y de las tres personas que esperan en silencio. Tiene que apartar los pensamientos negativos, pero ¿de dónde proceden? Según los entendidos —había leído mucho al respecto en una época en la que pensaba que no conseguía nada debido a la envidia ajena—, seguramente alguna actriz a la que habían rechazado estaba en ese momento concentrando toda su energía para volver a conseguir el papel. Sí, podía notarlo, ¡era la verdad! La única salida era dejar que su mente abandonara ese pasillo y fuera en busca de su Yo Superior, que está conectado con todas las fuerzas del Universo.
Respira hondo, sonríe y se dice: «En este momento, estoy esparciendo la energía del amor a mi alrededor, es más poderosa que las fuerzas de las sombras, el Dios que habita en mí saluda al Dios que habita en todos los habitantes del planeta, incluso a aquellos que...»
Oye una carcajada. La puerta de la suite se abre, un grupo de jóvenes de ambos sexos, sonrientes, alegres, acompañados por dos celebridades femeninas, salen y se dirigen directamente hacia el ascensor. Luego entran los dos hombres y la mujer, recogen docenas de bolsas dejadas al lado de la puerta y se unen al grupo que los espera. Por lo visto, debían de ser ayudantes, chóferes, secretarios.
—Te toca —dice la mujer de traje.
«La meditación nunca falla.»
Le sonríe a la recepcionista y casi se muere a causa de la sorpresa: el interior del apartamento parece una cueva repleta de tesoros (gafas de todo tipo, percheros con ropa, maletas de diferentes modelos, joyas, productos de belleza, relojes, zapatos, medias, equipos electrónicos...). Una mujer rubia, que también tiene una lista en la mano y un móvil colgado del cuello, se acerca a ella. Le dice su nombre y le pide que la siga.
—No tenemos tiempo que perder. Vayamos directamente a lo que interesa.
Se dirigen a una de las habitaciones, y Gabriela ve más tesoros, lujo, glamour, cosas que siempre ha visto en escaparates, pero que nunca tuvo al alcance, salvo cuando las utilizaban otras personas.
Sí, todo eso la está esperando. Tiene que ser rápida y decidir exactamente qué va a usar.
—¿Puedo empezar por las joyas?
—No vas a escoger nada. Ya sabemos lo que HH desea. Y tendrás que devolvernos el vestido mañana por la mañana.
HH. Hamid Hussein. ¡Saben lo que él desea para ella!
Cruzan la habitación; sobre la cama y en los muebles de alrededor hay más productos: camisetas, montones de comida y aliños, un expositor de una conocida marca de cafeteras, con alguna envuelta para regalar. Entran por un pasillo y finalmente se abren las puertas de una sala más grande. Nunca había imaginado que los hoteles tuvieran suites tan grandes.
—Llegamos al templo.
Un elegante panel horizontal blanco, con el logotipo de la famosa marca francesa de alta costura, está colocado sobre una enorme cama de matrimonio. Una criatura andrógina —de la que Gabriela no sabría decir si es hombre o mujer— los espera en silencio. Extremadamente delgada, pelo largo sin color alguno, cejas depiladas, anillos en los dedos y cadenas que le cuelgan del pantalón ajustado al cuerpo.
—Desnúdate.
Gabriela se quita la camiseta y los vaqueros, intentando adivinar el sexo de la persona que está allí y que en ese momento se dirige a uno de los percheros horizontales y saca un vestido rojo.
—Quítate también el sujetador: deja marcas en el modelo.
Hay un gran espejo en la habitación, pero está al revés y no puede ver cómo le sienta el vestido.
—Tenemos que darnos prisa. Hamid ha dicho que, además de la fiesta, tienes que subir la escalera.
¡SUBIR LA ESCALERA!
¡La expresión mágica!
El vestido no le sienta bien. La mujer y el andrógino empiezan a ponerse nerviosos. La mujer le pide dos, tres alternativas diferentes, porque va a subir la escalera con la Celebridad, que para entonces ya debe de estar listo.
¡«Subir la escalera» con la Celebridad! ¿Acaso estaba soñando?
Deciden ponerle un vestido largo, dorado, ajustado al cuerpo, con un gran escote hasta la cintura. Encima, a la altura de los pechos, una cadena de oro hace que la abertura no vaya más allá de lo que la imaginación humana puede soportar.
La mujer está nerviosa. El andrógino vuelve a salir y regresa con una costurera, que hace los retoques necesarios en el dobladillo. Si pudiera decir algo en ese momento, les diría que dejasen de hacerlo: coser la ropa sobre el cuerpo significa que su destino también está siendo cosido e interrumpido. Pero no es momento para supersticiones, además, muchas actrices famosas deben de enfrentarse a ese mismo tipo de situaciones todos los días, sin que les pase nada malo.
Entonces llega una tercera persona con una maleta enorme. Se dirige hacia una esquina de la habitación y comienza a abrirla; es una especie de estudio portátil de maquillaje, que incluye un espejo rodeado de luces. El andrógino está delante de ella, arrodillado como una Magdalena arrepentida, probando un zapato tras otro.
¡Cenicienta! ¡Que dentro de un rato se va a encontrar con el Príncipe Encantado, y «subirá la escalera» con él!
—Éste está bien —dice la mujer.
El andrógino vuelve a colocar el resto de los zapatos en sus cajas.
—Desnúdate otra vez. Terminaremos los retoques del vestido mientras te preparan el pelo y el maquillaje.
Qué bien, se acabaron las costuras en el cuerpo. Su destino está abierto de nuevo.
Vestida solamente con las bragas, la conducen hasta el baño. Allí hay instalado un kit portátil de lavar y secar. Un hombre con la cabeza afeitada la espera, le pide que se siente y que eche la cabeza hacia atrás, en una especie de pila de acero. Utiliza un dispositivo adaptado al grifo para lavarle el pelo y, al igual que el resto, parece estar al borde de un ataque de nervios. Se queja del ruido que hay fuera; necesita que el lugar esté tranquilo para poder trabajar, pero nadie le presta atención. Además, nunca tiene tiempo suficiente para hacer lo que quiere; todo se hace siempre de prisa y corriendo.
—Nadie parece entender la enorme responsabilidad que pesa sobre mis hombros.
No le está hablando a ella, sino para sí mismo. Continúa:
—Cuando subes la escalera, ¿crees que te están viendo a ti? No, están viendo mi trabajo, mi maquillaje, mi estilo de peinado. Tú no eres más que el lienzo sobre el que yo pinto, dibujo, hago mis esculturas. Si está mal, ¿qué van a decir los demás? Puedo perder mi trabajo, ¿lo sabías?
Gabriela se siente ofendida, pero debe acostumbrarse a eso. El mundo del glamour y del brillo es así. Más tarde, cuando realmente sea alguien, escogerá a personas amables para que trabajen con ella. De momento, vuelve a concentrarse en su mayor virtud: la paciencia.
La conversación se ve interrumpida por el ruido del secador de pelo, semejante al de un avión al despegar. ¿Por qué se queja del ruido de fuera?
Le seca el pelo de forma brusca y le pide que se dirija rápidamente al estudio de maquillaje portátil. Allí, el humor del hombre cambia por completo: se queda en silencio, contempla la figura en el espejo, parece estar en otro mundo. Camina de un lado a otro utilizando el secador y el cepillo del mismo modo que Miguel Ángel empleaba el martillo y el cincel para trabajar la escultura de David. Y ella procura mantener la vista fija al frente, mientras recuerda los versos de un poeta portugués: «El espejo refleja la verdad; no se equivoca porque no piensa. Pensar es esencialmente equivocarse.»
El andrógino y la mujer vuelven; sólo faltan veinte minutos para que llegue la limusina para llevarla al Martínez, donde debe reunirse con la Celebridad. Allí no hay sitio para aparcar, tienen que ser puntuales. El peluquero murmura algo, como si fuera un artista incomprendido por sus señores, pero sabe que tiene que cumplir el horario. Comienza a trabajar en su cara como si fuera Miguel Ángel pintando la capilla Sixtina.
¡Limusina! ¡Subir la escalera! ¡Celebridad!
«El espejo refleja la verdad; no se equivoca porque no piensa.»
«No pienses, o te verás contagiada por el estrés y por el malhumor reinante: las vibraciones negativas pueden volver.» Le encantaría preguntar qué es esa suite llena de cosas tan diferentes, pero debe comportarse como si estuviera acostumbrada a frecuentar lugares como ése. Miguel Ángel da los últimos retoques ante el aspecto severo de la mujer y la mirada distante del andrógino. Se levanta, la visten rápidamente, la calzan, todo está en su sitio, gracias a Dios.
De algún lugar de la habitación cogen un pequeño bolso de cuero Hamid Hussein. El andrógino lo abre, saca un poco del papel que lleva dentro para conservar la forma y mira el resultado con el mismo aire distante de siempre, pero parece que aprueba el resultado y se lo da.
La mujer le da cuatro copias de un enorme contrato, con algunas marcas en los márgenes, en los que dice: «Firma aquí.»
—O firmas sin leer, o te lo llevas para casa y llamas a tu abogado si necesitas más tiempo para tomar una decisión. En cualquier caso, vas a subir la escalera, porque ya no hay nada que podamos hacer. Aun así, si este contrato no está aquí mañana por la mañana, sólo tienes que devolver el vestido.
Recuerda el mensaje que le envió su agente: «Acepta lo que sea.» Gabriela coge el bolígrafo que le ofrecen, va a las páginas en las que están las marcas y firma rápidamente. No tiene nada, absolutamente nada que perder. Si las cláusulas no son justas, seguro que podrá llevarlos a los tribunales, alegando que la presionaron para hacerlo, pero antes tiene que hacer lo que siempre ha soñado.
La mujer recoge las copias y desaparece sin despedirse. El Miguel Ángel está desmontando otra vez la mesa de maquillaje inmerso en su mundo, en el que la injusticia es la única ley; su trabajo nunca es reconocido, no tiene tiempo para hacer lo que le gustaría, y si algo sale mal, la culpa es exclusivamente suya. El andrógino le pide que lo siga hasta la puerta de la suite, consulta el reloj —Gabriela ve el símbolo de una calavera en su esfera— y le habla por primera vez desde que se conocen.
—Todavía faltan tres minutos. No puedes bajar así y quedar expuesta a la mirada de los demás. Debo acompañarte hasta la limusina.
Vuelve la tensión: ya no piensa en la limusina, ni en la Celebridad, ni en subir la escalera: tiene miedo. Necesita hablar.
—¿Qué es esta suite? ¿Por qué hay tantos objetos diferentes?
—Incluso un safari a Kenia —dice el andrógino señalando hacia una esquina. Ella no había visto un discreto cartel de una compañía aérea, con algunos sobres encima de una mesa—. Gratis, como todo lo que hay aquí, salvo la ropa y los accesorios del templo.
Cafeteras, aparatos electrónicos, vestidos, bolsos, relojes, joyas, safaris a Kenia...
¿Todo absolutamente gratis?
—Sé lo que estás pensando —dice el andrógino, con una voz que no es de hombre ni de mujer, sino de un ser interplanetario—. Sí, gratis. Mejor dicho, un intercambio justo, ya que no hay nada gratis en este mundo. Ésta es una de las muchas «habitaciones de regalos» que hay por todo Cannes durante el período del festival. Los elegidos entran aquí y escogen lo que quieren; son gente que andará por ahí luciendo la blusa de A, las gafas de B, recibirán a otras personas importantes en sus casas y, al final de la fiesta, irán a la cocina a preparar un café en un nuevo modelo de cafetera. Llevarán sus ordenadores en bolsas hechas por C, recomendarán las cremas de D, que se están introduciendo en este momento en el mercado, y se sentirán importantes haciéndolo porque poseen algo exclusivo que todavía no ha llegado a las tiendas especializadas. Irán a la piscina con las joyas de E, los fotografiarán con el cinturón de F (ninguno de esos productos está todavía en el mercado). Cuando lleguen al mercado, la Superclase ya habrá hecho la publicidad necesaria, no precisamente porque les guste, sino por la simple razón de que nadie más tiene acceso a esas cosas. Luego, los pobres mortales se gastarán todos sus ahorros en comprar esos productos. Nada más sencillo, querida. Los productores invierten en algunas muestras, y los elegidos se convierten en anuncios ambulantes.
»Pero no te emociones; tú todavía no has llegado ahí.
—¿Y qué tiene que ver el safari en Kenia con todo eso?
—¿Hay mejor publicidad que una pareja de mediana edad que regresa entusiasmada de su «aventura en la selva», con las cámaras llenas de fotos y recomendándole a todo el mundo ese paseo exclusivo? Todos sus amigos van a querer probar lo mismo. Repito: no hay nada absolutamente gratis en este mundo. Por cierto, ya han pasado los tres minutos, es hora de bajar y de prepararse para subir la escalera.