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Authors: Eduardo Punset

El viaje al amor (2 page)

BOOK: El viaje al amor
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Nadie salvo yo, que, por pura casualidad, coincidí con ella en uno de los raros momentos en que mi casa estaba vacía y ella se encargaba de la cocina y la limpieza. Fue sólo un instante en toda su vida, interrumpido, también inesperadamente -recuerdo el denso silencio de aquel crepúsculo-, al sonar el timbre de la puerta: era mi hermano, que se había olvidado la pelota para jugar en la plaza del pueblo.

En aquel paréntesis hermético e impenetrable quedó mi primera huella de la fusión de dos emociones mudas, de puertas afuera, pero embriagadas de placer de puertas adentro. Los niveles mínimos de Cortisol, que suelen bajar al atardecer, no importaban en aquel cuerpo adolescente; mi cuerpo. No hacía falta recurrir a ninguna energía adicional, porque Soledad no ofrecía resistencia alguna a las caricias improvisadas. Había energía más que disponible para que el casi centenar de neuropéptides responsables de los flujos hormonales activara una digresión ensoñadora, con un vocabulario inconsciente y puramente emocional.

La comunidad científica no descubrió hasta muchos años más tarde, en la década de 1960, los neurotransmisores que impactan al cerebro. ¡Qué extraño! ¿Cómo ha podido sobrevivir la gente que nos ha precedido sin tener ni idea de lo que les pasaba por dentro?

Puede ser, efectivamente, que el amor sea un impulso básico y universal, una constante a lo largo de todas las vidas, pero su primera irrupción en el corazón de los adolescentes suele darse por la vía furtiva, distinta y contenida en las agujas del reloj del tiempo. Sesenta años después, casi he comprendido la clave biológica de aquel acontecimiento, aunque -como dice la psicóloga y escritora Sue Gerhardt- sus cimientos se construyan, sin que nos demos cuenta, durante los nueve meses del embarazo y los dos primeros años de vida. Es entonces cuando se modula el cerebro social y se establecen tanto la forma como los recursos emocionales de una persona. Es genético, sí; pero no únicamente.

Lleva su tiempo admitir -nunca pensé a este respecto en el verbo 'resignarse', porque ello implicaría que la posible alternativa era mejor: ¿mejor en qué?– que no elegí a mis padres, ni la dirección de las fuerzas colosales, más potentes que los movimientos de las capas tectónicas, que iban a desencadenar mis flujos hormonales y, en definitiva, mi carácter potencial para toda la vida.

Ningún padre ha elegido tampoco a sus hijos. Estamos aquí porque alguien sacó de un bombo gigantesco la bola con nuestro número. Pudo ser otro. Y sería distinto (con la sola excepción de un gemelo monocigótico, aunque, incluso en este caso, la epigenética se encargaría de que la expresión de los genes no fuera idéntica). Venimos al mundo gracias a un festival silencioso que escenifican billones de genes desde hace millones de años.

Estamos programados

Ecografia de un feto humnano.

La vida empieza unas treinta y siete semanas antes del nacimiento con un encuentro fortuito: el de un espermatozoide paterno con un óvulo liberado por uno de los dos ovarios de la madre. Una vez entregado el paquete de instrucciones genéticas al núcleo del óvulo, el espermatozoide se sacrifica como un kamikaze disolviendo su cuerpo y su cola en aquel entorno gelatinoso a medio hacer. En menos de veinticuatro horas, el óvulo fecundado se divide en dos células y su genoma prepara -con un vigor y una precisión increíbles- al nuevo individuo, constituido, por partes casi iguales, de las contribuciones distintas del padre y de la madre.

Tal como me explicaba el prestigioso ginecólogo Stuart Campbell en su consulta de Londres hace dos años, nunca, a lo largo de toda mi vida posterior, se hizo tanto en tan poco tiempo. En menos de cuatro semanas el embrión adquiere el tamaño de un guisante, pero ya es un humano en el que pueden identificarse los ojos, los riñones, los miembros e incluso el rostro. Y todo esto sin que ningún cerebro previsor dentro o fuera del organismo supervise el proceso; sin que nadie ni nada se entere de cuándo, cómo y por qué está ocurriendo. Es la lotería genética.

La etapa más importante de la vida no roza ni por asomo la conciencia. Todo el proceso de morfogénesis -modelador de las mil bifurcaciones determinantes del futuro ser humano- transcurre en la más absoluta oscuridad del pensamiento. Procesos totalmente inconscientes desarrollan el diseño invisible, según las instrucciones guardadas en el núcleo de las células, hasta conformar el entramado genético de un individuo nuevo.

Sigue siendo un misterio impenetrable la naturaleza de la vibración, aliento, susurro o señal molecular que sirve de pauta a cada célula para que se dirija correctamente, de entre las tres capas del amasijo embrionario, a la que corresponde con su verdadera vocación: el sistema motor del futuro organismo moviente, a su oxigenación o a serenar el pensamiento.

A la luz de esos procesos inconscientes y primordiales, ¿por qué cuesta tanto aceptar, años más tarde, que las decisiones mal llamadas conscientes no son sino la racionalización interesada y a posteriori de mecanismos inconscientes? La ciencia moderna está haciendo aflorar hechos incontrovertibles, que cuestionan seriamente muchas de las construcciones intelectuales sobre las que se asientan las reglas de convivencia y los conceptos de responsabilidad jurídica y moral. Está claro que la sociedad debe protegerse de las tropelías de un psicópata asesino que, además, es consciente de lo que está haciendo, pero otra cosa es creer que le servirán los programas racionales de rehabilitación que se aplican al resto de los delincuentes.

Gracias a las técnicas de resonancia magnética se ha podido detectar que los músculos del dedo de una persona, cuando apunta a otra, se ponen en marcha una fracción de segundo antes de que la orden haya sido formulada por el cerebro. ¿Lo intuían de antemano las células del sistema motor? ¿Están la mente y el cuerpo integrados a niveles que antes no se podía imaginar? El ejemplo de la cucaracha que continúa moviendo las patas tras ser decapitada -capacidad que han mantenido algunos vertebrados-, ¿representa el modelo antitético al nuestro, con sus funciones rectoras concentradas en el cerebro, o quizá está marcando una pauta más generalizada y difusa?

Resulta evidente que sólo los procesos automatizados -como la respiración o la digestión- se acercan a la perfección; sobre todo, comparados con los procesos que percibimos como mucho más conscientes, como elegir trabajo o lugar de residencia. En realidad, la historia de la civilización, probablemente, pueda interpretarse como la progresiva automatización de procesos en los campos de la política y de actividades económicas e intelectuales como la agricultura, la industria, la generación de servicios o la propia enseñanza.

No siempre hubo libre albedrío

La vida en el Planeta depende de una biosfera que garantice la diversidad de las especies, pero el progreso depende de la existencia, por encima de ella, de lo que he dado en llamar una tecnosfera que asegure la conversión del conocimiento científico en una red extensa de productos y procesos tecnológicos automatizados. Es lo que nos ha diferenciado de las hormigas, que siguen empotradas en su reducto biológico desde hace sesenta millones de años; es lo que ha permitido que en el Planeta sobrevivan siete mil millones de personas en lugar de unos centenares de miles. En las próximas décadas, no sólo se considerarán delitos los comportamientos resultantes de la insensibilidad y la violencia contra la biosfera y la diversidad de las especies, sino, quizá, también las actitudes de aquellas culturas dogmáticas que supongan un obstáculo insuperable para el desarrollo de la tecnosfera.

Un hormiguero «La vida sin tecnosfera ser siempre la misma

La defensa más lúcida de la capacidad de los homínidos para decidir en función de la cultura adquirida -al margen de cualquier automatismo- procede, inesperadamente, del filósofo y neurocientífico estadounidense Daniel Dennett, uno de los pensadores reduccionistas más originales de los últimos cincuenta años. Dennett, que ha superado no hace mucho un fallo cardiaco que lo dejó inconsciente durante largas horas -«él lo sabe todo de la conciencia», le dije a su mujer, «y nadie mejor que él para recuperarla»-, salva al libre albedrío por los pelos a costa de renunciar al supuesto valor absoluto y permanente del mismo.

El libre albedrío -viene a decir Dennet- es una invención humana efímera, como el dinero, e igualmente supeditada su vigencia a los plazos de vencimiento de la cultura que nutrió a uno y otro. Si Richard Dawkins y Susan Blackmore aceptaran los postulados de Daniel Dennett, al libre albedrío lo meterían en el saco de lo que ellos llaman memes en lugar de genes; es decir, las unidades de transmisión de la herencia cultural.

Este planteamiento es muy distinto de la aproximación más convencional o dogmática según la cual decidimos libremente y, por lo tanto, siempre hemos sido responsables de nuestros actos. Al contrario: el libre albedrío surge en un momento dado como la creación reciente de los humanos. Y puesto que los humanos andan por el Planeta desde hace más de dos millones de años, quiere decir que durante mucho más tiempo han concebido y agotado su existencia sin libre albedrío que con él. Muchos humanos jamás tuvieron la libertad de elegir. De la misma manera que hubo homínidos que no dominaban el lenguaje, hubo generaciones enteras de homínidos anteriores a la aparición de la escritura y de la música que no conocían el libre albedrío.

El punto débil de esa justificación transitoria o sobrevenida del libre albedrío reside en la naturaleza de la información. No toda la información adquirida es relevante o fundada. Es más, la mayor parte del conocimiento genético es irrelevante y -como explicaba en mi libro Adaptarse a la marea- la casi totalidad de la cultura adquirida es infundada en un sentido evolutivo. Por lo demás, desde que el paleontólgo Stephen Jay Gould (1941-2002) sugirió, en la perspectiva del tiempo geológico, que «no marchamos hacia algo cada vez más grande y perfecto», ningún otro paleontólogo ha descubierto todavía ningún atisbo de propósito o finalidad en la evolución.

La mera acumulación de información, ya sea genética o adquirida, no tiene por qué conllevar ningún enriquecimiento que agrande el mundo visible e invisible, sobre todo si es irrelevante, infundada o inconexa en el baile generacional que tiene lugar en la perspectiva sin propósito de la evolución.

«La gente hoy día está mejor informada que antes», se oye decir a menudo. «Pues depende del sesgo de la información»: ésa sería la respuesta adecuada.

Caben pocas dudas de que, como organización social, preferiríamos algo menos estricto y más democrático que el sistema de un organismo vivo. Un organismo está excesivamente controlado y no deja margen alguno a ningún tipo de discriminación consciente. Si el alma no fuera otra colección de neuronas robotizadas, organizadas de una manera determinada, podría ser la alternativa al imperio de los procesos automatizados. Otra alternativa sería, efectivamente, una cultura que confiriera -aunque fuera por poco tiempo- la independencia del entramado darwiniano y sus instrucciones subyacentes para «multiplicarse o reproducirse».

La conciencia de los átomos

La verdad es que la inmensa mayoría de la gente ni siquiera necesita de alardes de camuflaje para seguir erre que erre en su obcecación: toda su vida han sido esclavos de una ideología que les ciega y les impide discernir entre la información disponible. ¡Qué difícil resulta descartar la sugerencia de que estamos programados, o lo estamos casi todo el rato!

Consideremos la siguiente prueba experimental, realizada con pollitos de un día en los laboratorios del neurocientífico inglés Steve Rose.

Los pollitos, que sólo tienen un día de vida, deben aprender muy rápidamente lo que sucede en su entorno y por ello son muy precoces: desde que salen del cascarón tienen que encontrar el alimento por sí mismos. No se quedan con el pico abierto esperando a que llegue su madre y les traiga la comida. Tienen que explorar el entorno y lo hacen a base de picotazos, de manera que si en el corral sintético del laboratorio se arrojan bolitas brillantes, a los diez o veinte segundos les están dando picotazos. Si una de las bolitas es amarga, es decir, tiene un sabor desagradable, la picotean una segunda vez, mueven la cabeza y no vuelven a fijarse en una bolita como ésa nunca más. En otras palabras, han aprendido que esa partícula tiene un sabor desagradable.

Ésta es una estrategia de supervivencia y una tarea de aprendizaje muy potente: el comportamiento cambia a partir de esta experiencia única, pero tiene que cambiar algo más para que se produzca una nueva forma de comportamiento, a raíz de una nueva información. Cuando a un animal en proceso de aprendizaje, mediante la información y la comunicación, se le enseña algo que le ayuda a conocer el entorno, también sucede algo -hay un cambio- en las neuronas del cerebro o en su red de sinapsis. Es decir que se produce un cambio físico en la estructura del cerebro.

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