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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (42 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Todavía estás a tiempo de darte la vuelta y regresar a Berlín, se dice, por si acaso, para darse ánimos. Es todo tan absurdo que está a punto de soltar una carcajada que lo libere de la tensión. En la calle no hay nadie esperándolo, nadie que le diga qué haces aquí, Franz Müller, has venido a París porque en realidad no eres más que un cobarde, un tipo que, en lugar de luchar contra aquello que considera injusto, ha preferido volver a Berlín y formar parte del mismo engranaje que tanto odia, como si la única manera de estar uno lejos de donde no quiere es escondiéndose dentro. Eres un cobarde, Franz Müller, igual que ahora, que vienes a ver a la mujer de un muerto y no te vas a atrever siquiera a decirle tu nombre, y mucho menos le vas a contar que conociste a su prometido en un campo de prisioneros en Austria. Y de alguna manera, Müller se alegra de que así sea, de que no haya nadie en esa calle donde tal vez ya no viva esa mujer a la que busca, pero que, ahora que está tan cerca de su casa, le aterra encontrar.

Recorre la rue Lappe hasta el otro extremo, procurando mantener el gesto distraído o indiferente de quien ha transitado muchas veces por ella, que nadie se dé cuenta de que mira en cada portal, que procura registrar cada número en su memoria, grabar detalles que quizá sean insignificantes, pero que a lo mejor podrán servirles en el futuro.

En la esquina de la rue Charonne vuelve a detenerse. Tan ridículo se siente que está a punto de estallar en una carcajada, reírse de sí mismo por haber llegado hasta aquí sin saber siquiera si la mujer a la que está buscando existe, si no ha sido todo el resultado de su imaginación fecunda, su imaginación de artista, como solía referirse a él a veces su padre cuando era un adolescente.

A veces basta con desear algo con mucha intensidad para que suceda, y a Franz Müller, antes de dar la vuelta a la manzana y regresar a la plaza de la Bastilla, le gustaría volver a ser de nuevo un adolescente y poder volver a creer que solo hay que cerrar los ojos muy fuerte y desear con mucha intensidad que la mujer de la fotografía aparezca para que cuando vuelva a abrir los ojos se la encuentre en la acera, mirándolo como si lo conociera, como si lo recordase de aquellas semanas que pasó en París y aprovechaba las mañanas de domingo tocando el violín en el parque de Luxemburgo. Pero ya no es un adolescente, por desgracia, y hace mucho que dejó de pensar que los sueños se hacían realidad con solo desearlo. La mayoría de las veces ni siquiera deseándolo se hacían realidad. Al llegar a la plaza de la Bastilla otra vez, ni siquiera se detiene a buscar el rostro aprendido de memoria durante los últimos tres meses. Tampoco se entretiene en mirar dentro de ninguno de los cafés. Se dice que debería haberse quedado en Berlín, encerrado en su despacho, la cabeza inclinada sobre planos de aviones que con suerte jamás llegarían a utilizarse en la guerra. Ahora mismo, de lo único que tiene ganas Franz Müller es de llegar al hotel y quedarse dormido profundamente, como un bebé. Quedarse dormido y soñar que no ha venido a París a hacer el ridículo.

Pero también piensa en ella por la mañana, cuando da un paseo hasta los jardines de Luxemburgo como si otra vez tuviese la funda del violín bajo el brazo. Ha traído el instrumento en el viaje a París, pero ha preferido dejarlo en el hotel. Si hay algo peor que encontrársela, es que ella pueda recordarlo tal vez por el violín, que sepa quién es, que adivine sus intenciones o todo lo que se ha propuesto ocultarle.

Lo que quiere Franz Müller es ser un turista más, caminar hasta la plaza del Trocadero y colocarse bajo la sombra de la torre Eiffel aunque ese día haya amanecido nublado en París.

A mediodía da un largo paseo hasta Montmartre. Lleva toda la mañana andando, pero se siente tan bien que piensa que sería capaz de seguir haciéndolo todo el día. Durante algunos momentos le parece que ahora es antes, que otra vez vuelve a ser joven, que no hay guerra en Europa y ha podido cumplir su sueño de vivir de su música, que tiene toda la vida por delante.

En una terraza de la plaza de Tertre, mastica despacio una barra de pan caliente. Le gusta el sitio. La pensión donde se había alojado cuando pasó aquella temporada en París, en la rue Norvins, aún sigue allí. Antes ha pasado por la puerta, pero no ha querido entrar. No le gustaría que alguien lo reconociese y le preguntase qué había sido de él durante estos años. Pero es en un barrio como este donde a Franz Müller le hubiera gustado vivir, un sitio donde los artistas encontraban refugio, como fue hace años la Kurfürstendamm en Berlín.

Luego baja las escaleras del Sacré Coeur. Aún es temprano, y a él lo único que le apetece es seguir paseando. Tal vez lo mejor de haber venido hasta París haya sido esto, poder olvidarse de todo por tres días, y aún le quedan otros dos en la ciudad. Camina hasta el centro, sin prisas, perdiéndose por el barrio Latino, y ya es de noche cuando deja atrás la Île de la Cité y la catedral de Notre Dame, y está otra vez frente al monumento al Catorce de Julio. Y otra vez le sobreviene esa sensación tan extraña, el imán que lo ha atraído hasta aquí, pero que ahora que está tan cerca, igual que ayer parece que empieza a repelerlo, una fuerza invisible que lo empuja a marcharse, a salir corriendo, volver al hotel o quizá hasta la estación para no pisar nunca más la ciudad, sacar la fotografía de la cartera y sin ni siquiera mirarla hacerla pedazos y tirarla al Sena. Pero también sabe que no lo va a poder hacer, que muchas veces la única forma de acabar con una obsesión es llegar hasta el fondo de ella, y Franz Mülller sabe que no va a poder hacer otra cosa salvo llegar hasta el final.

Respira hondo, la vista al frente, directo hasta la rue Lappe de nuevo. Hoy no se detiene en la esquina, hoy es el soldado valiente que nunca ha llevado dentro cuando emboca la calle y camina despacio, fijándose detenidamente en cada portal, en los números, en las pocas mujeres con las que se cruza. Ninguna es ella. Por la otra acera vienen dos soldados de la policía militar alemana. No es imposible que le den el alto. Ahora lo único que quiere es que lo dejen tranquilo. Los dos soldados pasan de largo, apenas lo miran de soslayo. Su presencia no representa ninguna amenaza. Además de la foto de la mujer a la que busca, también lleva un carnet falso que lo identifica como capitán de las SS. Dieter Block se lo dio en Berlín, por si necesitaba que lo sacase de algún apuro. Es una temeridad llevarlo, pero él va de paisano y no es imposible que le den el alto, y aunque Franz Müller solo tendría que enseñarles la documentación para avergonzarlos, ponerlos firmes incluso, no le gustaría, porque lo único que quiere es que lo dejen tranquilo y no meterse en líos, pasar desapercibido en París, ser un ciudadano anónimo, un tipo vestido de calle que puede pasear tranquilamente sin que ningún francés lo mire mal.

Termina de darle la vuelta a la manzana, y diez minutos después se encuentra de nuevo en la plaza de la Bastilla, frente a un café. Cruza la puerta, decidido, como si fuese el hombre de acción que jamás ha sido, dispuesto a pedir algo de comer y de beber, esperando ver pasar al otro lado del cristal a una mujer francesa que no puede quitarse de la cabeza.

Se acomoda en la barra, pide una copa de vino y un sándwich. De repente se da cuenta de que tiene hambre. El café está vacío, y desde dentro se puede ver casi toda la plaza de la Bastilla, la columna que conmemora la revolución francesa, las terrazas del bulevar Beaumarchais al otro lado. Se acomoda en un taburete y se gira para no perder de vista a la gente que pasa por la calle. Arranca un trago al vaso de vino, y piensa que tal vez debería haber pedido ayuda a Dieter Block, sin darle explicaciones. Eran amigos y tal vez lo habría ayudado sin hacer demasiadas preguntas. El nombre de una mujer cuyo prometido estaba preso en el campo de Mauthausen. Había preferido ser discreto, pero el tiempo se le terminaba. Dentro de tres días tendría que regresar a Berlín, y tal vez el viaje hubiera sido en balde. Quizá llamaría a Dieter Block por la mañana, pero estaba convencido de que ya sería demasiado tarde, que bucear en los archivos no sería tan sencillo, aunque tal vez podrían arreglárselo desde París. Pero no está seguro, lo único que le pasa es que a medida que se acerca el momento de regresar a Berlín se siente más frustrado. Puede que esa mujer ya no viva allí, que se haya mudado a otro sitio después de que a su prometido se lo hubieran llevado detenido. O que se haya hartado de esperar y se haya casado con otro, como el preso temía. Cualquier cosa era posible, incluso que aquel tipo se lo hubiera inventado todo y que la historia del violinista del parque de Luxemburgo se redujera a una casualidad, una coincidencia de esas que ocurren y que a veces uno acaba confundiéndola con el Destino. Seguro que él no era el único músico que había tocado durante la primavera de 1940 junto al estanque del palacio de Luxemburgo. Le había dado tantas vueltas al asunto que estaba temiendo volverse paranoico, que al final alguien terminase por encerrarlo en un sanatorio hasta que se le pasase aquella obsesión absurda por una mujer que ni siquiera sabía si existía.

Arranca un bocado al sándwich y se hace a un lado para dejar sitio a un teniente de la Wehrmacht que se ha acoplado también en la barra. Antes, al abrir la puerta del café, lo ha visto tambalearse, pero no es hasta que el soldado se sienta a su lado cuando ya no le caben dudas de que ha bebido demasiado. Con malos modales, le pide al camarero un vaso de vino. Franz Müller ha retirado el taburete un poco de la barra para poder seguir teniendo una vista amplia de la plaza de la Bastilla. Ha oscurecido hace un rato y la mayoría de la gente se encamina hacia su casa. Espera que el trayecto de la mujer de la fotografía también pase por allí delante. Ni siquiera sabe si trabaja, o su horario. Si hubiera permanecido un rato más aquel preso junto a él tal vez sabría más de su vida, pero también es cierto que, a lo mejor, la foto de su prometida no se habría quedado perdida en la tierra del campo de Mauthausen y él no estaría allí ahora mismo.

Da el último bocado al sándwich despacio mientras el teniente despacha el segundo trago de vino, de un sorbo tan ruidoso que Franz Müller a duras penas tiene que contener una reprimenda. No tiene ningún apego por las cuestiones militares, pero nunca ha soportado los malos modales, y lo poco que sabe de asuntos militares le dice que el comportamiento grosero es impropio de un soldado alemán.

Se levanta y deja un billete en la barra. Va a salir a la calle y tal vez le dé la vuelta a la manzana por última vez, esta sí que va a ser la última, se dice, cuando coge el sombrero que había dejado en un taburete que estaba vacío y se dirige a la puerta. Y es entonces cuando la ve atravesar la plaza, y se queda parado y duda entre sacar la fotografía de la cartera para comprobar si es ella o buscar el servicio para esconderse. Quiere creer que es la misma mujer. Ahora lleva el pelo suelto, no recogido en un moño como en el retrato, pero le gustaría que fuera ella. Entorna los ojos, como si fuera miope o como si al hacerlo pudiera estar seguro de su identidad, y abre la puerta. Piensa que lo mejor es no moverse de donde está, porque ella parece encaminarse precisamente al café. Saca un paquete de tabaco y enciende un pitillo para que tenga una excusa que le permita quedarse allí unos segundos. Aunque no hay viento, hace hueco con las manos para proteger la lumbre, pero en realidad el gesto es para ocultar su rostro cuando la mujer pase y poder mirarla de soslayo. Es ella. Tiene que ser ella porque la fuerza del imán que ahora lo repele es tan fuerte que ha de clavar los pies en la acera para no salir corriendo. No ha hecho nada malo, pero se siente un delincuente, un estafador, un mentiroso. Ya ha encendido el pitillo cuando la mujer pasa junto a él. Le gusta como huele. Se pregunta qué sentiría el preso que perdió o dejó su fotografía abandonada si percibiera ese olor. El recuerdo de los olores a veces es tan intenso, que de repente es como si se pudiera volver atrás en el tiempo, y un hombre no puede olvidar fácilmente el perfume de una mujer de la que ha estado enamorado.

Tiene miedo de que ella vuelva la cara y le diga qué hace allí, que por qué ha venido a buscarla. Como un niño inocente, teme que se vuelva para desenmascararlo, que lo deje en ridículo en la acera, cuando todavía no ha terminado de arrancar la primera calada al pitillo.

Han pasado muchos años, pero, mientras espera el momento de que ella termine de pasar junto a él, Franz Müller se vuelve a sentir otra vez el niño perdido que fue en el colegio, ese crío que cuando el profesor lo llevaba a un rincón para castigarlo por no haberse portado bien sentía que le adivinaban el pensamiento, que no podía mentir porque enseguida sería descubierto. Ahora es una mujer a la que todavía no ha mentido y ni siquiera sabe si va a mentir, pero le aterra comprobar que, por muchos años que hayan pasado o mucha experiencia o sabiduría que creyese haber acumulado, al final no es más que eso, un crío desvalido al que su profesor solo tiene que mirarlo a los ojos para que le diga la verdad.

En lugar de seguir su camino por la acera, la mujer entra en el mismo café de donde él acaba de salir, y el ingeniero alemán se aparta un poco para poder mirarla sin que ella se dé cuenta, ver el modo en que se quita el abrigo, cómo abre el bolso para sacar un pintalabios y arreglarse con la ayuda de un espejo pequeño. Se pregunta Müller si tal vez la espera un hombre, si al final tenía razón el preso que llevaba su foto guardada en el campo, si ni siquiera él podría acercarse a ella porque una mujer como esa nunca estaría sola, siempre habría una cola de aprovechados esperando para poder invitarla a cenar.

El camarero parece conocerla, pues se acerca a ella con una sonrisa. A Franz Müller le gustaría saber leer los labios. A pesar de hablar francés, no puede entender lo que dice al otro lado del cristal, en la calle. Enterarse de su nombre al menos. No puede saber que si ella tuviera algo importante que decir en un lugar público se llevaría las manos a la boca, como si quisiera limpiarse una mancha o cubrirse con recato de un bostezo porque una de las cosas que le enseñaron durante su entrenamiento en Inglaterra fue que hay gente al acecho especializada en leer los labios y que desde lejos, sin poder escuchar sus palabras, podían enterarse perfectamente de lo que estaban diciendo.

Unos minutos después, el camarero trae una bandeja con un vaso de vino y un plato de comida. La mujer come y bebe despacio, mirando algún punto indefinido al otro lado del cristal, y Franz Müller se retira un poco, a pesar de que no es fácil que ella pueda darse cuenta de que la está observando. Y el oficial de la Wehrmacht que está en la barra también la mira. Müller ya no sabría decir cuántos vasos de vino se habrá bebido, pero seguro que demasiados, y para él ahora es como si, aparte del camarero, no hubiera allí nadie más que ellos dos, como si el resto de los clientes hubiera desaparecido. Cuando un hombre borracho mira así a una mujer que está sola en un bar, no es difícil adivinar lo que va a pasar, y Franz Müller, tan cobarde que no es capaz de dirigirle la palabra a una mujer con la que lleva un año obsesionado, de repente ha encontrado una excusa para quedarse, para poder hablar con ella, aunque tenga que comportarse como el héroe que nunca ha sido. El borracho de uniforme se acerca a ella, y Müller incluso da un paso al frente, dispuesto a volver a entrar en el café, mirarla a la cara, darle las buenas noches y preguntarle si ese tipo la está molestando. La mujer se levanta, saca el dinero del bolso y paga la consumición en la barra, sin poder quitarse de encima al teniente beodo, que sigue cerca de ella y le habla, y ahora Müller no necesita haber aprendido a leer los labios para saber que no le gusta lo que le está diciendo. Da otro paso al frente, y otro, y otro más, y cuando la mujer se dispone a abrir la puerta del café él está al otro lado, la cabeza levantada, mirándolos. Pero ninguno de los dos parece darse cuenta de que está allí, dispuesto a levantar la voz. El teniente la sigue por la acera de la plaza de la Bastilla que la va a llevar a la rue Lappe, porque ahora Franz Müller ya está seguro de que es ella, sin ninguna duda, y de que ahora se dirige a su casa mientras no puede quitarse de encima a un borracho, sin saber, ninguno de ellos, que un hombre los sigue a los dos. Se detienen un poco más adelante, todavía en la misma acera donde está Müller, cuando el brazo del teniente descansa en el hombro de ella, como si fueran amigos de toda la vida, pero no, no lo son, no se conocen de nada, y la mujer trata de darse la vuelta, apartarse de él, pero a su lado parece un gigante, un gigante rubio con los ojos enrojecidos por el alcohol.

BOOK: El violinista de Mauthausen
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