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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (46 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Pero no podía entretenerse en ensoñaciones o en pensamientos vagos que solo le harían perder el tiempo. Anna estaba en Berlín y había venido para encontrarse con él. Y él la había visto, estaba seguro, no podía haberse vuelto loco de repente, en la puerta de ese café donde se vendían secretos y algunas cosas más. Pero lo que más le preocupaba ahora no era que Anna se hubiera marchado ya, sino darse cuenta, después de volver a escrutar con detenimiento filatélico el interior del local otra vez, que el sargento del ejército de los Estados Unidos que se había sentado en la mesa junto a ella tampoco estaba dentro.

Y de pronto se sintió afectado por una sensación extraña que era como tener prisa, y no saber adónde ir, los pies clavados en el suelo sin estar seguro de qué dirección tomar, si todo recto, en dirección al Spree y la puerta de Brandemburgo, donde empezaba la zona soviética y no podría acercarse sin que algún soldado le diese el alto y le pidiera la documentación. O a la derecha, hacia Tiergarten, o tal vez volver sobre sus pasos hasta Invalidenstrasse. Cualquier cosa menos quedarse allí, antes de que el automóvil oscuro apareciera de nuevo y alguien se bajase para pedirle en un tono quizá amable, pero que no dejaría lugar a ninguna objeción, que lo acompañase. Tal vez los del coche lo habían visto ya y estaban esperando el momento idóneo para detenerlo, seguros de que era un presa fácil a la que podían dar ventaja antes de cazar solo para divertirse un poco. Se dio la vuelta y empezó a caminar, esperando que Anna y el sargento americano, que seguro que había salido del bar con ella o la seguía de cerca, se hubieran marchado también en la misma dirección. Ojalá hoy fuera ayer, se dijo, enrabietado, ojalá estuviera de nuevo en París y pudiera decirle a un soldado que dejase en paz a esa mujer.

Empezó a caminar Franz Müller hacia la oscuridad, y cuando lo hizo se dio cuenta de que el hombre que antes había visto esconderse en un portal tampoco estaba allí. Apresuró sus pasos en la dirección contraria a donde estaba el café, perdiéndose en la oscuridad y en la niebla de Berlín, en busca de Anna, que se había marchado sin poder hablar con ella, pero no sabía qué rumbo tomar, en qué calle adentrarse y, aunque él había decidido caminar en esa dirección, sabía que cualquier otro de los caminos era posible, que muy bien podía no verla esa noche, peor aún, no encontrársela nunca y no averiguar la verdadera razón por la que estaba en Berlín después de la guerra, porque estaba seguro de que ella nunca vino con la Wehrmacht que se retiraba de París, que hacía poco que había llegado y que con total seguridad su presencia en la ciudad tenía que ver con él. Pero lo que más le preocupaba era que le sucediera algo grave, que el sargento norteamericano que tampoco estaba ahora en el bar la hubiera seguido y tal vez ahora la estuviese molestando o haciéndole daño.

En París había vuelto a verla, dos días después de la primera vez, cuando solo faltaba una noche para regresar a Berlín. Había acudido al mismo café donde la había conocido por si acaso la casualidad resolvía que se encontrase con ella de nuevo, y cuando estando sentado a una mesa la vio atravesar la plaza, todavía pensó que había sido por casualidad por lo que se habían encontrado, no podía imaginar todavía, y tardaría mucho en llegar a sospecharlo, pero entonces tampoco le importó, porque tampoco cuando se encontraron la primera vez fue por azar, que había también una intención clandestina en la sonrisa de Anna al cruzar la puerta, en la forma en que lo miró como si no lo conociera al principio, cómo fingió sentirse sorprendida y se negó al principio a sentarse en la misma mesa que él, los dos solos, dejar que la invitara a un café, cómo pasaron el resto de la tarde juntos, ella porque un agente norteamericano le había ordenado que entablase una relación con ese ingeniero alemán que estaba de visita en París, y el ingeniero porque estaba obsesionado con una fotografía que llevaba en la cartera como quien esconde un tesoro, cada uno por un motivo diferente, dos embusteros cuyas vidas habían coincidido porque no podía ser de otra forma, y que se iban a encontrar de nuevo en Berlín.

Las circunstancias eran ahora muy distintas, Franz Müller pensó en ello al detenerse en una esquina, dudando qué dirección tomar. No había nadie en la calle, y en los bloques de pisos del barrio apenas se distinguía la débil luz de alguna vela con la que muchos berlineses debían conformarse, porque aún no habían restaurado el suministro eléctrico en sus casas. Antes de decidir qué dirección tomar, respiró hondo, para tratar de calmar su pulso, cerró los ojos para concentrarse en los sonidos, como si quisiera descubrir el fallo en una pieza musical que interpretaba, un fallo que tal vez solo su oído de experto podría distinguir, un sonido extraño en mitad de la noche y la niebla, la luz de un faro que lo guiase hasta una mujer que había venido desde Francia para buscarlo. Tardó unos segundos en diferenciar un sonido del resto de los escasos ruidos de la noche berlinesa. Un sonido metálico, no parecía que muy lejos, y echó a correr en esa dirección, sin importarle si podría encontrarse al doblar cualquier esquina con alguna patrulla del ejército que lo detuviera. Lo más probable era que lo que había escuchado fuese algo que no tuviese nada que ver con Anna, que hubiese sido incluso un producto de su imaginación, pero era lo único que tenía, la única alternativa a la que podía agarrarse.

No había llegado a la esquina cuando escuchó de nuevo un estrépito como de latas, ahora más fuerte. El mal presentimiento se hizo más grande, ya no había duda. Podía no tratarse de ella, pero estaba claro que algo estaba sucediendo y él estaba cada vez más cerca.

Cuando por fin llegó, vio a un tipo de uniforme tirado en el suelo, unos cuantos cubos de basura abiertos, con la porquería derramada, y Anna sentada en el suelo, hablando con alguien en un idioma que no entendía. Tomó aire, estuvo a punto de decir algo Franz Müller antes de dar la última carrera y empujar al hombre que estaba ahora delante de ella, pero vio que de pronto Anna se abrazaba a él, que sus brazos lo rodeaban con tanta fuerza que no podía sino ser quien él mismo había llegado a pensar, pero no había querido creer que también estuviera en Berlín.

Se detuvo en seco y volvió despacio sus pasos hacia la protección de la oscuridad del callejón, tan lento como pudo para que no pudieran darse cuenta de que estaba allí. Se preguntó si tal vez no habría gritado al ver a Anna tirada en el suelo, antes de empezar a correr, y tal vez se habían dado cuenta de que estaba allí, pero si había sucedido así ya no tenía remedio.

La vida se repetía, pues, pero no de la misma forma. Ya no era posible que él salvase a Anna, ya no le correspondía. Su turno había pasado, y parecía que ahora le había llegado el suyo al hombre a quien pertenecía por derecho propio. Se preguntó Franz Müller si tal vez Anna no había venido entonces a buscarlo a él, si no sabía siquiera que había sobrevivido al final de la guerra, si no tendría interés en saber lo que le había pasado. Ya no se trataba solo de ellos dos, sino de tres, y aunque a Franz Müller le hubiera gustado ser el primero en llegar allí para haber sido él quien hubiera dejado tumbado en el suelo a un sargento del ejército de los Estados Unidos que seguro se había intentado propasar con Anna. Tenía que reconocer que el Destino a veces premiaba a la gente paciente con alguna clase de retorcida justicia, y que lo a que a él le correspondía ahora, y, sin duda, se dijo Franz Müller, también lo que se merecía, era caminar despacio, hacia atrás, apartarse de un momento en el que no hacía más que estorbar. Salir de donde no tenía que haber entrado nunca.

Cuando se había retirado lo bastante como para sentirse seguro, se detuvo y se quedó mirando la escena protegido por la oscuridad del callejón por donde había venido.

Anna seguía abrazada al hombre, tan fuerte que estaba seguro de que hubiera sido imposible separarla de él; y a pesar de lo lejos que estaba ahora, Müller podía escuchar su llanto. Lo abrazaba y lo besaba, como quien acaba de ver a un muerto que ha regresado de la tumba, se pegaba a él con la misma alegría que la mujer y los hijos de Lázaro debieron tocarle la cara y los brazos a él luego de que resucitara. No entendía el idioma en que ella se dirigía a él, pero no le hacía falta, estaba seguro de que era el mismo español que hablaban muchos de los presos del campo donde tocó el violín por última vez, el mismo que hablaba el hombre que se sentó junto a él aquel día que se puso a tocar a la hora de la comida fuera del barracón, el hombre que perdió o quiso desprenderse de la fotografía que ahora llevaba guardada, el preso al que muchas veces se había preguntado desde que estuvo allí, si era el mismo que le parecía que iba a saltar al vacío con un bloque de piedra a la espalda desde lo alto de la escalera de la cantera, aquel que nunca había estado seguro durante todo este tiempo de si llegó a salvar con su música.

Anna

Bishop aún no le había dado la noticia que sería como un mazazo que la noquease. La noche antes de ir a ver otra vez al agente de la OSS Anna había tomado la decisión de visitar a Franz Müller, enfrentarse con los fantasmas del pasado y acabar con todo sin esperar más.

Después de lo que había sucedido, la comparación incluso podría parecer frívola, pero la vida para Anna era una película a la que en un momento dado le hubieran cambiado el argumento. Cuando llegó al edificio de la Invalidenstrasse sintió que más que andar se arrastraba, y que la cuarta planta hasta la que tenía que subir era una de esas cumbres nevadas a las que ni siquiera los más experimentados alpinistas se atreven a escalar. Le temblaban las piernas, le costaba respirar, sentía que tragar saliva jamás había sido un esfuerzo tan grande como ahora. Tenía ganas de gritar hasta que la abandonasen las fuerzas, quedarse en la calle en lugar de subir al piso, quitarse el abrigo y que por la mañana alguien encontrase su cadáver congelado. Podía haber empezado buscando a Franz Müller aquí, pero antes tenía que asegurarse de que ni Bishop ni nadie enviado por él la seguía. Tenía esa dirección desde la última vez que se habían visto en París, no mucho antes de que el ejército alemán abandonase la ciudad.

—Si los aliados llegan a Berlín algún día tendré que cambiar de identidad y dejar mi casa. Si la situación se complica puedes encontrarme aquí.

Anna no había creído nunca que Franz Müller podría ser un proscrito en Berlín, y que los soviéticos y los americanos llegarían a remover la ciudad para encontrarlo. Había memorizado la dirección y destruido el papel, convencida de que nunca iría a Berlín a buscarlo, y mucho menos por cuenta de Robert Bishop y sus jefes.

Y haberse encontrado con Rubén —y haberlo visto cómo se marchaba sin saber si tendría la oportunidad de hablar con él otra vez— había sido una tragedia, pero no menos doloroso iba a ser volver a ver a Franz Müller. Mirarlo a los ojos.

Llamó a la puerta del piso destartalado y se quedó unos segundos con los ojos clavados en la madera. Era de noche, no se escuchaba a nadie en el edificio, pero estaba segura de que había alguien escrutando sus rasgos, mirándola tal vez como a un fantasma que no esperaba.

—Está vivo.

Anna se escuchó decir la frase antes incluso de haber sido consciente de pronunciarla. Luego de soltar las dos palabras se quedó un instante callada, mirando todavía al hombre que había abierto la puerta y la miraba como si no la conociera. Ni un abrazo, ni un beso, Franz Müller y ella como dos desconocidos después de más de un año sin verse.

—Está vivo —murmuró de nuevo y bajó los ojos, como si quisiera disculparse por haberlo engañado en París y por haber venido ahora a Berlín a buscarlo por cuenta de la OSS, y por un instante, antes de mirarlo de nuevo a la cara, se preguntó si la primera vez no lo habría susurrado también y Franz Müller ni siquiera se había dado cuenta de que quería decirle algo.

Pero, cuando se volvió, no tuvo ya ninguna duda de si se había enterado de lo que había dicho. Anna no podía saber si la primera vez o la segunda, y no era aquella la cuestión ahora. Lo que le preocupaba era si sabría a quién se refería ella, si tal vez a alguno de los científicos que habían aparecido muertos, o algún pariente o a un viejo conocido que se había salvado de los bombardeos y de la última batalla de Berlín.

—Está vivo —repitió. Ya no era posible dar marcha atrás.

Y ella no quería tampoco. Era como si le quemase en la lengua. Necesitaba contárselo, para que él lo supiera, para que no hubiera ninguna duda de que quería ser sincera con él. Pero también, y sobre todo, para explicarse a sí misma lo que le había ocurrido. Tenía que asimilarlo, porque no pensaba que aquello fuese posible jamás.

Franz Müller seguía mirándola, el cuerpo recto y la barbilla levantada, como si esperase el veredicto de un tribunal que lo juzgaba.

—¿Quién está vivo? —escuchó que le preguntaba, en voz baja, como si no quisiera que los vecinos se enterasen de la conversación o pretendiera esconder lo que sentía al intuir lo que estaba a punto de contarle. Se lo preguntó y luego la dejó pasar y cerró la puerta tras ella.

—Rubén —Anna intentó tragar saliva a duras penas, pero lo único que consiguió fue no poder contener por más tiempo el llanto que había podido esquivar desde que Rubén se perdió tan rápidamente como había llegado—. Está vivo. Lo encontré anoche.

Müller apoyó las manos en el respaldo de una silla. Era como si de repente se encontrase cansado de permanecer en aquella postura marcial o como si al escuchar que el prometido de Anna estaba vivo, las fuerzas hubieran abandonado su cuerpo. Para ella había sido muy duro encontrarse con Rubén, pero estaba segura de que enterarse de la noticia para él no sería un golpe menos difícil de encajar.

Bajó los ojos Franz Müller y suspiró. Luego, volvió a mirar a Anna.

—Supongo que debo decir que me alegro.

Ella se restañó las lágrimas con el dorso de la mano. Sacudió la cabeza.

—Yo soy la que no sabe qué decir, Franz. No debería estar aquí.

—O tal vez deberías haber venido mucho antes.

Anna abrió la boca, pero él no la dejó hablar. Sacudió las manos, como si le restase importancia a lo que pasó.

—Hiciste bien en no venir. Berlín ha sido un infierno durante los últimos meses de la guerra.

Él dejó escapar un suspiro largo, como si quisiera vaciar de aire los pulmones lentamente. Se dirigió a la cocina, cogió una botella de vino, se sentó a la mesa, como si no hubiera pasado nada, y descansó la barbilla en las manos. Los ojos clavados en ella. La interrogaba sin decir nada.

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