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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (43 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Primero mira a un lado y a otro, para asegurarse de que no hay otros soldados cerca, y entonces es cuando Franz Müller saca la cartera, o primero levanta la voz y luego saca la cartera. No está seguro de lo que ha hecho primero, tal vez las dos cosas a la vez. Pero el caso es que lo ha hecho. Puede que a Dieter Block le hiciera gracia si lo supiera. Su amigo enseñando un carnet falso de Haupsturmführer para poder hablar con una mujer en París. Vaya, vaya con Franz Müller, lo escucha decir, desde muy lejos, no sabe si con sorna o con admiración.

—Deje a la señorita.

El tono de su voz no deja lugar a otra interpretación, aunque el teniente primero lo mira con el mentón levantado, como una bestia a punto de abalanzarse sobre su presa, y luego se fija en la documentación que Franz Müller le enseña sin tener que sacarla del todo de la cartera.

—Es una orden, teniente —añade—. Su comportamiento es impropio de un soldado de la Wehrmacht.

El militar se aparta poco a poco de la mujer, resoplando, un toro al que solo le falta arañar la acera con la pezuña para embestir. Franz Müller se guarda la cartera antes de que el otro pueda percatarse de que el carnet es falso.

—¿Está usted bien, mademoiselle? —es la primera vez que le habla. Un año mirando cada día la fotografía y las cuatro palabras parecen haberle salido con naturalidad—. Espero que este teniente no la haya molestado. Le pido disculpas en nombre del ejército alemán. Tenga usted por seguro que será severamente amonestado por ello.

La mujer asiente, y sonríe. Müller traga saliva y respira hondo. Espera que la mujer no se dé cuenta de sus emociones. Él también habría guardado su retrato si se lo hubieran llevado preso a un campo de concentración.

—Muchas gracias. No ha sido nada —él le ha hablado en francés, pero la mujer le ha respondido en un alemán tan correcto que por un momento piensa que tal vez se ha confundido de persona, o es que quizá no sabía que la mujer a la que buscaba era alemana y no francesa—. Más coñac de la cuenta. Eso es todo.

—Tenga usted por seguro que no volverá a suceder —presentarse como un militar de las SS no es lo que más le gustaría, pero tiene que seguir adelante con la mentira si no quiere que el teniente la emprenda a puñetazos con él, vuelva a propasarse con ella o incluso se lo lleve detenido a pesar del permiso especial que también guarda en su cartera. Acaba de suplantar a un oficial de las SS, y eso, está seguro Franz Müller, es una falta muy grave—. Müller. Haupsturm! Führer Franz Müller, para servirla.

—Yo me llamo Anna. Anna Cavour.

Anna.

Franz Müller no puede evitar que una sonrisa le amueble la cara, como quien consigue una victoria deseada desde hace mucho tiempo, al enterarse por fin de su nombre.

—Anna —repite, y al hacerlo se toca el ala del sombrero con dos dedos.

Lo que ahora desea es acompañarla a su casa, pasear con ella un rato por el barrio. Todavía no es muy tarde y aún tendrían tiempo quizá de tomar algo los dos. Solo eso, porque, en el fondo, Müller no quiere nada más. Estar un rato con ella, quedarse un rato mirando esa cara que no se ha podido quitar de la cabeza. Encontrar la respuesta a un enigma, saber por qué se ha obsesionado tanto con ella que no le ha quedado otro remedio que venir hasta París y hacer guardia dos noches cerca de su casa, como un centinela, hasta que por fin la ha encontrado.

Pero la mujer se da media vuelta y murmura algo parecido a un agradecimiento otra vez, y se queda mirándola mientras camina en dirección hacia la rue Roquette, y sabe que menos de cinco minutos después girará a la derecha, en la esquina de la rue Lappe, para llegar a su casa. Apenas sabe dónde vive y que tenía un prometido al que se llevaron preso a un campo de prisioneros en Austria, pero es como si lo hubiera aprendido todo sobre ella. Ahora Franz Müller repite el nombre de ella para sí otra vez, Anna, Anna Cavour, como si temiera olvidarlo, y todavía no ha perdido de vista a la mujer en la oscuridad de la calle, cuando recuerda que a su lado hay un teniente bebido de la Wehrmacht que piensa que un capitán de las SS lo va a arrestar. Quizá espera que se lo lleve detenido, o acaso una reprimenda.

Franz Müller lo mira, severo. Un gigantón con los ojos enrojecidos que ahora parece un colegial inocente que espera el castigo de su profesor.

—Teniente —le dice, muy serio, con la misma rabia contenida que lo haría Dieter Block—. Su comportamiento es una vergüenza para el ejército alemán. No voy a dar parte por esta vez, pero no quiero volver a verle por aquí, ¿entendido?

El oficial se cuadra. Tan recto que de repente parece que no está borracho, que las copas de vino que se ha tomado en el café cuando Franz Müller estaba dentro no han sido más que un sueño. Antes de cruzar la plaza en dirección al bulevar Beaumarchais se vuelve hacia la rue Roquette, pero está tan oscura que ya no puede ver a Anna. Seguro que ya ha llegado a su casa.

Todavía se queda un rato en la acera, aguantándose las ganas de caminar hasta la calle donde vive Anna para verla otra vez.

Anna

Quería matarlo. Si antes alguna vez, de una forma confusa, había pensado en hacerlo, pero a sabiendas de que se trataba de una intención que no significaba nada aparte del desahogo que le producía la idea de clavar un cuchillo en la barriga de Robert Bishop, mientras lo miraba a los ojos, ahora el sentimiento que le afectaba era tan intenso que pensaba que si se lo encontraba antes de llegar a las oficinas de la OSS acabaría detenida por haber matado a un agente del servicio secreto norteamericano. Esperaba calmarse antes de verle la cara. Rubén estaba vivo y no podía dejar de pensar que Bishop lo sabía, que lo había sabido siempre, cuando le pidió que entablase una relación con Franz Müller en París o cuando fue a buscarla para chantajearla y la obligó a que fuera a Berlín con él, a que se convirtiera en una puta de nuevo si era necesario.

Estaba segura de que le había ocultado esa información para utilizarla cuando lo considerase oportuno. De todos los tipos que había conocido desde que empezó a colaborar con la Resistencia en 1940 en París, Bishop era, con diferencia, el más despiadado, el único que no tenía ningún problema en ocultar sus sentimientos, sencillamente porque no los tenía.

Antes de subir las escaleras del mismo edificio adonde el hombre al que estaba a punto de ver y le apetecía matar la había llevado en cuanto llegaron a Berlín, tuvo que detenerse un momento para respirar aire despacio y contenerlo unos segundos en los pulmones, para relajarse, procurando respirar con el diafragma, como le habían enseñado a hacerlo en el cursillo acelerado que recibió en Inglaterra, cuando tuvo la maldita idea de haber aceptado trabajar para Bishop y para sus jefes, ese ente abstracto que no podía imaginar que iba a terminar acarreándole tantos problemas, arruinándole la vida, no solo la suya, sino también la de Rubén sin saberlo, cuando todo lo que había hecho ella fue para ayudarlo a salir de donde estaba.

Pero ni siquiera después de haber respirado hondo cuatro veces consiguió dejar de repetirse la letanía que se venía diciendo después de haber pasado la noche en vela. Eres un hijo de puta, Bishop. Eres un hijo de puta, Bishop. Eres un hijo de puta, Bishop.

Abrió la puerta de su despacho sin llamar y se lo dijo, sin preocuparse de comprobar primero si había alguien con él.

—¡Eres un hijo de puta!

Bishop la miró con el ceño fruncido, los ojos que acababan de levantarse de un informe que tenía sobre su mesa. El flequillo castaño en mitad de la frente, como si no le hubiera dado tiempo a engominarse el pelo esa mañana, o es que acaso tampoco hubiera podido pegar ojo.

—¡Eres un hijo de puta! —repitió, y no había terminado la frase cuando ya estaba buscando en la mesa algún objeto con la consistencia suficiente para poder estrellárselo en la cabeza y abrirle el cráneo—. ¡Un hijo de puta y un mentiroso!

Pero Bishop parecía haberle adivinado la intención, y antes de que ella pudiera acercarse se había levantado y había rodeado la mesa. Tal vez evitó que el cenicero o el pisapapeles le abrieran la cabeza, pero la bofetada de Anna llegó demasiado deprisa, o acaso decidió que no tenía sentido esquivarla porque probablemente se la merecía.

Volvió la cara el americano después de recibir el golpe, sin mover el cuerpo, muy serio, pero cuando Anna trató de abofetearlo por segunda vez le agarró la muñeca, y luego la otra porque no se calmaba y había hecho ademán de golpearlo de nuevo.

—¡Tranquilízate, Anna!

—¡Y una mierda!

Bishop le apretaba las muñecas, con la firmeza suficiente para dejar claro que tenía mucha más fuerza que ella.

—¿Se puede saber qué demonio te ha picado? Si hay alguien que tiene que estar enfadado soy yo. Anoche me engañaste y me despistaste, seguro que para encontrarte con Franz Müller. Ten mucho cuidado. Podemos devolverte a París y dejarte en manos de tus viejos compañeros. Les encantará saber que les damos libertad para hacer contigo lo que quieran.

—Está vivo. —Anna casi escupió las dos palabras en la cara de Robert Bishop.

—Ya lo sabemos. Por eso te hemos traído a Berlín, para que nos ayudaras a convencerlo de que se pasara a nuestro lado.

Anna negó con la cabeza, y al mismo tiempo tiró de las manos de Bishop hacia abajo para soltarse. Era algo que también le habían enseñado en Inglaterra, durante su entrenamiento, la forma de librarse de alguien que te agarra de las muñecas. Pero llevarlo a la práctica no era tan sencillo, y si ahora pudo escaparse de la tenaza de Robert Bishop fue porque él se dejó.

—No te estoy hablando de Franz Müller.

El agente de la OSS frunció el ceño.

—Me refiero a Rubén.

Aún permaneció Bishop unos segundos con el rictus encogido, como si no supiera de quién estaba hablando Anna. No abrió la boca hasta que no encajó el nombre en su cabeza.

—Rubén —murmuró, con los ojos entornados, como si tratase de ver su cara a pesar de que no lo conocía.

—Rubén está vivo, cabrón. Me engañaste. Me dijiste que había muerto en un campo de prisioneros, y ahora ha regresado de la tumba.

Bishop tomó aire y luego lo expulsó despacio antes de encogerse de hombros, satisfecho, como quien acaba de resolver un enigma.

—Supongo que es una buena noticia… ¿Cómo te has enterado?

Anna lo miró como si fuera un estúpido porque no era capaz de entender lo que le estaba diciendo.

—Está aquí, en Berlín. Anoche me encontré con él.

Bishop bajó los ojos, pensativo.

—¿Es cierto lo que me estás diciendo?

—Tan cierto como que lo que más me apetece ahora mismo es arrancarte los ojos.

El espía pasó por alto el comentario poco delicado de la mujer.

—¿Estás segura de que era Rubén?

Anna suspiró, impaciente.

—Te acabo de decir que me encontré con él. No es que lo viera por la calle y lo saludase con la mano. Estuvimos hablando y luego se marchó. No quiso quedarse conmigo, aunque supongo que eso no te sorprende…

—¿Cómo ha llegado a Berlín? ¿Sabes qué ha venido a hacer aquí?

Anna se quedó mirándolo.

—Ha venido para buscarme, me dijo —bajó los ojos, y luego volvió a mirarlo—. Para verme por última vez.

Bishop asintió.

—Sabía que estabas aquí.

—Lo liberaron del campo de exterminio y volvió a París. Allí ha preguntado por mí. No es difícil hacerse una idea de cómo ha supuesto que yo estaba en Berlín. Ha preguntado por aquí y por allá, a los amigos comunes, los que aún no sabían que yo había vuelto pero suponían que estoy en Berlín desde el año pasado. Fíjate, qué ironía. Si no me hubieras obligado a venir ahora mismo yo no estaría en Berlín, y a lo mejor a Rubén no le hubiera sido tan fácil encontrarme.

—A lo mejor ha sido entonces gracias a mí por lo que él ha podido encontrarte.

—Pero ni siquiera por eso se me quitan las ganas de matarte. Eres un cerdo, Bishop. Rubén estaba vivo y no me lo dijiste.

—Yo no he sabido nunca que Rubén estaba vivo. Ni siquiera ahora, cuando he ido a París a buscarte. Y me alegro mucho de que haya sobrevivido a la guerra. Te lo digo de verdad.

Anna sacudió la cabeza. Suspiró.

—Pero ya nada será lo mismo.

Bishop estuvo a punto de poner una mano sobre su hombro, para consolarla, pero al final detuvo el gesto antes incluso de empezarlo.

—Todos hemos hecho sacrificios. Sabes que no has sido la única. Ahora solo nos queda un último esfuerzo —miró al otro lado de la ventana, los edificios en ruinas, como si buscase allí algún tipo de inspiración, la frase siguiente que debía decir para convencer a Anna—. En cuanto solucionemos el asunto de Franz Müller, podrás volver y olvidarte de nosotros para siempre. Ya es solo cuestión de días. De horas, quizá. Estoy convencido de que volverás a París con Rubén. Yo mismo me encargaré de que los dos volváis juntos. Tenéis toda la vida por delante.

Cogió una silla y la acercó a su mesa.

—Siéntate —le dijo, antes de rodear su escritorio y acomodarse frente a la silla que había puesto para ella.

Anna obedeció de mala gana.

—Tenemos que encontrar a Franz Müller —le dijo Bishop—, y tenemos que hacerlo cuanto antes.

—¿Antes de que lo hagan los rusos?

Anna no pudo evitar un ramalazo de ironía a pesar de todo.

—O antes de que él se entregue a los rusos.

—No me imagino yo a Franz Müller abriéndole su corazón a los rusos.

—También pueden obligarlo a cooperar.

—¿Igual que vosotros?

Bishop se inclinó sobre la mesa, no mucho, lo justo para subrayar lo siguiente que iba a decir.

—Por su bien espero que, si hay que obligarlo a cooperar, seamos nosotros quienes lo encontremos primero.

Anna no disimuló ahora una mueca de disgusto. Pero no tenía ganas ni tampoco era el momento de ponerse a ponderar las ventajas de vender su alma a los americanos o entregársela a los rusos.

—Ya te dije, y te lo vuelvo a decir, que no estoy muy segura de que Franz Müller tenga muchos secretos que vender.

Anna estaba convencida de eso. Franz Müller era un ingeniero, pero, hasta donde ella sabía, su posición dentro de la estructura de los muchos hombres de ciencia que pusieron su talento al servicio del III Reich era poco menos que insignificante.

—Era solo un funcionario menor, una especie de administrativo —añadió—. Durante el tiempo que pasé con él me quedó bastante claro que no le gustaba participar en la fabricación de armas para los nazis, y ya sabes que se alegraba de que Hitler no estuviera interesado en ese prototipo de aviones en los que trabajaban.

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