Elminster en Myth Drannor (33 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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Los elfos no le prestaban atención, con lo cual pudo aprender muchas cosas... aunque no es que le quedara demasiado tiempo de vida durante el que hacer uso de los conocimientos obtenidos.

Antarn el Sabio

Historia de los grandes archimagos de Faerun
,

publicado aproximadamente el Año del Báculo

Faerun tardó mucho tiempo en regresar flotando. Al principio, Elminster tan sólo fue vagamente consciente de su existencia bajo la forma de una nube de pensamientos a la deriva —de conciencia— en un oscuro e interminable vacío por el que unos retumbantes sonidos distorsionados... estallidos de sonoridad, nada más... tronaban y resonaban de vez en cuando.

Tras flotar una eternidad, consciente sólo de un modo impreciso de quién o qué era, Elminster vio aparecer luces; punzantes, estallidos momentáneos de luz que tenían lugar de modo esporádico mientras él flotaba, desinteresado, entre ellos.

Más tarde, los sonidos y las luces acontecieron con mayor frecuencia, y los recuerdos empezaron a agitarse, como inquietas serpientes que se desenrollaran, en la chispa de conciencia que era el príncipe de Athalantar y Elegido de Mystra. Elminster vio espadas que se batían, y una gema que contenía un arremolinado caos de imágenes, los recuerdos de otros, bramando como un océano que lo arrojó ante la presencia de un espectro femenino en los jardines nocturnos de un palacio... la residencia de alguien amable, un anciano elfo de túnica blanca, el gobernante de criaturas que cabalgaban en unicornios y pegasos, el gobernante de... de...

El Ungido.
Aquel título ardió como fuego blanco en su memoria, como el potente e impresionante acorde de una fanfarria de sentencia triunfal, la marcha favorita de los señores de la magia de Athalantar de sus años mozos, que resonaba por todo Hastarl, descendiendo desde sus torres, cuando los hechiceros se reunían para tomar alguna decisión importante.

Los mismos magos a los que había derrotado finalmente, para reclamar su trono y luego renunciar a él. Él era un príncipe, el nieto del Rey Ciervo; pertenecía a la realeza de Athalantar, a la familia Aumar, el último de muchos príncipes. Era un muchacho que corría por los bosques de Heldon, un proscrito y un ladrón de Hastarl, un sacerdote —¿o era una sacerdotisa? ¿Acaso no había sido una mujer?— de Mystra. La Dama de los Misterios, la Señora de la Magia, su profesora Myrjala, que se convirtió en Mystra, su divina soberana y guía, quien lo había convertido en su Elegido, convertido en su...
¡Elminster!

¡Él era Elminster!
Armathor
humano de Cormanthor, nombrado como tal por el Ungido, enviado allí por Mystra para realizar algo importante que, por el momento, no le había sido revelado; y hostigado por todas partes por los ambiciosos, despiadados y arrogantemente poderosos jóvenes elfos de este reino, irritados por las viejas costumbres y los incómodos nuevos decretos del Ungido y su corte.
Ardavanshee
, los llamaban los ancianos: «jóvenes inquietos».
Ardavanshee
que tal vez habían podido provocar su muerte... porque, si Elminster Aumar no estaba muerto, ¿qué era?

Flotando allí, en las tinieblas del caos...

Volvió a sumirse en sus pensamientos, que fluían ahora como un río.
Ardavanshee
que desafiaban la voluntad de sus mayores pero que se encumbraban sobre el orgullo de las Casas que los habían visto nacer.
Ardavanshee
que temían y aun así hablaban contra el poder de los magos del tribunal supremo y del Ungido y de su anciana consejera, la Srinshee.

Ese título fue como otra puerta que se abría en su mente, para permitir la entrada a una oleada de luz y a nuevos recuerdos y a una mayor sensación de ser Elminster. Lady Oluevaera Estelda, sonriéndole desde aquel rostro noble, arrugado y ajado por la edad y luego, de forma incongruente, desde uno que parecía el de una jovencita elfa, si bien seguía conservando aquellos ojos ancianos y sabios. La Srinshee, más vieja que los árboles y más enraizada aun, avanzando por la atestada Cripta de las Eras con veneración hacia los muertos y desaparecidos, guardando en su mente todos los conocimientos y el largo linaje de los orgullosos elfos cormanthianos... en la cripta situada tras sus ojos, que era mucho mayor que la que pisaba acompañada por un impaciente joven humano de nariz aguileña.

El odiado intruso humano que buscaban por todo el reino por los asesinatos cometidos los
ardavanshee
, liderados por las casas de Echorn, Starym y Waelvor... Waelvor, cuyo vástago era Elandorr... pretendiente y rival de lady Symrustar.

¡Symrustar!
Aquel rostro perfecto, aquellos ansiosos y tironeantes mechones azules, aquel dragón en su vientre y pecho, los ojos como prometedoras llamas azuladas, y los labios entreabiertos en una seductora y ávida sonrisa. Aquella hechicera despiadada y ambiciosa cuya mente era una letrina tan negra como la de cualquier señor de la magia, que consideraba a elfos —y hombres— como simples bestias estúpidas para ser utilizadas en su ascensión hacia un objetivo no alcanzado por el momento.

La dama que casi había desgarrado su cerebro para convertirlo en su juguete y fuente de hechizos. La dama a quien él por su parte había entregado en brazos de su rival, Elandorr, y de cuyos destinos conjuntos no había sabido nada.

Sí. Ahora sabía quién era. Elminster, atacado por Delmuth Echorn y luego por un grupo de
ardavanshee
conducidos por Ivran Selorn, que lo persiguió por todo el castillo Dlardrageth. Elminster, el presuntuoso, el descuidado Elegido. Elminster que había estado borracho de poder mientras volaba directamente hacia el hechizo en espera lanzado por los magos
ardavanshan
, un hechizo que lo había hecho pedazos.

¿Volvía a ser uno? ¿O no era más que un fantasma, su vida mortal finalizada? Quizá Mystra lo había mantenido con vida —si esto era estar con vida— para llevar a cabo sus propósitos, un fracasado a quien se obligaba a completar su misión.

Elminster descubrió de improviso que podía moverse en el vacío; se desplazaba en esta dirección o aquella con sólo pensar en ello. Sin embargo, eso quería decir bien poco cuando no había ningún sitio al que dirigirse, oscura vacuidad por todas partes, mientras las luces y los sonidos se dispersaban de un modo en apariencia arbitrario, por todas partes y por ninguna.

El mundo que lo rodeaba había sido en una ocasión una serie de «dóndes» precisos, un paisaje en movimiento lleno de lugares diferentes y a menudo con nombres, desde los espesos bosques de Cormanthor a los desolados territorios sin ley situados más allá de Athalantar.

Tal vez aquello sí fuera la muerte. Faerun, y un cuerpo en el que recorrerlo, era lo que le faltaba. Casi sin pensar se envió a sí mismo en un vuelo veloz por el vacío para registrar el infinito en busca de un final, una frontera, quizás una hendidura por la que la luz de Faerun en toda su familiar gloria pudiera filtrarse...

Y, mientras el veloz pero vano movimiento seguía, y seguía elevó una plegaria a Mystra, un silencioso grito mental:
Mystra, ¿dónde estáis? Ayudadme. Sed mi guía, os lo suplico.

Se produjo un oscuro y silencioso momento en tanto que las palabras de su mente parecían perderse en una interminable lejanía; luego se produjo un brillante y casi cegador estallido luminoso, blanco y estentóreo, con un toque de trompetas que resonó con fuerza por todo su cuerpo y lo lanzó dando vueltas en medio de su metálico alboroto. Cuando se desvaneció corría de regreso por donde había venido, siguiendo de vuelta exactamente la misma ruta, aunque sin poder decir cómo sabía que era así.

Por fin, un horizonte apareció en su vacío, una línea de azul brumoso con un nudo de luz junto a ella, como una joya sobre el arco de un anillo... y Elminster de Athalantar se encaminó hacia el lejano punto luminiscente.

Parecía estar muy lejos, pero finalmente se elevó con rapidez para sumergirse en él con vertiginosa velocidad, desprendiéndose de algo al abandonar las tinieblas para aflorar a la luz como una bala. La luz de un sol en su ocaso, sobre las innumerables copas de los árboles de Cormanthor, con las ruinas del castillo de Dlardrageth a lo lejos, y algo que lo instaba a ir en otra dirección; siguió aquel impulso, no muy seguro incluso de si hubiera podido elegir otra cosa, y voló bajo sobre los foscos y los árboles de sombra, agujas de rosa y palmeras, con la misma suavidad y velocidad con que lo haría cualquier dragón.

Aquí y allá, mientras volaba, vislumbró senderos y delgados puentes de madera que saltaban de un árbol a otro, y transformaban los gigantes del bosque en los hogares vivientes de los elfos. Cruzaba Cormanthor en cuestión de segundos, y ahora descendía y perdía velocidad, como si una enorme mano invisible lo hubiera dejado caer.

«Muchas gracias, Mystra», pensó, bastante seguro de a quién debía dar las gracias. Se hundió más allá de los jardines del palacio, en el bullicio de las innumerables espiras de la ciudad central, la mismísima Cormanthor.

Aminoraba enormemente la velocidad ahora, como si no fuera más que una hojita derivando en una débil brisa. A decir verdad, no oía ni el silbido del viento ni sentía el frío o la humedad del aire en movimiento. Torreones y esferas flotantes de tenue luminosidad se alzaron a su paso a medida que la zambullida tocaba a su fin, y empezó a moverse con libertad, de acá para allá.

Iba de un lado a otro según si el punto al que miraba le interesaba lo suficiente para acercarse. En su vuelo, pasó junto a elfos que no lo veían, y que —como descubrió cuando se cruzó en el camino de varios flotadores repletos de montañas de hongos, y éstos lo atravesaron sin que él sintiera nada— tampoco lo percibían. Al parecer, era un auténtico fantasma; un objeto invisible, silencioso, que flotaba sin ser detectado.

En tanto iba a la deriva de un lado a otro, observando las ajetreadas vidas de los cormanthianos, empezó a escuchar cosas también. Al principio no era más que un fragor tenue y confuso interrumpido por irregularidades más ruidosas, pero aumentó hasta convertirse en un estrépito ensordecedor de farfulleos entrelazados, que recordaban las conversaciones y ruidos realizados por miles de elfos a la vez, como si pudiera escuchar a todo Cormanthor, sin tener en cuenta la distancia, paredes y profundidades de las bodegas, presentado todo a la vez a unos oídos que ya no parecía poseer.

Permaneció suspendido durante un tiempo en una pequeña maraña de arbustos que crecían entre tres foscos exactamente espaciados, a la espera de que el estruendo amainara o que perdiera del todo el juicio. Los ruidos fueron cediendo poco a poco, disminuyendo hasta los niveles que podía captar el oído normal: los sonidos cercanos, con el suave, incesante susurro de las hojas agitadas por el viento que ahogaba todo lo demás. Se relajó, capaz de pensar otra vez, hasta que pensar engendró curiosidad, y un deseo de saber qué sucedía en Cormanthor.

Así que era invisible, silencioso, y no despedía ningún olor, ni siquiera para los vigilantes elfos. Ideal para fisgonear en sus actividades. Pero sería mejor asegurarse de que podía moverse sin ser visto antes de intentar penetrar en cualquiera de las guaridas de lobo de los alrededores.

A este fin, El se dedicó a abalanzarse sobre elfos en las calles y en los puentes, aullando a todo pulmón mientras lo hacía. Incluso los atravesó mientras los arañaba e insultaba a gritos; se escuchaba a sí mismo a la perfección, e incluso podía modelar extremidades espectrales con las que apuñalar y golpear, extremidades que él al menos sí sentía, que soportaban dolorosos arañazos cuando un miembro golpeaba otro.

Sin embargo, sus objetivos elfos ni se enteraban de su presencia. Reían y charlaban como nunca lo habrían hecho de haber sabido que tenían a un humano cerca. Elminster se elevó por los aires tras arrojarse a través de una dama elfa de gran alcurnia y apariencia particularmente glacial, y se dijo que tal vez no le quedara tanto tiempo para hacer uso de este estado. Después de todo, tras su despertar ninguno de los poderes que poseía habían permanecido inmutables durante mucho tiempo; de modo que lo mejor sería iniciar su espionaje.

Primero, tenía que comprobar algo.

Recordaba vagamente estas calles: había circulado por ésta, se dijo, en su primer paseo vacilante por la ciudad, cuando intentaba localizar la Casa Alastrarra sin que pareciera que hacía otra cosa que pasear. Una mansión particularmente orgullosa, en el centro de unos jardines amurallados, debiera encontrarse en esa dirección.

La memoria no le había fallado. Fue cuestión de un instante atravesar la verja sin ser visto, y buscar la gran mansión situada al otro lado. Descubrió que podía traspasar objetos pequeños, en especial de madera, pero la piedra o el metal le hacían daño o lo rechazaban; no era capaz de abrirse paso o filtrarse a través de muros. Una ventana le hizo un buen servicio, no obstante, y se encontró con la magnificencia de un hogar lujosamente decorado. Bajo los pies todo eran pieles, y por todas partes se veían maderas enceradas esculpidas en forma de sofás y sillones; las familias adineradas parecían tener preferencia por el cristal soplado multicolor y los asientos que aparecían con diferentes clases de brazos diminutos, y estanterías y curvadas cavidades en las que recostarse. Elminster pasó junto a todo esto como un decidido hilillo de humo, en busca de algo concreto.

Lo encontró en un dormitorio recargado donde una pareja de elfos desnudos flotaba uno en brazos del otro, derechos sobre el lecho, discutiendo con toda seriedad —casi airadamente— los asuntos del reino. Elminster encontró tan fascinante lo que discutían las vivaces lenguas de lord y lady Crepúsculo Apacible, que se quedó un buen rato escuchando, antes de que una disputa puramente personal sobre la moderación y el consumo del jerez
tripleshroom
lo hiciera descender al suelo, y a cierta distancia sobre las pieles que lo cubrían, hasta los claramente vibrantes hechizos que rodeaban el tocador de joyas de Duilya Crepúsculo Apacible.

Era una costumbre cormanthiana entre las damas elfas adineradas poseer un armario portátil en forma de vaina, algo parecido al dosel que rodea una silla de manos. En esta especie de ropero cuelgan sus joyas o las guardan en cajones pequeños tallados individualmente para encajar en las angulosas paredes de madera. Los tocadores de joyas estaban equipados con pequeños espejos colgantes, diminutos globos de luz de cristal que se iluminaban cuando se les daba golpecitos con el índice, y pequeños asientos. También contenían poderosos encantamientos para mantener lejos los dedos errabundos de aquellos que se sentían abrumados por la belleza de las gemas guardadas allí, encantamientos que en teoría podían adaptarse para mantener fuera a todo el mundo excepto a sus dueñas. Estos «velos» eran tan potentes que refulgían con un brillante tono azul, bastante visible al ojo, mientras se deslizaban y ondulaban alrededor de sus tocadores en una compacta esfera de magia.

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