Elminster en Myth Drannor (29 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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—¿Era esa Alais? —susurró lord Uldreiyn, meneando la cabeza y señalando a la puerta por la que el heraldo se había marchado—. Pero ella era mucho más... ah...

—¿Curvilínea que nuestra emisaria? —finalizó la hechicera por él, tajante—. Desde luego. La visteis cuando estaba ya bajo los efectos del encantamiento, y la habían forzado a cambiar su cuerpo para complacer los gustos de Glarald.

El Starym cerró los ojos y sacudió la cabeza otra vez, como para deshacerse de aquellas poco agradables noticias.

—¿Vive aún Glarald? —inquirió despacio.

—Así es —respondió el Ungido con severidad—; aunque su inteligencia ha quedado gravemente dañada. Los unicornios no se mostraron nada benévolos, y él se valió de un cetro cuando su control menguaba ya, e intentó volverlo contra ellos; las criaturas invirtieron los efectos contra él. En estos momentos se oculta, luchando con su vergüenza, en el Árbol de Thurdan en el extremo meridional del reino.

—Pero ¡vos no me habíais contado esto! —les espetó lord Uldreiyn—. Qui...

—¡Esperad! —lo interrumpió la Srinshee, con la misma ferocidad, y la sorpresa dejó al lord boquiabierto—. Ya me he cansado, señor —prosiguió ella en un tono más mesurado—, de que las grandes Casas del reino se dediquen a vociferar sobre sus derechos... en este caso, la intimidad de sus mentes y las actuaciones de sus individuos... cada vez que el Ungido o la corte requieren algo de ellas, y luego esperen que nos saltemos esos derechos cada vez que a ellas les conviene. De modo que no podemos curiosear en vuestras acciones, mi señor, o en las de vuestros guerreros, corceles o gatos... ¡pero hemos de revelaros las actividades de otro miembro de vuestra casa! Él no es ni vuestro hijo, ni vuestro heredero, y si decide no confiar en vos, eso, como vos y los portavoces de las Casas Echorn y Waelvor nos han recordado con todo sarcasmo, en múltiples ocasiones, no es asunto nuestro.

Uldreiyn se quedó mirándola con fijeza, anonadado.

—Vos —siguió la Srinshee— os habéis estado muriendo de ganas por preguntarme sobre la desaparición de mis arrugas desde el momento en que nos encontramos esta tarde, y devanándoos los sesos para hallar un modo de deslizar educadamente la pregunta en vuestra conversación, para no tener que preguntar directamente. Respetáis la norma, y esperáis que nosotros también la respetemos, hasta que ese cumplimiento por nuestra parte os resulta incómodo, momento en el que demandáis que la rompamos. Y aun así os preguntáis por qué la corte considera a las tres Casas mayores en particular, y a todas las Casas importantes en general, como enemigas.

El Starym la contempló parpadeante, suspiró, y se recostó en su asiento.

—No puedo desdeñar vuestras palabras, ni rechazarlas —dijo laboriosamente—. En esto, somos culpables.

—En cuanto a las intrigas de Glarald... en particular, su ambicioso, creativo y totalmente prohibido uso de la magia... —siguió la Srinshee inexorable—, ésta es la clase de cosas a que se dedican nuestros jóvenes, mi querido lord Uldreiyn, mientras vos y vuestros amigos os reunís por ahí censurando nuestros sueños de apertura y aferrándoos a falsas nociones sobre la pureza y naturaleza noble de nuestro Pueblo.

—¿Deseáis ser derribado desde dentro, gran señor, o asaltado desde el exterior? —inquirió en tono sosegado lord Naeryndam Alastrarra, dibujando un círculo sobre el tablero de la mesa.

Lord Starym lo miró con enojo, pero luego suspiró y dijo:

—Estoy casi convencido, escuchándoos a los tres, de que las antiguas Casas del reino son su principal villano y peligro. Casi. Pero permanece el hecho de que vos, venerado señor, permitisteis la presencia de un humano entre nosotros, aquí en el corazón del reino; y desde su llegada hemos tenido una muerte tras otra en una oleada de violencia sin par desde que la última horda de orcos fue lo bastante estúpida para poner a prueba nuestras fronteras. ¿Qué vais a hacer al respecto antes de que se produzcan más muertes?

—No hay casi nada que pueda hacer antes de que tengan lugar más muertes —le contestó el Ungido entristecido—. Esos cabezas de chorlito que estaban en la fiesta en la que desapareció Elandorr se dedican a cazar al humano mientras nosotros hablamos. Si lo encuentran, alguien encontrará también la muerte.

—Y de esa muerte, me temo, os echarán a vos la culpa —indicó Uldreiyn Starym—. Al igual que de las otras.

—Eso, mi señor —respondió Eltargrim, asintiendo—, es lo que significa ser el Ungido de Cormanthor. A veces creo que las antiguas Casas del reino lo olvidan.

Uno de los elfos se detuvo tan de improviso que la ondulante melena se balanceó hacia la parte delantera del rostro como si le hubieran crecido dos colmillos.

—¡Ése es el Castillo Fantasma de Dlardrageth!

—¿Y? —replicó Ivran Selorn con frialdad—. ¿Te asustan los fantasmas?

No obstante, se habían detenido, y algunos de los adolescentes contemplaban a Ivran con inquietud.

—Mi progenitor me dijo que guarda una maldición terrible —dijo Tlannatar Árbol de la Ira a regañadientes—, que trae mala suerte y magia equivocada a todo el que entra.

—Los fantasmas que acechan en el interior —intervino otro elfo— pueden desgarrar a cualquiera sin importar qué espada o hechizo se use contra ellos.

—¡Vaya sarta de mentiras estúpidas! —rió Ivran—. ¡Pero si Ylyndar Estrellas Dispersas trajo a sus damas aquí para sus escarceos amorosos durante seis veranos consecutivos! ¿Quién lo haría si los fantasmas fueran una molestia?

—Ya, ¡pero Ylyndar es uno de los magos de ideas más estrafalarias de todo Cormanthor! ¡Si incluso cree en los Mythals del viejo Mythanthar! ¿Y acaso una de las damas no intentó comerse su propia mano?

—¡Como si eso tuviera algo que ver con ese castillo! —contestó Ivran con el acompañamiento de un sonido bastante grosero. Luego volvió a reír, lanzó la espada al aire y la volvió a atrapar, y añadió—: Bien, vosotros, gallinas, podéis hacer lo que queráis, pero yo voy a hacer pedacitos a un hombrecillo de nada para entregárselos a Su Suprema Majestad de las Idioteces, el Ungido, y a la Casa Waelvor, y luego colgarlos en el pabellón de trofeos de los Selorn.

Echó a correr otra vez, agitando la espada alrededor de la cabeza y aullando. Tras unos instantes de incierta vacilación, Tlannatar lo siguió, y otros dos se apresuraron tras él. Otro par de elfos intercambiaron miradas y los siguieron con más cautela. Quedaron entonces sólo tres, que se miraron, se encogieron de hombros, y fueron también tras ellos.

Elminster alzó la cabeza bruscamente. Una espada de metal al repicar contra la piedra tiene un sonido muy particular, lo bastante característico para que un humano perseguido se levante, cierre su libro de hechizos, y se quede quieto escuchando con atención. Luego sonrió. Un elfo mascullando maldiciones a otro también tiene un sonido característico.

Intentó recordar lo que la Srinshee le había dicho sobre la disposición de este lugar. El castillo no era... nada, aparte de la información de que esta estancia se encontraba «en su centro». Los elfos que lo perseguían podrían encontrarse a tres minutos de distancia, o a una hora de dura ascensión y registro. Que iban tras él era seguro; ¿por qué si no uno de ellos querría que otro guardara silencio?

Se quedó allí, con el libro de hechizos bajo el brazo, pensando intensamente. Podía desplazarse a otra parte —una vez— invocando el poder del cetro, pero aún no había tenido oportunidad de recuperar su propio conjuro de transporte. El único lugar de Cormanthor al que ir que se le ocurría era la Cripta de las Eras, y ¿quién sabía las defensas que podía tener para impedir que los ladrones se transportaran al interior y al exterior tranquilamente? Esconderse sería lo mejor. Cuanto más manchadas de sangre estuvieran sus manos, más difícil sería para sus amigos seguir siendo sus amigos, de forma que le permitieran quedarse, y llevar a cabo cualquiera que fuera la tarea que Mystra había planeado para él. Sin embargo, los ágiles y vigilantes elfos no eran precisamente gente de la que fuera muy fácil ocultarse. Mystra le había concedido un conjuro asesino, no una docena. Tendría que lanzarse en medio de una banda irritada y bien dispuesta de cazadores de hombres, para tocar a uno y matarlo.

Una figura espectral pasó rozándolo, dejando tras ella un tenue sonido resonante que podría haber sido una risa salvaje, y el último príncipe de Athalantar sonrió de repente. ¡Claro! ¡Adoptaría el aspecto de un fantasma!

Dio dos rápidos pasos para ver por dónde desaparecía el fantasma en esta ocasión, y fue recompensado: en la parte superior de una pared había una grieta. Demasiado pequeña para él, pero no demasiado para un libro de hechizos.

Si usaba el conjuro que Myrjala le había enseñado, podía alternar entre la forma sólida y la espectral durante períodos breves, recuperando su apariencia sólida y normal durante no más de nueve segundos cada vez; hacerlo durante más tiempo rompería el hechizo, y la cuarta vez que adoptara la forma sólida también pondría fin al sortilegio.

Elminster se transformó en una sombra fugaz y se elevó a las alturas. Mientras ascendía hasta la grieta, escuchó un sonido de pies que se arrastraban por el suelo no muy lejos, como si una bota hubiera resbalado en la roca. Estaba claro que no tenía tiempo que perder.

Algo oscuro pero de rostro pálido salió disparado de la penumbra en dirección a él, aparentemente enfurecido. El joven estuvo a punto de dar un traspié y caer asustado, pero enseguida se hizo a un lado. El fantasma realizó un impresionante rizo y luego desapareció raudo por una esquina, en dirección a otras habitaciones. Evidentemente, a los fantasmas Dlardrageth los intrusos bajo forma espectral les gustaban aun menos que los sólidos mortales.

Una vez alcanzada la grieta, El se introdujo por ella; la abertura conducía a una estancia pequeña y estrecha, los restos de otra sala mucho mayor cuyo techo se había venido abajo hacía mucho. Se veían huesos bajo los cascotes, huesos elfos, y El dudó que los fantasmas lo dejaran tranquilo si se instalaba allí durante mucho tiempo. De todos modos, no tenía gran cosa donde elegir. Mientras escudriñaba lo que lo rodeaba, el aire pareció llenarse con una tenue neblina purpúrea. ¿Qué era aquello? Magia, claro, pero ¿de qué tipo?

Fuera lo que fuera, él no se sintió diferente, y seguía siendo una ingrávida sombra voladora. Se desplazó hasta el otro extremo de la habitación.

Al otro lado de la pared opuesta, a través de los huecos que habían sostenido vigas en otra época, un fantasma podía llegar a otra sala enorme, abierta al cielo, por donde avanzaba el primer elfo, gateando sobre un montón de escombros con la espada en alto. Ivran Selorn, si a Elminster no le fallaba la memoria; un jovencito sediento de sangre.

Había un agujero irregular en un extremo de la desmoronada habitación por el que el joven mago podía lanzarse, si tenía ganas de morir estrellado sobre las piedras cuarteadas del fondo. A través de él, distinguió la ruta que unía la sala abierta donde se encontraba Ivran, y la estancia donde él había estado estudiando. El agujero daba a una cascada de escombros que se derramaban al interior de una habitación redonda que en una ocasión había estado en la base de una torre derrumbada ahora. Un pasadizo salía de la habitación de la torre. Desde allí un estrecho corredor repleto de cascotes iba a parar a la sala donde todavía se encontraba el libro de hechizos de El. No era una ruta muy larga, e Ivran —intrépido y ansioso— avanzaba con rapidez.

Aquello dejaba a cierto muchacho de Athalantar poco tiempo para actuar. Se arrodilló en el suelo de la habitación de los huesos, recuperó la solidez y se bajó rápidamente los calzones.

Un legado que le había quedado de sus días como ladrón era lo que siempre llevaba bajo las ropas: una larga y fina cuerda negra encerada, arrollada una y otra vez a su pecho. La desenrolló ahora y arrojó la mayor parte de ella por la grieta, al tiempo que ataba el otro extremo a la astillada punta de una viga del techo de la pequeña habitación de los huesos. Sujetándose los pantalones con una mano, El volvió a transformarse en fantasma, y regresó junto a su libro de hechizos.

Mientras se volvía sólido y ataba apresuradamente el extremo de la cuerda alrededor del libro varias veces, los sonidos de pasos furtivos procedentes de los pasillos le indicaron que Ivran y los otros rastreadores penetraban ya en la sala de la torre: unos pocos pasos en la dirección correcta y podrían verlo allí, atando febril un trozo de cuerda a un libro con los pantalones alrededor de los tobillos.

Se transformó otra vez en espectro y casi dio un salto en el aire para elevarse e introducirse en la grieta tan deprisa como le era posible volar.

De regreso en la habitación de los huesos, recuperó la solidez de nuevo y se puso a tirar de la cuerda, jadeando en su precipitación. No tenía mucho tiempo para hacerlo antes de que tuviera que interrumpir la magia, de modo que en cuanto el libro estuvo a salvo en la grieta, mientras el polvo levantado a su paso descendía todavía de la abertura en una nube traicionera, se ató de nuevo las calzas y volvió a ser una figura espectral, dejando el libro y la maraña de cuerda tal cual, para ocuparse más tarde de ellos.

Bajo la apariencia de una nebulosa gris, atisbó por la grieta. Ivran entraba en aquel momento en la estancia donde él había estado estudiando. El elfo había advertido el polvillo que caía, y El retiró veloz la incorpórea cabeza antes de que a algún elfo se le ocurriera mirar a lo alto y lo descubriera. Flotó en la oscuridad, intentando pensar qué hacer ahora; aunque sin duda serían los elfos quienes lo decidieran por él, con sus acciones.

Un momento después, El giraba en la habitación derrumbada, temblando y helado, y el fantasma que había provocado el sobresalto al atravesarlo —el auténtico fantasma— descendía entre gemidos hacia la sala llena de elfos.

Se produjeron gritos allí abajo, y el centelleo de un hechizo. Elminster sonrió sombrío e, introduciéndose en uno de los agujeros de las vigas, pasó a la habitación contigua, para recorrer el castillo y averiguar a qué se enfrentaba.

Lo que descubrió no era nada alentador. El castillo era una ruina impresionante, pero no por ello dejaba de ser una ruina; el único pozo no cegado se encontraba en la habitación de la torre que ya había visto. No menos de nueve elfos, con las espadas desenvainadas y un número desconocido de hechizos en la manga, merodeaban por lo que en una ocasión había sido la espléndida fortaleza de los Dlardrageth; y al menos tres fantasmas los seguían como murciélagos insustanciales, lanzándose y girando a su alrededor pero incapaces de hacerles daño.

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