Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
Hubo un veloz arremolinamiento de neblinas azuladas, y la sensación de estar cayendo... y enseguida las botas de Elminster chirriaron sobre piedras sueltas. El cuerpo inerte y lánguido de un elfo descansaba en sus brazos.
Se encontraban en una roca plana en mitad de la ladera del valle, con helechos tronchados y aplastados a su alrededor, y gritos sobresaltados a su espalda. Los ruukhas miraban de un lado a otro, buscándolos, o se veían acuchillados por las dagas, que de repente habían emprendido un veloz vuelo hacia la nueva posición del joven para volver a describir su anillo protector.
Adentrarse en Cormanthor con un elfo muerto o moribundo en los brazos no parecía ser muy buena idea, pero en aquellos momentos no tenía demasiada elección. Con un gemido, el príncipe de Athalantar se cargó el liviano cuerpo al hombro y echó a andar para alejarse del valle, pisando cautelosamente por entre la vegetación para evitar una caída en aquel terreno tan accidentado. Se escucharon más gritos a su espalda, y Elminster sonrió levemente y volvió la cabeza.
Nuevas piedras se estrellaron y rodaron a poca distancia, y una lanza pasó silbando muy desviada a un lado, en tanto que sus perseguidores reemprendían la caza. El eligió un punto y realizó el segundo viaje de su conjuro de cinco saltos.
De improviso se encontró justo en medio de los rugientes y apresurados hobgoblins, con el elfo sobre el hombro. Sin prestar atención a los repentinos juramentos y gruñidos de sorpresa, El se irguió en toda su estatura y giró sobre sus talones en busca del siguiente punto despejado al que debía conducirlo la magia, que era... ¡allí!
Las espadas arremetieron demasiado tarde, pues él ya había vuelto a desaparecer.
Esta vez, cuando las arremolinadas brumas se desvanecieron, se escucharon chillidos a su espalda. Las silbantes dagas habían abierto un sangriento camino a través de los hobgoblins para alcanzar y rodear a El allí donde se encontraba... y ahora intentaban volver a llegar hasta él, abriéndose paso a cuchilladas por entre el grupo principal de ruukhas. El Elegido de Mystra contempló cómo los seres giraban al verlo y rugían con renovada furia al tiempo que atacaban otra vez; y los esperó pacientemente.
Ninguno de los ruukhas arrojaba proyectiles ya. Habían sacado hachas y espadas, cada uno ansioso por rebanar y acuchillar personalmente a aquel humano exasperante. El joven cambió de posición al mago elfo que llevaba al hombro, aguardó el momento oportuno, y volvió a saltar... de vuelta a un punto situado detrás de la avalancha de adversarios.
Se escucharon nuevos gritos cuando las dagas viraron para seguirlo, apuñalando otra vez a sus perseguidores. El vio que un pesado guerrero, herido de muerte en la garganta, caía al suelo describiendo un giro sin saber qué era lo que había acabado con él, mientras intentaba acuchillar en vano y sin fuerzas a un enemigo invisible en medio de un chorro de su propia sangre. Muchos eran los que se tambaleaban o cojeaban ahora, al volverse para seguir a su escurridizo enemigo. Sólo le quedaba un salto, pero Elminster lo reservó, y eligió ascender trabajosamente fuera del valle con su bamboleante carga. Tan sólo unos cuantos ruukhas porfiados fueron tras él.
El joven athalante siguió adelante, en busca de una posición ventajosa desde la que pudiera divisar un punto concreto en la lejanía. Los pocos adversarios que todavía lo perseguían no dejaban de rezongar, asegurándose los unos a los otros que los humanos se cansaban con facilidad, y que acabarían con éste antes del anochecer si es que no lo hacían antes.
Elminster no les prestó atención, concentrado en buscar un punto distante. Tras lo que se le antojó una penosa eternidad, encontró uno: un espeso bosquecillo de árboles situado en el extremo opuesto de otra cañada. Realizó el último salto y dejó atrás a los hobgoblins, esperando que ya no se molestarían en seguirlo.
Las dagas no tardarían en desvanecerse y, cuando desaparecieran, no le quedaría gran cosa con la que defenderse.
Fue entonces cuando una voz atiplada y débil junto a su oído balbuceó en lengua común:
—Suél... tame. Por... favor, suél... tame.
Elminster se aseguró de pisar terreno firme en la penumbra que proyectaban los árboles, y depositó con cuidado al elfo sobre un lecho de musgo.
—Hablo vuestra lengua —dijo en élfico—. Me llamo Elminster de Athalantar, y me dirijo a Cormanthor.
El asombro volvió a asomar a los verdes ojos.
—Mi gente te matará —repuso el mago elfo con voz muy débil—. Sólo hay un modo de que tú...
Su voz se apagó, y el joven mago apretó la mano sobre la fatigada garganta y murmuró apresuradamente las palabras de su único conjuro curativo. El otro le respondió con una sonrisa.
—El dolor es menor; te lo agradezco —dijo el mago con más energía—, pero agonizo. Soy Iymbryl Alastrarra, de... —Sus ojos se nublaron, y agarró a Elminster del brazo.
El se inclinó sobre el elfo, incapaz de efectuar otro hechizo curativo, mientras los largos y delgados dedos de éste trepaban como una araña temblorosa por su brazo, hasta el hombro, y de allí a su mejilla.
Una repentina visión estalló en la mente del joven. Se vio a sí mismo de rodillas, allí bajo los árboles donde estaba arrodillado en ese momento; pero no había ningún Iymbryl moribundo ante él: sólo polvo, y una gema negra brillando en medio de ese polvo. En la visión, El la recogía y se la llevaba a la frente.
Entonces la visión desapareció, y se encontró parpadeando ante el rostro transido de dolor de Iymbryl Alastrarra, cuyos labios y sienes mostraban un tono morado. La mano del elfo volvió a caer para contraerse como una criatura inquieta sobre las hojas muertas.
—¿Lo has visto? —jadeó el moribundo.
El asintió, intentando recuperar el aliento. El mago elfo asintió a su vez como respuesta, y musitó:
—Por tu honor, Elminster de Athalantar, no me falles. —Lo acometió un repentino espasmo, y se estremeció tal como una hoja seca y marchita se balancea en medio de ráfagas de viento que la arrastrarán con ellas en cualquier momento—. ¡Oh, Ayaeqlarune! —gritó Iymbryl entonces, sin ver ya al humano inclinado sobre él—. ¡Amada mía! ¡Por fin voy a reunirme contigo! Ayaeqlar...
La voz se extinguió, convertida en un largo y profundo estertor, como el eco de una flauta lejana. El delgado cuerpo se estremeció una vez, y luego se quedó inmóvil.
Elminster se inclinó más; y retrocedió horrorizado cuando la carne bajo sus manos dejó escapar un extraño suspiro, y se convirtió en un montón de polvo.
El polvo se arremolinó y revolvió en las sombras, y en el centro apareció una joya negra, igual que en la visión. El muchacho la contempló unos instantes, preguntándose en qué se había metido; luego alzó la mirada y observó los árboles que lo rodeaban. No había hobgoblins, ni ojos vigilantes. Estaba solo.
Con un suspiro, alzó la gema. Era cálida y suave, muy agradable al tacto, y emitió un débil sonido, como el eco de las cuerdas de un arpa, cuando la levantó. El joven mago clavó la vista en sus profundidades, no vio nada... y la apretó contra su frente.
El mundo estalló en un arremolinado caos de sonidos, olores y escenas. El joven mago reía junto a una doncella elfa en un cenador cubierto de musgo; luego él fue la doncella elfa, u otra diferente, que danzaba alrededor de una hoguera cuyas llamas chispeaban con un remolino de gemas. Después, sin saber cómo, llevaba puesta una armadura estriada y cabalgaba a lomos de un pegaso, mientras descendía en picado por entre los árboles para traspasar con su lanza a un orco rugiente. La sangre de la bestia inundó su campo visual, y luego parpadeó y cambió, para convertirse en la tonalidad rosada del amanecer, que arrancaba destellos a las finas agujas de un bello y majestuoso castillo. Enseguida se encontró hablando una lengua elfa antigua y afectada, en una corte donde los elfos varones se arrodillaban vestidos de seda ante doncellas guerreras ataviadas con armaduras que relucían llenas de extraña magia, y se escuchó decretar una guerra para exterminar a los seres humanos...
¡Mystra, ayúdame! ¿Qué es esto?
El desesperado grito pareció devolverle el recuerdo de su nombre; él era Elminster de Athalantar, el Elegido de una diosa, y se encontraba inmerso en una vorágine de imágenes inconexas. Se trataba de recuerdos de la Casa de Alastrarra. Al pensar en dicho nombre volvió a verse arrastrado al huracán de mil millares de años, de decretos, refranes familiares y lugares queridos. Los rostros de un centenar de hermosas jóvenes elfas —madres, hermanas, hijas, pertenecientes a la Casa de Alastrarra todas ellas— le sonrieron o gritaron, y sus profundos ojos azules flotaron hasta los suyos como igual número de seductores estanques... Elminster se vio absorbido por ellos y cayó en su interior, mientras nombres y fechas y espadas desenvainadas centelleaban como látigos restallantes en el interior de su mente.
¿Por qué?
, se escuchó gritar, y la voz pareció resonar en medio del caos hasta estrellarse como una ola al batir sobre las rocas sobre algo familiar: el rostro del desaparecido Iymbryl, que lo contemplaba con calma; lo acompañaba una doncella elfa de arrebatadora belleza.
—Es el deber —repuso Iymbryl—. La gema es el kiira de la Casa de Alastrarra, el conocimiento y la sabiduría conservados por sus herederos a través de los años. Lo que yo fui, lo es ahora Ornthalas que lleva mi sangre. Él aguarda en Cormanthor. Llévale la gema.
—¿Llevar la gema...? —exclamó Elminster, y ambos rostros élficos le sonrieron y entonaron al unísono:
—Llévale la gema. —Y entonces Iymbryl añadió:
»Elminster de Athalantar, permite que te presente a lady Ayaeqlarune de...
Lo que fuera que siguió a aquellas palabras se desvaneció, junto con su rostro y el de ella, bajo un nuevo torrente de vívidos recuerdos: escenas de amor, guerra y agradables parajes boscosos. Elminster se esforzó por recordar quién era él, e imaginarse a sí mismo arrodillado bajo las copas de los árboles, aquí y en este momento.
Notó el suelo bajo las rodillas y tocó la tierra con las manos; intentó percibir lo que las manos sentían, pero su cerebro estaba demasiado lleno de voces que gritaban, de unicornios bailarines, y de cuernos de guerra que brillaban a la luz de la luna de otras épocas y en lugares lejanos. Se alzó y avanzó vacilante con los brazos extendidos y sin ver, hasta dar de bruces contra el tronco de un árbol.
Aferrado a su sólida mole, intentó verlo, pero éste y otros troncos, altos y oscuros a su alrededor, le producían la terrible sensación de no ser como debían ser. Clavó en ellos la mirada, y trató de hablar, y se encontró contemplando a Iymbryl, que aullaba mientras las negras púas del tridente lo ensartaban otra vez. Y de improviso él era Iymbryl, inmerso en una roja oleada de dolor, en tanto que los ruukhas reían con roncas carcajadas a su alrededor y levantaban las mortíferas armas que no podía detener...
Cayeron sobre él e intentó escabullirse, y entonces se golpeó con algo sólido que lo dejó sin respiración. Elminster rodó, y percibió vagamente que se encontraba en el suelo, entre las raíces del árbol, aunque no alcanzaba a ver la tierra sobre la que descansaba su rostro.
Su mente volvía a mostrarle a Iymbryl, y a un joven elfo apuesto y de porte arrogante, ataviado con lujosas vestiduras, que se levantaba de un sillón flotante en forma de lágrima que estaba suspendido en el aire en una estancia adornada con telarañas azules que emitían un tintineo musical. El joven elfo se ponía en pie para dar la bienvenida a Iymbryl con una sonrisa, y en la mente de El se abrió paso el nombre Ornthalas. Claro. Debía apresurarse para llegar hasta Ornthalas y entregarle la gema. ¿Junto con su vida?
¿O tal vez se arrancaría el cerebro del cráneo, incluida la carne, cuando fuera a quitársela?
Retorciéndose sobre el polvo, Elminster intentó despegar la gema de su frente, pero parecía parte de él, cálida, sólida y bien pegada.
Tenía que levantarse. Los hobgoblins aún podían localizarlo aquí. Debía seguir adelante antes de que una araña de los árboles, algún oso-búho o un estirge descubriera que se trataba de un banquete fácil y desvalido, y debía... Elminster arañó sin fuerzas el suelo del bosque, a la vez que intentaba recordar el nombre de la diosa a la que quería invocar. Todo lo que le vino a la mente fue el nombre de Iymbryl.
Iymbryl Alastrarra. Pero ¿cómo podía ser aquello? Él era Iymbryl Alastrarra, heredero de la Casa, el Mago de las Muchas Gemas, jefe de la patrulla del Cuervo Blanco, y esta cañada llena de helechos parecía un buen lugar para acampar...
Elminster chilló y volvió a chillar, pero no había nadie más en su mente que pudiera escucharlo. Nadie, excepto millares de alastrarranos.
Raro es que un hombre haga muchos enemigos y que, combatiendo contra todos ellos, obtenga una victoria tan clara y contundente que los derrote para siempre y se libre de ellos limpiamente, de un solo golpe. Es más, se diría que tan contundente resolución se encuentra únicamente en los relatos de los juglares. En el tapiz en constante desarrollo que es la vida real en Faerun, los dioses mortifican a las gentes con muchos más cabos sueltos... y demasiados de ellos resultan tan mortíferos como las decisivas batallas que los precedieron.
Antarn el Sabio
Historia de los grandes archimagos de Faerun
,
publicado aproximadamente el Año del Báculo
—¿Osaríais desafiar el poder de los elfos? Eso no sería muy... prudente, señor. —El rostro del elfo de la luna que pronunció aquellas palabras aparecía tranquilo dentro del yelmo de dragón, pero el tono de voz las convertía en una dura y mordaz advertencia.
—¿Y por qué no? —refunfuñó el hombre de la armadura dorada. Bajo la levantada visera en forma de cabeza de león, los ojos centellearon al tiempo que los guanteletes se cerraban con fuerza alrededor de la empuñadura de una espada mucho más larga que la del elfo al que se enfrentaba—. ¿Me han detenido los elfos alguna vez?
La visión de dos capitanes guerreros con armadura cara a cara sobre aquella cumbre barrida por el viento se desvaneció, y Elminster gimió. Estaba extenuado de todo aquello. Cada escena sombría, ominosa o alegre daba paso a la siguiente, agotándolo con su inacabable oleada de emociones. Parecía como si su cerebro ardiese. Por todos los dioses misericordiosos, ¿cómo conseguía mantener la cordura el heredero de la Casa Alastrarra?