Elminster en Myth Drannor (10 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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—¿Lo veis? ¡Todo amenazas y bravatas! —añadió el cuarto elfo.

—Bueno, ya basta —dijo el primer elfo en tono autoritario—. Humano, aquí no se permiten los hechizos de fuego. Has irritado a los guardianes siempre despiertos del Valle Sagrado, y debes pagar por ello.

El hechicero miró a su alrededor nerviosamente. El círculo parecía más estrecho ahora, aunque los elfos lo contemplaban aún con calma y no hicieron ningún movimiento para apartar los brazos de los costados. Farfulló las palabras que precisaría y alzó las manos apresuradamente como si fueran zarpas.

Un rayo de luz brotó de las puntas de los dedos, y brillantes haces de ávidas chispas que se precipitaron sobre los espectrales elfos, pasaron a través de ellos y fueron a arañar, inofensivos, los árboles situados más allá. De algunos de los troncos brotaron tenues nubecillas de humo.

Un elfo volvió la cabeza para observar el rayo, y éste se esfumó de repente, sin dejar tras él más que inofensivas volutas de humo.

El círculo permaneció inmutable. Si acaso, los elfos parecían ligeramente divertidos.

—Peor aún —prosiguió el primer elfo con severidad, como si la interrupción no hubiera tenido lugar—, creaste algo que se alimenta de magia y lo enviaste al corazón mismo de nuestros conjuros más antiguos.
Esto.

El tono del guardián traslucía una total repugnancia. Hinchó el pecho, que dejó escapar pequeños chorros de brillante luz y luego estalló cuando el asesino de magos apareció flotando a través de él, agitando débilmente las garras hacia los elfos que lo rodeaban. Heldebran experimentó una repentina y violenta oleada de esperanza. Tal vez podría lanzar a su criatura contra estos espectros élficos, y de este modo derrotarlos, o...

—Que el castigo sea adecuado y definitivo, humano sin nombre —añadió el implacable elfo, en tanto que el asesino de magos volvía la cabeza y miraba a su creador.

La oscuridad inundaba los innumerables orbes en los que Heldebran clavó la mirada, y las garras arañaron el aire con repentina energía. Murmurando en voz queda, los desastrados restos de su criatura flotaron al frente, decididos.

—¡No! —aulló el aprendiz de señor de la magia, mientras las endebles garras intentaban cercenarle los ojos—. ¡Noooo!

El círculo de guardianes elfos era como una barrera a su alrededor ahora, y lo contemplaban con frialdad. El hechicero humano se abalanzó sobre ellos, y chocó contra un resistente y duro muro de fuerza invisible. Lo recorrió entre sollozos, hasta que las garras que lo buscaban lo atraparon por fin, y lo derribaron al suelo.

—¿Era alguien importante? —preguntó uno de los elfos, mientras los sonidos se apagaban y ellos extendían las manos para absorber toda la energía del asesino de magos y reducirlo a la nada.

—No —respondió otro con sencillez—. Uno que podría haberse convertido en un señor de la magia de Athalantar, si su dominio no hubiera sido destruido. Se llamaba Heldebran. No sabía nada interesante.

—¿No había otro intruso, que luchaba contra esa criatura hambrienta? —inquirió el tercer guardián.

—Era uno de los nuestros, uno que llevaba una gema del conocimiento.

—¿Y este humano osó perseguirlo en nuestro valle? —Los ojos del fantasma elfo llamearon de improviso en la eterna penumbra del bosque—. Devolvedle la vida, para que podamos matarlo otra vez —ordenó—. Más despacio.

—Elaethan —dijo el elfo de voz severa, en un tono de disgustado reproche—, yo realizaré los conjuros de lectura la próxima vez. Al tocar la mente de este humano, te has vuelto muy parecido a él.

—Es algo contra lo que todos tuvimos que protegernos, Norlorn, la primera vez que penetraron en los bosques donde vi el sol por vez primera. Los humanos siempre nos corrompen; ése es el verdadero peligro que entrañan para el Pueblo.

—En ese caso tal vez deberíamos destruir a todo humano que pase por aquí —observó Norlorn, irguiéndose en una torre de heladas llamas blancas—. El otro que usó un hechizo para huir de las llamas tal vez llevaba una gema del conocimiento, pero era humano, o al menos lo parecía.

—Y ése es el auténtico peligro que tales bestias representan para sí mismas —repuso Elaethan con suavidad—. Muchos de ellos parecen humanos, pero jamás consiguen convertirse en tales.

Elminster estaba de pie frente a la familiar raíz. El cetro se encontraba debajo, invisible bajo la tierra y el montoncito de ramas, hojas y terrones de musgo que había dispuesto con tanta precipitación. El joven oteó la hilera de riscos en busca de algún peligro que acechara y, al no encontrar nada, usó los poderes de la gema del conocimiento para comprobar su hechizo. Los recuerdos se arremolinaron por unos instantes, pero consiguió expulsarlos de su mente y sacudió la cabeza para aclararla.

Podría regresar allí —o más bien junto al cetro— otras dos veces, aunque no es que lo deseara; de modo que la cuestión era: ¿cómo evitar ataques que pudieran arrastrarlo de vuelta a ese lugar?

El misterioso hechicero o cualquier asesino de magos que decidiera enviar encontrarían sin dificultades a cierto Elegido de Mystra tan estúpido como para seguir la misma ruta que había tomado originalmente desde allí. Así pues, su ruta iría ahora en dirección este siguiendo los riscos, luego al sur a lo largo del primer riachuelo que encontrara que discurriera en esa dirección, hasta que se desviara demasiado del punto donde los árboles crecían más altos.

En los bosques, el paso ligero y los sentidos más agudizados de un elfo aventajaban a los de un humano, y cualquier patrulla elfa con la que tropezara tendría menos motivos para atacar a Iymbryl Alastrarra que a un intruso humano... a menos que Iymbryl fuera alguna clase de enconado adversario suyo. Sin embargo, hasta el momento no había encontrado ningún rastro en los recuerdos que indicara que el elfo fuera enemigo de nadie.

En esta ocasión, no le costó nada adoptar la forma de Iymbryl. Elminster pensó durante unos instantes en el libro de hechizos perdido con su alforja, y suspiró; tendría que acostumbrarse a los conjuros elfos menores —y a menudo curiosos— que guardaba la gema, que sin duda habían servido al heredero alastrarrano como su personal libro de hechizos. Ahora no tenía tiempo de estudiarlos; era mejor alejarse del cetro todo lo posible y con la mayor rapidez, no fuera el caso que su adversario el hechicero regresara a buscarlo.

Volvió a suspirar y se puso en marcha. ¿No sería mejor viajar de noche, en forma de neblina, y emplear las horas diurnas para estudiar conjuros? Bueno, ya tenía algo en que pensar mientras andaba. Podían transcurrir días antes de que pusiera los ojos en Cormanthor. ¿Disponía de días, o acaso esta gema consumía la vitalidad o la mente de quien la llevaba?

Si por casualidad se alimentaba de él... Se palmeó la frente.

—¡Mystra, ayúdame! —gimió.

Desde luego.
La inesperada voz que resonó en su cabeza lo hizo caer de rodillas al suelo, agradecido, pero la diosa se limitó a pronunciar ocho palabras más:
La gema no es peligrosa. Sigue con ella.

Tras unos instantes de estupefacto silencio y otros más dedicados a reír por lo bajo, Elminster así lo hizo.

La extraña luz purpúrea del almizclado bosque de hongos gigantes dio paso por fin a terreno elevado, y Elminster ascendió trabajosamente por él con toda una carga de conjuros y una sensación de agotamiento. Llevaba días andando y no había encontrado nada más excitante que un ciervo gigante con el que se había dado de bruces al anochecer, dos días atrás. Se encontraba muy lejos de los modestos muelles y torres de Hastarl, e incluso de asentamientos donde los granjeros habían oído hablar del reino de Athalantar; pero estaba ya cerca de la ciudad elfa, a juzgar por el zumbido de los conjuros de protección y alguno que otro avistamiento de caballeros elfos cruzando el cielo. Tenían un aspecto esplendoroso, con sus ornadas armaduras que refulgían moradas, azules y verde esmeralda cuando pasaban a toda velocidad sobre las sillas de sus unicornios volantes de piel azulada, que carecían de alas y riendas para conducirlos.

Varias de tales patrullas aéreas habían descendido para colocarse cerca del solitario caminante elfo y observarlo con atención, y El pudo echar un buen vistazo a sus jabalinas y pequeñas ballestas amartilladas. No muy seguro de lo que debía hacer, les dedicaba silenciosos saludos respetuosos con la cabeza sin detener la marcha. Todos ellos le devolvieron el saludo y volvieron a elevarse por los aires.

Más adelante, entre los árboles, se veían claros cubiertos de musgo y helechos. Allí, alzándose de su escondite entre la maleza, se tropezó con la primera patrulla a pie. Las armaduras eran magníficas, y cada uno de ellos sostenía un largo arco cargado mientras él avanzaba a su encuentro, sin cambiar el ritmo de la zancada. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Uno de ellos, más alto que el resto, soltó el arco cuando El se acercó. El arma permaneció donde la había soltado, flotando en el aire, y el elfo fue al encuentro del joven, con la mano alzada para que se detuviera.

Elminster se detuvo y lo miró pestañeando; era mejor dar la impresión de estar aturdido y cansado, no fuese que su ignorancia lo traicionase.

—Llevas días caminando en esta dirección —dijo el jefe de la patrulla elfa con voz suave y melodiosa—, y sin embargo no te has identificado ante las patrullas... como tampoco lo has hecho ante nosotros. ¿Quién eres, y cuál es el motivo de tu viaje?

—Soy... —Elminster titubeó, balanceándose ligeramente—, soy Iymbryl Alastrarra, heredero de mi Casa. Debo regresar a la ciudad. Mientras patrullábamos, nos emboscaron unos ruukhas, y soy el único superviviente, pero mis hechizos atrajeron a un hechicero humano. Envió a un asesino de magos tras de mí, y no... no me encuentro bien. Necesito llegar junto a los míos, y curarme.

—¿Un mago humano? —le espetó el oficial—. ¿Dónde tropezaste con semejante alimaña?

Elminster agitó las manos para señalar a su espalda, en dirección noroeste.

—Hace ya muchos días, allí donde el terreno se eleva y desciende varias veces. He... he andado demasiado para recordarlo con claridad.

Los elfos intercambiaron miradas.

—¿Y si algo se hubiera apoderado de Iymbryl Alastrarra mientras andaba y, tras devorarlo, hubiera adoptado su aspecto? —inquirió uno—. Ya nos hemos encontrado con tales transformistas en otras ocasiones. Vienen a merodear y a alimentarse.

El joven lo miró con ojos que esperó tuvieran un aspecto agotado y opaco, y se llevó una mano muy despacio a la frente.

—¿Podría llevar esto alguien que no fuera del Pueblo? —preguntó, dejando que la fatigada exasperación agudizara su voz, al tiempo que la gema se materializaba en su frente.

Un murmullo recorrió la patrulla, y los elfos retrocedieron para dejarlo pasar sin esperar la orden de su jefe. Elminster les dedicó un desganado cabeceo y siguió avanzando con paso vacilante, mientras intentaba parecer muy agotado.

No vio cómo el jefe de la patrulla, a su espalda, dirigía una mirada a uno de los guerreros elfos y asentía con energía; el guerrero le devolvió el gesto y, arrodillándose entre los helechos, se llevó la mano al pecho de la armadura... y desapareció.

Con un estremecimiento, El se dijo que, ahora que se encontraba entre elfos que andaban, estaban ilesos y no los espoleaba el frenesí de la batalla, sería mejor que observara con atención cómo se movían. ¿Lo delataba su porte como impostor? ¿O todos los que andan sobre dos piernas se tambalean igual cuando están cansados?

Tras añadir un traspié o dos, por si la patrulla vigilaba, siguió andando por entre los árboles. Inmensos gigantes del bosque se alzaban hacia el cielo, con sus copas a unos treinta metros del suelo o más. El terreno ascendía, y más allá se veía una zona abierta y soleada.

Tal vez aquí podría...

Y entonces se detuvo, estupefacto, y sus ojos se abrieron de par en par. El sol brillaba sobre las hermosas torres de Cormanthor ante sus ojos. Finos chapiteles se alzaban dondequiera que no creciera un árbol gigantesco —y de éstos había muchos— y se perdían fuera del alcance de la vista, en una magnificencia de gráciles puentes, jardines colgantes y elfos en corceles voladores. Los resplandores azulados de magia poderosa brillaban por doquier, incluso bajo la intensa luz del día, y una suave música llegó hasta sus oídos.

El joven exhaló un suspiro de admiración cuando la música lo envolvió, y reanudó la marcha. Tendría que permanecer alerta en todo momento ahora que paseaba por entre las Torres del Canto.

Toda una novedad, ¿no era así?

4
El cazador regresa a casa

Más de una balada de nuestro Pueblo narra cómo Elminster Aumar de Athalantar se quedó boquiabierto ante los esplendores de la hermosa Cormanthor al verlos por primera vez, y cómo se sintió tan cautivado que pasó todo un día recorriendo sus calles y empapándose de las glorias de la Cormanthor del pasado. En ocasiones, es una lástima que las baladas contengan tantas mentiras.

Shalheira Talandren, gran bardo elfo de la Estrella Estival

Espadas de plata y noches estivales:

una historia extraoficial pero verídica de Cormanthor

Año del Arpa

El sol se filtraba por la cúpula flotante de cristal multicolor, surcando el aire con haces rosados, esmeraldas y azules. Una cabeza cubierta con un casco, al volverse, emitió un destello púrpura, y el estallido de luz fue suficiente; quien la llevaba no tuvo que hablar para indicar a su compañero que acudiese a mirar.

Juntos, los dos guardas elfos escrutaron los límites septentrionales de la ciudad, situados bajo su flotante puesto de guardia. Una figura solitaria avanzaba pesadamente hacia las calles con el aire de aturdido cansancio que a menudo mostraban los cautivos o los mensajeros agotados que habían perdido sus alados corceles días atrás, y se habían visto obligados a seguir a pie.

En realidad, no se la podía considerar tan «solitaria», ya que no muy lejos del tambaleante elfo andaba una segunda figura, que seguía a la primera. Esta segunda era un miembro de una patrulla oculto por un manto de mágica invisibilidad que podría haber engañado a los ojos de cualquiera que no llevara un yelmo como el que lucían los dos centinelas.

Éstos intercambiaron miradas llenas de significado, hicieron un gesto conjunto a una esfera de cristal, que se acercó flotando, y se inclinaron al frente para escuchar.

El cristal repicó con suavidad, y la cúpula se llenó de improviso de sonidos: una algarabía de varios aires musicales, voces quedas que conversaban, y el retumbar y repiquetear de una carreta distante. Los dos guardas inclinaron las cabezas para escuchar con atención durante unos instantes, y luego se encogieron de hombros a la vez. El cansado elfo no hablaba con ninguna de las personas que pasaban por su lado. Y tampoco lo hacía su sombra.

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