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Authors: Bertrand Russell
La rebelión moderna contra la razón difiere en un importante aspecto de la mayoría de las que la precedieron. Desde los órficos en adelante, el objetivo habitual, en el pasado, era la salvación —un complejo concepto que abarca bondad y felicidad y que se alcanza, por regla general, por medio de alguna extrema renuncia. Los irracionalistas de nuestro tiempo no persiguen la salvación, sino el poder. Y así desarrollan una ética opuesta a la del cristianismo y el budismo; y a causa de su afán de poder, necesariamente, se mezclan en la política. Su genealogía, entre los escritores, es Fichte, Carlyle, Mazzini, Nietzsche, con defensores como Treitschke, Rudyard Kipling, Houston Chamberlain y Bergson. Opuestos a este movimiento podemos considerar a los benthamitas y a los socialistas como dos alas de un mismo partido; tanto los unos como los otros son cosmopolitas, son democráticos, condenan el interés económico privado. Las diferencias
inter se
sólo afectan a los medios, no a los fines, en tanto que el nuevo movimiento, que culmina (hasta ahora) en Hitler, difiere de uno y de otro en cuanto a los fines, y difiere aun de la tradición toda de la civilización cristiana.
La finalidad que deben perseguir los hombres de estado, según la conciben casi todos los irracionalistas a partir de los cuales se ha desarrollado el fascismo, fue claramente establecida por Nietzsche. En oposición consciente al cristianismo, así como al utilitarismo, Nietzsche rechaza las doctrinas de Bentham en lo tocante a la felicidad y
al mayor número
. «La humanidad —dice— es mucho más un medio que un fin... La humanidad no es más que el material experimental.» La finalidad que propone es la grandeza de individuos excepcionales: «El objeto es alcanzar esa enorme
energía de grandeza
que puede modelar al hombre del futuro por medio de la disciplina y también por medio de la aniquilación de millones de contrahechos y remendados, los cuales pueden, sin embargo, librarse de
la perdición
, a la vista del sufrimiento
creado de este modo
, nada semejante al cual se ha visto jamás». Debemos observar que esta concepción de los fines no puede ser considerada en sí misma como contraria a la razón, ya que las cuestiones relacionadas con los fines no pueden ser objeto de argumentación racional. Puede
desagradarnos
—a mí me desagrada—, pero no podemos probar nada en contra de ella, como nada puede probar Nietzsche en su favor. Hay, sin embargo, una conexión natural con la irracionalidad, ya que la razón requiere imparcialidad, en tanto que el culto al superhombre siempre tiene como premisa menor la afirmación: «Yo soy un superhombre».
Los fundadores de la escuela de pensamiento de la cual surgió el fascismo tienen todos ciertas características comunes. Buscan el bien en la
voluntad
, más que en el sentimiento o en el conocimiento; valoran más el poder que la felicidad; prefieren la fuerza al argumento, la guerra a la paz, la aristocracia a la democracia, la propaganda a la imparcialidad científica. Abogan por una forma de austeridad espartana, como opuesta a la cristiana; es decir, consideran la austeridad como un medio para obtener dominio sobre los demás, no como una autodisciplina que ayuda a alcanzar la virtud y, sólo en el otro mundo, la felicidad. Los últimos de entre ellos están imbuidos de darwinismo vulgar y consideran la lucha por la vida como el origen de especies superiores; pero se trata más de una lucha entre razas que de una lucha entre individuos, como la que defendían los apóstoles de la libre competencia. Placer y conocimiento, concebidos como fines, se les antojan demasiado pasivos. Sustituyen el placer por la gloria, y el conocimiento por la afirmación pragmática de que lo que ellos desean es la verdad. En Fichte, Carlyle y Mazzini, estas doctrinas están todavía envueltas en un manto de hipocresía moral convencional; en Nietzsche, avanzan por primera vez desnudas y sin vergüenza.
Fichte ha recibido menos reconocimiento del que le corresponde en la iniciación de este gran movimiento. Comenzó como metafísico abstracto, pero ya entonces mostró cierta arbitraria y egocéntrica disposición. Toda su filosofía parte de la proposición «Yo soy Yo», respecto de lo cual dice: «El ego se
postula a sí mismo y es
como consecuencia de este mero postularse a sí mismo; es al mismo tiempo el agente y el resultado de la acción, lo activo y lo que es producido por la actividad; Yo
soy
expresa un hecho (
Thathandlung
). El ego es porque se ha postulado a sí mismo».
El ego, de acuerdo con esta teoría, existe por voluntad de existir. Poco después vemos que el no-ego también existe porque el ego así lo quiere; pero un no-ego así generado nunca llega a ser verdaderamente externo al ego que decide postularlo. Luis XIV dijo:
L'état c'est moi
; Fichte dijo: «El universo soy yo». Como hizo notar Heine al cotejar a Kant con Robespierre, «en comparación con nosotros los alemanes, vosotros los franceses sois sumisos y moderados».
Fichte, es cierto, explica al cabo de un rato que cuando dice
Yo
quiere decir
Dios
; pero el lector ya no recobra por entero la tranquilidad.
Cuando, como resultado de la batalla de Jena, Fichte tuvo que huir de Berlín, empezó a pensar que había venido postulando demasiado vigorosamente el no-ego en forma de Napoleón. A su regreso, en 1807, pronunció sus famosos
Discursos a la nación alemana
, en los que, por primera vez, se expuso íntegramente el credo del nacionalismo. Estos discursos se inician con la explicación de que el alemán es superior a todos los demás pueblos modernos, porque solamente él tiene una lengua pura. (Los rusos, los turcos, los chinos, por no mencionar a los esquimales y a los hotentotes, también tienen lenguas puras, pero no fueron mencionados en los libros de historia de Fichte.) La pureza de la lengua alemana hace que solamente los alemanes sean capaces de profundidad; concluye que «tener carácter y ser alemán indudablemente es lo mismo». Pero si el carácter alemán ha de ser preservado de las corruptoras influencias extranjeras, y si la nación alemana ha de ser capaz de actuar como un todo, tiene que haber una nueva clase de educación, que ha de «moldear a los alemanes en un cuerpo colectivo». La nueva educación, dice, «debe consistir esencialmente en esto: en destruir completamente el libre albedrío». Añade que la voluntad «es la verdadera raíz del hombre».
No debe haber comercio exterior más allá de lo absolutamente inevitable. Debe haber servicio militar universal: todo el mundo ha de ser obligado a luchar, no por el bienestar material, no por la libertad, no en defensa de la constitución, sino bajo el impulso de «la llama devoradora del más alto patriotismo, que envuelve a la nación como la vestidura de lo eterno, por la cual los nobles de espíritu se sacrifican gozosos, y los innobles, que solamente existen por los demás, deben sacrificarse igualmente».
Esta doctrina, la de que el hombre
noble
es el propósito de la humanidad y de que el
innoble
no tiene derechos propios, es la esencia del moderno ataque a la democracia. El cristianismo enseñó que todo ser humano tiene un alma inmortal, y que, a este respecto, todos los hombres son iguales; los
derechos del hombre
fueron tan sólo un desarrollo de la doctrina cristiana. El utilitarismo, en tanto que no concedía
derechos
absolutos al individuo, daba el mismo valor a la felicidad de un hombre que a la felicidad de otro; y así, conducía a la democracia del mismo modo que la doctrina de los derechos naturales. Pero Fichte, como una especie de Calvino político, tomó a ciertos hombres por elegidos y rechazó a todos los demás como a seres sin importancia.
La dificultad, por supuesto, está en saber quiénes son los elegidos. En un mundo en el que la doctrina de Fichte fuese aceptada universalmente, todo hombre se consideraría
noble
y se uniría a algún partido de gentes lo bastante similares a él como para dar la impresión de compartir algo de su nobleza. Estas gentes podrían ser su propia nación, como en el caso de Fichte, o su propia clase, como en el de un comunista proletario, o su propia familia, como en el de Napoleón. No existe criterio objetivo de
nobleza
con excepción del éxito en la guerra; consecuentemente, la guerra es el resultado necesario de este credo.
La visión de la vida de Carlyle se origina, en lo fundamental, en la de Fichte, el individuo que más fuertemente influyó en sus opiniones. Pero Carlyle añadió algo que ha sido característico de la escuela desde entonces: una especie de socialismo y una preocupación por el proletariado que, en realidad, no es sino rechazo del industrialismo y del
nouveau riche
. Carlyle lo hizo tan bien que engañó incluso a Engels, quien, en su obra sobre la clase obrera inglesa en 1844, lo menciona muy elogiosamente. En vista de esto, poco ha de extrañarnos el que muchas gentes fuesen atraídas por la fachada socialista del nacionalsocialismo.
Carlyle, en efecto, todavía encuentra incautos. Su «Culto a los héroes» parece algo muy elevado; no necesitamos, dice, parlamentos electos, sino «héroes-reyes y todo un mundo no antiheroico». Para comprender esto, debemos estudiar su traducción en hechos. Carlyle, en
Past and Present
, presenta como modelo al abate Sansón, del siglo XII; pero quienquiera que no acepte a este personaje bajo palabra, y que, en cambio, lea la
Chronicle of Jocelin of Brakelonde
, hallará que el abate era un rufián sin escrúpulos, en el que se combinaban los vicios de un terrateniente tiránico con los de un abogado embrollón. Los demás héroes de Carlyle son, por lo menos, igualmente discutibles. Las matanzas de Cromwell en Irlanda le sugieren el comentario: «Pero en tiempos de Oliverio, como digo, todavía se creía en los juicios de Dios; en los tiempos de Oliverio todavía no existía esa jerga insensata de “abolir las Penas Capitales”, de Juan Jacobo Filantropía, ni la universal agua de rosas en este mundo todavía tan lleno de pecado... Solamente en las decadentes generaciones posteriores... puede tal indiscriminado amasijo de Bien y de Mal, en una melaza universal... tener lugar sobre nuestro planeta». De muchos de sus restantes héroes, tales como Federico el Grande, el doctor Francia y el gobernador Eyre, todo lo que necesitamos decir es que su característica común fue la sed de sangre.
Los que todavía piensen que Carlyle fue en algún sentido más o menos liberal, deben leer su capítulo sobre la democracia en
Past and Present
. En su mayor parte está dedicado al elogio de Guillermo el Conquistador y a la descripción de la amable existencia que disfrutaban los siervos de su tiempo. Después hay una definición de la libertad: «La verdadera libertad del hombre, diríamos, consiste en descubrir, o en ser obligado a descubrir, el camino recto, y en seguirlo» (pág. 263). Pasa luego a declarar que la democracia «representa la desesperanza de encontar héroes que os gobiernen, y la resignada conformidad con la falta de ellos». El capítulo termina estableciendo, en elocuente lenguaje profético, que cuando la democracia haya finalizado su curso, el problema que quedará es «el de dar con el gobierno de vuestros Verdaderos Superiores». ¿Hay en todo esto una sola palabra que no suscribiera Hitler?
Mazzini fue un hombre más moderado que Carlyle, del que disentía en cuanto se refiere al culto de los héroes. No el gran hombre individual, sino la nación, fue el objeto de su culto; y, mientras situaba a Italia en el lugar más prominente, concedía un papel a cada nación europea, excepto Irlanda. Creía, sin embargo, como Carlyle, que el deber había de anteponerse a la felicidad, incluso a la felicidad colectiva. Pensaba que Dios había revelado a cada conciencia humana lo que es justo, y que todo lo que hacía falta era que todo el mundo obedeciese la ley moral como la sintiera en su corazón. No comprendió jamás que personas distintas pueden diferir esencialmente en cuanto a lo que la ley moral ordena, ni que, en realidad, lo que estaba pidiendo era que los demás actuaran de acuerdo con la revelación de él. Puso la moral por sobre la democracia, diciendo: «El simple voto de una mayoría no constituye soberanía si contradice de un modo evidente los preceptos morales supremos... La voluntad del pueblo es sagrada cuando interpreta y aplica la ley moral; nula e impotente, cuando se disocia de la ley y sólo representa el capricho». Ésta es también la opinión de Mussolini.
Sólo un elemento importante se ha añadido desde entonces a las doctrinas de esta escuela, a saber: la fe seudodarwiniana en la «raza». (Fichte hacía de la superioridad alemana una cuestión de lengua, no de herencia biológica.) Nietzsche, que, a diferencia de sus seguidores, no es nacionalista ni antisemita, aplica la doctrina únicamente entre diferentes individuos: quiere que se impida la reproducción del desadaptado y confía en producir, con los métodos de cruza de los criadores de perros, una raza de superhombres que tenga todo el poder y en cuyo solo beneficio exista el resto de la humanidad. Pero escritores posteriores de similar visión han tratado de demostrar que toda excelencia corresponde a su propia raza. Los profesores irlandeses escriben libros para probar que Homero fue irlandés; los antropólogos franceses presentan evidencia arqueológica de que los celtas y no los teutones fueron la fuente de la civilización en la Europa septentrional; Houston Chamberlain expone por extenso que Dante fue alemán y que Cristo no fue judío. El acento puesto en la raza ha sido universal entre los angloindios, que infectaron a la Inglaterra imperialista por medio de Rudyard Kipling. Sin embargo, el elemento antisemita nunca ha sido importante en Inglaterra, aunque un inglés, Houston Chamberlain, fue principal responsable de que se le diera una falsa base histórica en Alemania, donde ha persistido desde la Edad Media.
En relación con la raza, si la política no interviniera, bastaría con decir que no se conoce nada políticamente importante. Puede tomarse como probable que existan diferencias mentales genéticas entre razas; pero lo cierto es que todavía no sabemos cuáles puedan ser tales diferencias. En el hombre adulto, los efectos del medio ambiente enmascaran los de la herencia. Además, las diferencias raciales entre los diversos europeos son menos definidas que las existentes entre los blancos, los amarillos y los negros; no hay características físicas bien definidas que permitan diferenciar con certeza a los miembros de las distintas naciones europeas modernas, puesto que todas son producto de la mezcla de linajes diversos. Cuando se trata de la superioridad mental, todas las naciones civilizadas pueden expresar una pretensión plausible, lo que prueba que las pretensiones de todos son igualmente vanas. Es
posible
que los judíos sean inferiores a los alemanes, pero es igualmente posible que los alemanes sean inferiores a los judíos. Toda la tarea de introducir en tal cuestión la jerga seudo-darwiniana es totalmente acientífica. Sea lo que fuere lo que lleguemos a conocer desde ahora en adelante, hasta el momento presente no tenemos ningún terreno firme en que fundamentar el deseo de hacer prevalecer una raza en detrimento de otra.