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Authors: Bertrand Russell
Los argumentos en favor de un alto grado de libertad en la educación no se derivan de la natural bondad del hombre, sino de los efectos de la autoridad, tanto sobre los que la sufren como sobre los que la ejercen. Los que están sujetos a la autoridad se hacen o sumisos o rebeldes, y ambas actitudes tienen sus desventajas.
Los sumisos pierden iniciativa, tanto de pensamiento como de acción; además, el odio generado por la sensación de frustración tiende a encontrar una salida en la mortificación de los más débiles. Es por ello que las instituciones tiránicas se perpetúan: lo que un hombre sufre de su padre, se lo hace sufrir a su hijo, y las humillaciones que recuerda haber padecido en la escuela pública las transfiere a los «nativos» cuando se convierte en un constructor de imperios. Así, una educación indebidamente autoritaria hace de los alumnos tímidos tiranos, incapaces tanto de buscar como de tolerar originalidad en las palabras y en los hechos. El efecto sobre los educadores es todavía peor: tienden a convertirse en ordenancistas sádicos, satisfechos de inspirar terror y contentos de no inspirar nada más. Como estos hombres representan el conocimiento, los alumnos adquieren un horror al conocimiento que, según creen los ingleses de clase alta, forma parte de la naturaleza humana, pero que en realidad forma parte de la perfectamente justificada aversión al pedagogo autoritario.
Los rebeldes, por otra parte, aunque puedan ser necesarios, difícilmente puedan ser justos con lo existente. Por otra parte, hay muchas maneras de rebelarse y sólo un reducido número de ellas es sabio. Galileo fue un rebelde y fue sabio; los que creen en la teoría de que la tierra es plana son igualmente rebeldes, pero son unos ignorantes. Hay un gran peligro en la tendencia a suponer que la oposición a la autoridad es esencialmente meritoria y que las opiniones no convencionales tienen que ser correctas; no se sirve a ningún propósito útil rompiendo faroles o sosteniendo que Shakespeare no es poeta. Y, sin embargo, esta rebeldía excesiva suele ser el efecto que un exceso de autoridad produce sobre los niños sensibles. Y cuando los rebeldes llegan a ser educadores, muchas veces alientan la rebeldía en sus alumnos, para los que, al mismo tiempo, tratan de formar un ambiente perfecto, aunque estos dos fines sean escasamente compatibles.
Lo deseable no es la sumisión ni la rebeldía, sino la afabilidad y, en general, la buena disposición, tanto para con las personas como para con las nuevas ideas. Estas cualidades se deben, en parte, a causas físicas, a las que los educadores de otros tiempos prestaban escasa atención; pero se deben en mayor grado a la ausencia del sentimiento de defraudada impotencia que surge cuando los impulsos vitales se frustran. Para que los jóvenes lleguen a ser adultos amables, es necesario, en la mayor parte de los casos, que se sientan en un ambiente amable. Ello requiere cierta comprensión hacia los deseos importantes del niño, y no simplemente la tentativa de utilizarlo para alguna finalidad abstracta como la gloria de Dios o la grandeza de la patria. Y al enseñar ha de intentarse todo para suscitar en el alumno el sentimiento de que merece la pena saber lo que se le enseña —al menos cuando ello es cierto. Cuando el alumno coopera de buen grado, aprende dos veces más de prisa y con la mitad de fatiga. Todas estas razones abogan por un grado muy alto de libertad.
Es fácil, sin embargo, llevar el argumento demasiado lejos. No es deseable que los niños, por evitar los vicios del esclavo, adquieran los del aristócrata. La consideración hacia los demás, no solamente es asunto de importancia, sino también, en las pequeñas cosas de cada día, es un elemento esencial de civilización, sin el cual la vida social sería intolerable. No me refiero a las meras fórmulas de cortesía, tales como decir «por favor» o «gracias»; las buenas maneras están mucho más completamente desarrolladas entre los bárbaros y pierden entidad con cada avance de la cultura. Me refiero, por el contrario, a la buena disposición para realizar una parte justa del trabajo necesario, para ser servicial en cosas menudas que, en definitiva, evitan dificultades. La sensatez, en sí misma, es una forma de cortesía, y no es bueno crear en los niños un sentimiento de omnipotencia o la convicción de que los adultos existen únicamente para proporcionar satisfacciones a los más jóvenes. Y los que desaprueban la existencia de los ricos ociosos, son escasamente consecuentes si educan a sus hijos sin el sentido de la necesidad del trabajo y sin los hábitos que hacen posible la constancia.
Hay otra consideración a la que conceden escasa importancia algunos defensores de la libertad. En una comunidad de niños en la que no intervienen los adultos surge la tiranía del más fuerte, que puede llegar a ser mucho más brutal que la tiranía de la mayoría de los adultos. Si dejamos jugar juntos a dos niños de dos o tres años, descubrirán, tras algunas peleas, cuál de los dos tiene que ser el vencedor, y el otro se convertirá en esclavo. Donde el número de niños es mayor, uno o dos de ellos llegan a adquirir absoluto predominio, y los otros tienen mucha menos libertad de la que tendrían si los adultos intervinieran para proteger a los más débiles y menos pendencieros. La consideración hacia los demás no surge espontáneamente en la mayor parte de los niños, sino que ha de ser inculcada, y difícilmente podrá inculcarse sin el ejercicio de la autoridad. Éste es, quizá, el argumento más importante contra la abdicación de los adultos.
No creo que los educadores hayan resuelto aún el problema de combinar las formas deseables de libertad con el mínimo imprescindible de educación moral. La solución apropiada, hay que admitirlo, muchas veces resulta imposible por obra de los mismos padres antes de que los niños ingresen en una escuela bien orientada. Así como los psicoanalistas, a partir de sus experiencias clínicas, concluyen que todos estamos locos, las autoridades en las escuelas modernas, como resultado de su contacto con alumnos cuyos padres los han hecho ingobernables, están dispuestos a concluir que todos los niños son «difíciles» y todos los padres absolutamente necios. Los niños a los que la tiranía de sus padres —que muchas veces toma la forma de un solícito afecto— ha hecho cerriles, suelen requerir un período, más largo o más corto, de completa libertad antes de poder ver sin recelo a un adulto. Pero los niños que han sido tratados con sensibilidad en su hogar pueden soportar la vigilancia en cuestiones menores, mientras tengan la sensación de que se les ayuda en cuestiones que ellos consideran importantes. Los adultos a los que les gustan los niños, y no se ven reducidos a un estado de agotamiento nervioso por su compañía, pueden conseguir mucho en el terreno de la disciplina, sin que sus alumnos dejen de experimentar hacia ellos sentimientos amistosos.
Creo que los modernos teóricos de la educación se inclinan a. conceder demasiada importancia a la virtud negativa de no interferir entre los niños, y muy escasa al positivo mérito de disfrutar de su compañía. Si se siente hacia los niños el tipo de afecto que muchos sienten hacia los caballos o los perros, los niños tenderán a responder a propuestas y a aceptar prohibiciones, quizá con cierto jovial refunfuño, pero sin resentimiento. No sirve de nada el afecto que lleva a considerarlos como un terreno en el que hacer fructificar una valiosa conducta social o —lo que viene a ser lo mismo— una salida para los impulsos de mando. Ningún niño agradecerá un interés por su persona que parta de la idea de que va a tener un voto que ha de asegurarse para determinado partido, o un cuerpo que ha de sacrificarse por la patria. La clase de interés que resulta deseable es aquella que consiste en un gusto espontáneo por la presencia de los niños, sin propósitos ulteriores. Los maestros que tienen esta cualidad, rara vez han de coartar la libertad de los niños, pero podrán hacerlo, cuando sea necesario, sin causar daños psicológicos.
Desgraciadamente, es completamente imposible, para maestros sobrecargados de trabajo, mantener una afición instintiva por los niños; lo más probable es que experimenten hacia ellos un sentimiento parecido al del proverbial aprendiz de confitero hacia los almendrados. No creo que la educación deba ser la profesión exclusiva de nadie. Debería ser practicada, durante dos horas al día, todo lo más, por personas que pasaran alejadas de los niños el resto de su tiempo. La compañía de los niños es fatigante, especialmente cuando se evita una estricta disciplina. La fatiga, finalmente, produce irritación, que probablemente deba expresarse de algún modo, cualesquiera sean las teorías que el acosado maestro o la acosada maestra hayan podido adoptar. La necesaria ternura no se puede preservar por el único medio de la autodisciplina. Pero, donde existe, debiera ser innecesario imponerse de antemano reglas con respecto al trato que ha de darse a los niños «perversos», ya que es probable que aquel impulso conduzca a la solución acertada, y casi cualquier decisión será correcta si el niño percibe que se lo quiere. Ninguna regla, por sabia que sea, puede sustituir el afecto y la delicadeza.
(Escrito en 1928)
Por medio de la psicología moderna, muchos problemas educacionales que antes eran abordados —con muy poco éxito— por medio de una estricta disciplina moral, se resuelven ahora con métodos más indirectos, pero también más científicos. Existe, quizá, una tendencia especialmente entre los devotos del psicoanálisis peor informados, a pensar que ya no existe ninguna necesidad de estoico dominio de sí mismo. No defiendo este punto de vista, y en el presente ensayo me propongo considerar algunas de las situaciones que lo hacen necesario y algunos de los métodos para fomentarlo entre los jóvenes, y también algunos peligros que deben evitarse al fomentarlo.
Comencemos cuanto antes con el más difícil y el más esencial de los problemas que requieren estoicismo: me refiero a la muerte. Hay varios modos de enfrentar el miedo a la muerte. Podemos tratar de ignorarla; podemos no mencionarla nunca, y tratar siempre de volver nuestros pensamientos en otra dirección cuando nos sorprendamos meditando sobre ella. Éste es el método del pueblo mariposa en
La máquina del tiempo
de Wells. O podemos adoptar el sistema completamente opuesto, y meditar continuamente sobre la brevedad de la vida humana, en la esperanza de que la familiaridad engendre desprecio; éste fue el método adoptado por Carlos V en el claustro después de su abdicación. Hubo un alumno del Cambridge College que llegó inclusive a dormir con el ataúd en su habitación y que solía salir al parque con una pala para partir gusanos en dos, diciendo mientras lo hacía: «¡Eh! ¡Todavía no soy vuestro!». Existe una tercera vía, muy difundida, que consiste en persuadirse, y persuadir a los demás, de que la muerte no es la muerte, sino la puerta de una nueva y mejor vida. Estos tres métodos, combinados en proporciones variables, revisten la adaptación de la mayor parte de la gente a la inquietante realidad de que hemos de morir.
Sin embargo, hay objeciones que hacer a cada uno de estos métodos. El intento de evitar pensar en temas emocionalmente interesantes, como han señalado los freudianos en relación con el sexo, nunca tiene éxito, y lleva a varios tipos de irregularidad indeseables. Claro está que es posible, en la vida de un niño, evitar el conocimiento de la muerte en cualquier forma hiriente, durante los primeros años. Que así se consiga o no, es cuestión de suerte. Si uno de los padres o un hermano o hermana muere, nada cabe hacer para impedir que el niño adquiera una conciencia emocional de la muerte. Aun cuando, por fortuna, el hecho de la muerte no se haga vívido a un niño durante sus primeros años, más tarde o más temprano llegará a conocerlo; y en los que no se hallan preparados en absoluto, es probable que cuando ello ocurra se produzca un serio desequilibrio. Por tanto, hemos de procurar establecer una actitud hacia la muerte distinta de la mera ignorancia de su existencia.
La práctica de la constante y triste meditación sobre la muerte es igualmente dañosa. Es un error pensar demasiado exclusivamente acerca de cualquier tema, más especialmente cuando nuestro pensamiento no puede resolverse en acción. Por supuesto, podemos actuar de modo de posponer la idea de nuestra propia muerte, y dentro de límites, que son los de toda persona normal. Pero no podemos evitar morir al final, con lo que éste resulta un tema de meditación inútil. Además, tiende a reducir el interés del hombre por otras personas y por los acontecimientos, y sólo los intereses objetivos pueden preservar la salud mental. El miedo a la muerte hace que el hombre se sienta esclavo de fuerzas externas, y de una mentalidad de esclavo no cabe esperar ningún buen resultado. Si un hombre puede verdaderamente curarse a sí mismo del miedo a la muerte por medio de la meditación, dejará de meditar sobre el tema; en tanto éste absorba sus pensamientos, no habrá dejado de temerla. Y este método, por tanto, no es mejor que el otro.
La creencia en la muerte como puerta de entrada a una vida mejor debería, lógicamente, impedir que el hombre sintiera el menor miedo de ella. Afortunadamente para la profesión médica, de hecho no tiene estos efectos, excepto en muy escasas ocasiones. No vemos que los creyentes en una vida futura tengan menos temor a las enfermedades o sean más valientes en las batallas que aquellos que piensan que con la muerte acaba todo. El difunto F. W. H. Myers solía contar cómo preguntó a un hombre, durante una comida, lo que pensaba que habría de sucederle cuando muriera. El hombre trató de ignorar la cuestión; pero, al ser presionado, replicó: «¡Oh! ¡Bien! Supongo que alcanzaré la gloria eterna, pero me gustaría que no hablara usted de cosas tan desagradables». La razón de esta aparente inconsecuencia es, desde luego, que la creencia religiosa, en la mayor parte de la gente, se da solamente en la región del pensamiento consciente, y no llega a modificar los mecanismos inconscientes. Para enfrentar con éxito el miedo a la muerte ha de haber algún método que afecte a la conducta en su conjunto, y no solamente la parte de conducta comúnmente llamada pensamiento consciente. En algunos casos, la fe religiosa puede surtir este efecto, pero no en la mayor parte del género humano. Además de las razones conductistas, hay otros motivos para este fracaso: una es cierto grado de duda que persiste a pesar de la más ferviente profesión, y que se manifiesta en forma de cólera contra los escépticos; otra es el hecho de que los creyentes en una vida futura tienden a dar más importancia, y no menos, al horror que iría unido a la muerte si sus convicciones fuesen infundadas, aumentando así el temor de aquellos que no se sienten absolutamente seguros...