Un anciano que odia y teme la vejez, que odia los cabellos blancos y la cercanía de la muerte, no es un digno representante del estadio de su vida, como tampoco lo es un hombre joven y vigoroso que odia su vocación y su trabajo diario y busca escapar a los mismos.
En breves palabras: para cumplir como anciano su destino y estar a la altura de su tarea, hay que ponerse de acuerdo con la vejez y con todo lo que comporta, hay que decirle sí. Sin ese sí, sin la entrega a cuanto la naturaleza nos reclama, perdemos el valor y el sentido de nuestros días —tanto si somos viejos como jóvenes— y estafamos a la vida.
Todo el mundo sabe que la senectud trae molestias y que al final está la muerte. Año tras año se impone hacer sacrificios y llevar a cabo ciertas renuncias. Es necesario aprender a desconfiar de los propios sentidos y fuerzas. El camino, que hasta hace poco todavía era un pequeño paseíto, se hace largo y penoso, y un día ya no podremos recorrerlo. Tenemos que renunciar al alimento, que tanto nos ha gustado a lo largo de la vida. Las alegrías y placeres corporales van escaseando y cada vez hay que pagarlos más caros. Y después están todos los achaques y enfermedades, el debilitamiento de los sentidos, la relajación de los órganos, los muchos dolores, especialmente en las noches a menudo tan largas y angustiosas. Todo lo cual no puede negarse porque es una amarga realidad. Pero sería penoso y triste ceder únicamente a ese proceso de decadencia y no ver que también la senectud tiene sus cosas buenas, sus ventajas, sus fuentes de consuelo y sus alegrías. Cuando se encuentran dos personas mayores, no deberían hablar simplemente de la maldita gota, de sus miembros rígidos y del ahogo que experimentan al subir las escaleras, también deberían referirse a sus vivencias y experiencias consoladoras. Y de ésas hay muchas.
Cuando recuerdo ese lado positivo y hermoso de la vida de los ancianos y el hecho de que quienes peinamos canas conocemos también fuentes de fuerza, de paciencia y alegría que para nada cuentan en la vida de los jóvenes, no me corresponde hablar de los consuelos de la religión y de la iglesia. Eso es asunto del sacerdote. Mas sí puedo, agradecido, mencionar por su nombre algunos de los dones que la ancianidad nos otorga. Para mí el más querido de esos dones es el tesoro en imágenes que, tras una larga vida llevamos en la memoria, imágenes a las que, al reducir nuestra actividad, damos una dimensión muy diferente a la concedida hasta entonces. Personajes y rostros humanos, que desde hace sesenta o setenta años ya no están sobre la tierra, continúan viviendo en nosotros, nos pertenecen, nos proporcionan compañía y nos miran con ojos cargados de vida. Casas, jardines, ciudades que con el tiempo desaparecieron o cambiaron por completo, los vemos intactos como en otros tiempos, y las montañas y las lejanas costas marítimas, que hace décadas vimos en nuestros viajes, las reencontramos frescas y llenas de colorido en nuestro libro de estampas.
El hecho de mirar y observar, el hecho de la contemplación, se convierte cada vez más en un hábito y ejercicio y, sin advertirlo, la disposición y actitud del contemplador penetra todo nuestro comportamiento. Vivimos empujados por deseos, sueños, apetitos y pasiones, como la mayor parte de los hombres, asaltados por la impaciencia a través de los años y décadas de nuestra vida, tensos, cargados de expectativas, violentamente sacudidos por logros o desengaños, y hoy, hojeando cuidadosamente en el gran libro de estampas de nuestra propia vida, nos admiramos de lo hermoso y bueno que puede ser el habernos arrancado de aquella caza y ajetreo y haber llegado a la vita contemplativa.
Aquí, en este jardín de los ancianos, brotan muchas flores, en cuyo cultivo apenas si habíamos pensado antes. Ahí florece la flor de la paciencia, una noble planta; llegamos a ser más tranquilos, más reflexivos, y cuanto menor es nuestro anhelo de intervención y actividad tanto mayor se hace nuestra capacidad para contemplar y escuchar la vida de la naturaleza y la vida de nuestros semejantes, para dejar, sin crítica alguna y con asombro siempre renovado frente a su diversidad, que irrumpa en nosotros, a veces de forma participativa y con tranquilo pesar, a veces con risas, con clara alegría, con humor.
Recientemente estaba yo en mi jardín, había encendido fuego y lo alimentaba con hojas y ramas secas. Pasó entonces junto al seto de espino blanco una anciana, que sin duda rondaba ya los ochenta, se detuvo y se puso a mirarme. Yo la saludé y entonces se echó a reír y me dijo: «Hace usted muy bien con su fueguecito. A nuestra edad hay que alegrarse paso a paso con la hoguera». Con ello marcaba ya la tesitura de una conversación en la que lamentamos mutuamente todo tipo de padecimientos y de privaciones, aunque siempre en tono de broma. Y al final de nuestra charla reconocimos que a pesar de todo todavía no éramos tan terriblemente viejos y hasta apenas se nos podía considerar verdaderos ancianos mientras en nuestra aldea vivieran personas verdaderamente viejas como eran las centenarias.
Cuando las gentes absolutamente jóvenes con la superioridad de su fuerza y su despreocupación se ríen a nuestras espaldas y encuentran cómicos nuestro caminar torpe, los pocos cabellos blancos que nos quedan y nuestros cuellos tendinosos, recordemos cómo en tiempos nos reíamos nosotros de igual modo estando en posesión de la misma fuerza y despreocupación, y no nos imaginemos derrotados y vencidos, más bien tenemos que alegrarnos de haber superado ese estadio vital y haber llegado a ser un poco menos inteligentes y tolerantes.
1952
¡Oh, lluvia, lluvia de otoño,
montes cubiertos de gris,
árboles de tardo follaje que cae cansado!
A través de una ventana empañada mira
en lenta despedida el año achacoso.
Tiritando te sales con el manto
empapado. En la linde del bosque,
a tientas, el sapo y la salamandra salen
embriagados del follaje descolorido.
Y por los caminos abajo
corren y rugen las aguas infinitas;
en la hierba junto a la higuera
se remansan en estanques pacientes.
Y desde la torre de la iglesia,
sobre el valle, se derraman
cansadas y temblorosas las campanadas
por un aldeano que están enterrando.
¡Pero tú, amado mío, no llores
por más tiempo al vecino enterrado,
no llores la felicidad del verano,
ni las fiestas de la juventud!
Todo persiste en el piadoso recuerdo,
queda en la palabra, la imagen y la canción,
eternamente pronto a celebrar el regreso
con el vestido renovado y noble.
Ayuda tú a conservar, a transformar,
y para ti se abrirá la flor
del gozo creyente en el corazón.
La vejez tiene muchos achaques, pero tiene también sus ventajas. Una de ellas es la capa protectora de olvido, de cansancio, de afecto, que se interpone entre nosotros y nuestros problemas y sufrimientos. Puede ser desidia, anquilosamiento, odiosa indiferencia; mas, vista con otra luz, puede significar también serenidad, paciencia, humor, alta sabiduría y Tao.
La vejez aporta muchas cosas. Cuando un anciano mueve la cabeza o murmura algunas palabras puede verse en ello una sabiduría digna de elogio o un simple anquilosamiento. Pero el propio anciano continúa sin saber del todo si su conducta frente al mundo es en el fondo el resultado de la experiencia y la sabiduría o si es simplemente la consecuencia de trastornos circulatorios.
Sólo al envejecer se ve la rareza de lo bello y el singular milagro que se da realmente cuando entre las fábricas y los cañones brotan las flores, y entre los periódicos y los boletines de bolsa todavía siguen alentando las poesías.
Para ellos, para los jóvenes, su propia existencia, su búsqueda y sus sufrimientos tienen justamente una gran importancia. Para la persona que ha envejecido, la búsqueda fue un mal camino y la vida un fracaso si no ha encontrado nada objetivo, nada que esté por encima de ella y de sus preocupaciones, nada absoluto o divino que venerar, a cuyo servicio se pone y cuyo servicio es el único que da sentido a su existencia…
La necesidad de la juventud es la de poder tomarse a sí misma en serio. La necesidad de la vejez es poder sacrificarse a sí misma, porque por encima de ella hay algo que toma en serio. No me gusta formular dogmas de fe, pero creo realmente que entre esos dos polos tiene que discurrir y contar una vida espiritual. Porque el cometido, el anhelo y el deber de la juventud es llegar a ser, mientras que el cometido del hombre maduro es deshacerse o, como dijeron antaño los místicos alemanes, «dejar de ser». Pero antes es necesario haber sido un hombre perfecto, una auténtica personalidad, y haber sufrido los padecimientos de tal individuación y poder ofrecer, así, el sacrificio de esa personalidad.
En un día gris de invierno,
tranquilo y casi sin luz,
un anciano gruñón, que ni quiere
siquiera que se le hable.
Escucha pasar al río joven
cargado de ímpetu y pasión;
indiscreta e inútil se le antoja
su fuerza impaciente.
Entrecierra los ojos, burlón
y aún ahorra más luz;
con toda suavidad empieza a nevar,
y se pone el velo ante el rostro.
En su sueño senil le molesta
el agrio grito de las gaviotas,
y en el serbal deshojado
las peleas de los mirlos.
Ridículo con su importancia
le resulta todo lo afectado;
y entre toda esa nevisca
avanza hacia la oscuridad
No debe importarnos retener o copiar el pasado, sino vivir lo nuevo con la capacidad de recreación de la que seamos capaces con nuestras fuerzas. Por eso no es bueno el duelo, en el sentido de seguir pendiente de la pérdida y no en el sentido de la verdadera vida.
Me han castigado,
yo callo la boca,
me lamento en el sueño,
me despierto recuperado.
Me han castigado
me llaman el Pequeño,
no quiero llorar más,
riendo me duermo.
La gente mayor muere,
los tíos, el abuelito,
pero yo, yo continúo
aquí siempre, siempre.
MI VIDA, ASÍ más o menos lo imaginé, debería ser un transcender, un avanzar de peldaño en peldaño, debería ser avanzar un tramo tras otro y abandonarse, al igual que una música, tema tras tema, tempo tras tempo, termina, se desarrolla, se completa y se abandona, sin cansarse nunca, sin dormirse jamás, siempre despierta, siempre presente por completo. En conexión con las vivencias del despertar había yo observado que existen esos peldaños y tramos y que siempre la última época de un período vital comporta un matiz de decadencia y de ganas de morir, que más tarde conduce al paso, al cambio hacia un nuevo tramo, a un despertar y a un nuevo comienzo.
Como toda flor se marchita y toda juventud
cede a la vejez, cada estadio de la vida florece,
florece toda sabiduría y toda virtud
para su tiempo y no puede durar eternamente.
En cada llamada de la vida debe el corazón
estar dispuesto a la despedida y a nuevos comienzos,
para entregarse con valor y sin duelos
a distintos y nuevos compromisos.
Y en cada comienzo alienta un encanto
que nos protege y nos ayuda a vivir.
Recorramos alegres tramo tras tramo,
sin apegarnos a cada uno como a un hogar,
el espíritu universal no nos atará ni apretará,
nos alzará y dilatará peldaño tras peldaño.
Apenas nos acostumbramos a un círculo vital
en íntima costumbre, se cierne el aburrimiento,
sólo quien está pronto a la ruptura y al viaje
puede escapar a la rutina paralizante.
Quizá pueda aún la hora de la muerte
devolvernos espacios nuevos,
la llamada de la vida nunca terminará…
¡Ánimo, pues, corazón, despídete y sana!
Cada niño sabe lo que dice la primavera:
¡Vive, crece, florece, espera, ama,
alégrate y alienta nuevos impulsos,
abandónate y no temas la vida!
Cada anciano sabe lo que dice la primavera:
¡Hombre viejo, déjate enterrar,
deja tu sitio a los jóvenes alegres,
abandónate y no temas la muerte!
ENVEJECER DE UNA manera digna y mantener siempre una actitud o sabiduría conveniente a nuestra edad es un arte difícil; la mayoría de las veces llevamos el alma adelantada o atrasada respecto del cuerpo, y entre las correcciones de esas diferencias se cuentan las sacudidas del sentimiento vital interno, del temblor y vibración de las raíces, que suelen acompañarnos en los cortes de la vida y en las enfermedades. A mí me parece que frente a estas sacudidas hay que ser y sentirse pequeños como niños, y a través del llanto y la debilidad recuperar lo mejor posible el equilibrio tras una alteración de la vida.
A una edad avanzada se contempla la larga vida que queda atrás a través de unas consideraciones curiosas. La segunda mitad de mi vida era la mitad dramática, abundante en luchas, abundante en enemigos, en necesidades y en consecuencias de todo tipo. Pero la fuerza para contemplar desde arriba esa mitad agitada de la vida llegaba de la primera mitad más tranquila, de los casi cuarenta años de paz que yo hube de vivir. Se ha hablado de la guerra como de un baño de acero. Pero, según mi experiencia, no es más que la paz la que alienta y da fuerzas.
¡Qué sería de nosotros, los ancianos, si no tuviéramos esto: el libro de estampas del recuerdo, el tesoro de vivencias! Sería algo penoso y miserable. De este modo en cambio somos ricos y no sólo arrastramos hacia el final y hacia el olvido un cuerpo consumido, sino que también somos portadores del tesoro, que alienta en nosotros y nos ilumina mientras respiramos.
Nos ocurre a nosotros con la sabiduría lo que le sucedía a Aquiles con la tortuga. Siempre va un poco delante. Pero es un buen camino estar en su estela y seguir su fuerza de atracción.
¡Maravilloso encanto, encanto candente y triste del pasado! ¡Y todavía más maravilloso el que no haya pasado, el que no haya desaparecido lo ocurrido, su secreta pervivencia, su secreta eternidad, su continuar despierta en el recuerdo, su vital inhumación en la palabra que la evoca de continuo!