Eminencia (38 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Eminencia
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—¡En absoluto, Luca! Si en esta elección no hay pasión, se perderá la posibilidad de cambio. Si nosotros mismos no votamos al hombre adecuado, todos tendremos problemas. Ésta es nuestra única oportunidad de hacer que la barca de Pedro siga su ordenada travesía milenaria.

—Siempre me ha gustado esa metáfora —dijo Rossini—. La utilicé en mi entrevista con Guillermin.

—Lo sé. También a mí me impresionaron tus palabras. Como sabes, mi padre fue capitán de barco —dijo el secretario de Estado—. Sabía guiarse por las estrellas y amaba el mar. Me han dicho que su tripulación siempre lo respetó porque llevaba el barco a buen puerto y se preocupaba por sus hombres.

—¿Aún vive?

—No. Murió a principios de los años cincuenta. Mi madre crió a dos niñas y dos niños siendo viuda. Yo entré en la Iglesia. Mi hermano se convirtió en el jefe de la familia. Es un ejecutivo de Italcable. Mis dos hermanas están casadas. Mi madre es seis veces nonna. —Le dedicó una de sus raras sonrisas e hizo un gesto de resignación—. ¡Vaya! Finalmente me has hecho hablar de la familia. ¿Quieres saber algo más?

—Sí. ¿Por qué esta reunión con el camarlengo? Detesto entrar a tientas en una reunión. Supongo que tu padre me habría comprendido.

—Te habría comprendido perfectamente. Solía decirme: «Los Reyes Magos tenían una estrella que los guiaba hacia el Niño Jesús. El hombre de mar debe conocer las estrellas que lo conducen a su hogar». ¿Vamos? Baldassare odia que lo hagan esperar, y en este preciso momento carga con la Iglesia entera a sus espaldas. Eso lo pone un poco irritable…

La reunión en el despacho del camarlengo fue más numerosa de lo que se esperaba. Estaban presentes el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el patriarca maronita de Antioquía, los arzobispos de Tokio y Bangkok, y el arzobispo de Ernakulam en la India, que pertenecía al rito siro malabar. También estaban Aquino y el arzobispo de Seúl. Once personas en total. Rossini preguntó por qué y con qué pautas habían sido cooptados. El camarlengo lo explicó con su habitual afabilidad:

—No era posible, ni siquiera aconsejable, reunir un plenario consistorial de cardenales antes del cónclave. Ésta es la última de una larga serie de pequeñas reuniones en las que se han mantenido conversaciones, y nuestros hermanos mayores excluidos del cónclave han podido compartir con nosotros sus puntos de vista y sus experiencias. Mañana, entre las cuatro y las cinco de la tarde, acudirán a la Casa de Santa Marta, donde serán alojados, espero que más cómodamente que los asistentes al cónclave de otras épocas. A su llegada les habrán sido asignados los aposentos y se les proporcionarán los documentos necesarios, a saber, los horarios, el orden de los rituales, los juramentos de secreto, las reglas del cónclave, los nombres de las diversas personas que estarán allí para ayudarlos: secretarios, confesores, un médico, un cirujano, las órdenes para los cuidados, etcétera. Y si tienen algún problema especial con respecto a la alimentación, el personal de la cocina hará todo lo que esté a su alcance para complacerlos. Habrá comunicación telefónica entre las habitaciones, pero absolutamente ningún contacto con el exterior. Salvo en casos de extrema urgencia, y sólo con permiso del mariscal del cónclave. No obstante, existe un tema para el que parecían necesarias instrucciones especiales. Algunos de nuestros hermanos me han pedido que haga saber formalmente que si por casualidad fueran elegidos, rechazarían tal honor. Señalaron que renunciando de antemano a la candidatura podrían ahorrar tiempo y molestias a los electores. Yo les aclaré, por supuesto, que todos los electores deben ser libres de emitir su voto como ellos mismos decidan, aunque sepan que el candidato ha renunciado anticipadamente. Esto puede indicar una imperfección del sistema. Sin embargo, los electores son libres de utilizar el sistema de la forma que prefieran para la elección válida de su propio candidato. Planteo la cuestión ahora, en un tono informal, porque cuando entren ustedes en el cónclave encontrarán una lista completa y definitiva que entra dentro del juramento del secreto y que se aplica a todos los participantes en el cónclave. De todas maneras, algunos de nuestros hermanos ya han hecho pública su intención. Nuestro hermano de Westminster ya ha anunciado su intención de retirarse a su monasterio y dedicarse a pescar. Matteo Aquino, que esta mañana nos acompaña, ha renunciado a su candidatura, de manera tal que no pueda haber en el nuevo pontificado querellas vinculadas con los acontecimientos ocurridos en Argentina en el pasado.

—Uno se pregunta —intervino Gottfried Gruber—, uno se ve obligado a preguntar si, en el mismo contexto, y por la misma buena razón, nuestro eminente colega Rossini podría considerar una renuncia pública a su candidatura.

Se produjo un silencio sepulcral. Rossini se puso de pie lentamente. Se volvió hacia el camarlengo, sin mirar a Gruber. Muy lenta y deliberadamente, preguntó:

—Nos conocemos hace mucho tiempo, Baldassare. ¿Estaba enterado de que en esta reunión se me plantearía este desafío?

—No, Luca.

Él esperó que el camarlengo añadiera algo, pero éste no dijo nada más.

Rossini se volvió hacia Aquino.

—¿Y usted, Matteo, sugirió la pregunta?

Aquino rechazó el desafío encogiéndose de hombros.

—En cierto modo, supongo que sí. Después de conocer el informe de su entrevista con Steffi Guillermin, le hice a Gruber un comentario jocoso. Le dije que vivíamos en tiempos menos tolerantes y más dados al escándalo, y que la prensa dominaba nuestras vidas mucho más de lo que estábamos dispuestos a admitir. Por otro lado, dije que usted había sobrevivido mejor que yo al escándalo.

—¿Qué escándalo?

—El de su relación, breve sin duda, con la señora de Ortega: un sacerdote con una mujer casada. Eso fue, y seguirá siéndolo. Una vez que aparecemos en los libros de historia, ya no podemos escapar de sus páginas.

Rossini se v olvió lentamente para mirar a Gruber.

—¿Y usted, Gottfried? Es el perro guardián de la Iglesia, amo de los podencos de Dios. ¿Considera que debería renunciar públicamente a mi candidatura debido a este episodio de mi juventud?

—En las circunstancias actuales, sí.

—¿Y tú, Turi… Tú eres mi superior inmediato. ¿Qué tienes que decir?

—No tengo nada que comentar —respondió el secretario de Estado.

Rossini apartó la vista de él y se dirigió de nuevo al camarlengo.

—Con su permiso, Baldassare, y con el consentimiento de nuestros hermanos, me gustaría resolver este asunto ahora.

El camarlengo arrugó el entrecejo y planteó la pregunta formalmente.


Placetne fratres?

La respuesta fue unánime:


Placet
.

Rossini guardó un largo silencio mientras se recuperaba y aplacaba sus turbulentas emociones en busca de las palabras adecuadas.

—Hermanos míos. Nos hemos reunido aquí con anterioridad. En algunas ocasiones os recibí en Roma, en mi propia casa. Hemos celebrado juntos la Eucaristía. Ahora guardáis silencio mientras se me insta a que renuncie a los derechos y privilegios que me concedió nuestro difunto Pontífice. ¿Por qué? ¿Estoy sometido a juicio? ¿O sólo se trata de un desafío? No me defenderé porque no tengo nada que defender. No os suplicaré porque no tengo nada que justificar. No supliqué cuando me ataron a la rueda de un carro, me desollaron y me violaron con una fusta frente a mi propia iglesia y a mi propia gente. Grité, vociferé, recé, sí, y maldije a mis torturadores, pero no supliqué. ¡Pero cuando Isabel de Ortega mató a un hombre para salvarme y me dedicó sus cuidados y se escondió conmigo, entonces sí supliqué! Imploré como un hombre—niño a su madre, como un hombre a una mujer, a la que había renunciado sin saberlo: ¡hazme íntegro! Salvar a un hombre de la ruina. Es lo que ella hizo. Lo logró con el don de su ser y su condición de mujer. Lo hizo corriendo a diario el riesgo de ser víctima del secuestro, la tortura y la muerte. ¿Os parece escandaloso? Jamás pude considerarlo como otra cosa que como un acto de amor y curación. Cómo me juzgue mi hermano Gottfried Gruber, cómo puedan valorar sus asesores mis actos y mis actitudes es algo que para mí carece de importancia. Vine a Roma sin pretensiones. Se me trajo hasta aquí por un acuerdo alcanzado por nuestro hermano Aquino y la dictadura militar argentina. Fui entregado al Pontífice como un paquete de mercancía defectuosa. El paquete tenía una etiqueta con un precio y el precio era el silencio. Isabel de Ortega y su familia fueron rehenes de ese silencio. También fui entregado como servidor a la madre Iglesia, a la que he servido, no siempre con dicha y alegría, pero sí con fidelidad y puntualidad hasta hoy. Me convertí en defensor público de nuestro hermano Aquino, que sigue siendo vulnerable a las consecuencias de su servicio en Argentina. Las Madres de la Plaza de Mayo tienen una causa pendiente con él. Yo he intentado aliviar la ira contra él, y sin embargo ahora él guarda silencio. Su difunta Santidad me ofreció su amistad. En esta ciudad me confesé directamente con él por primera vez. Le dije que me arrepentía de la culpabilidad que encerraran mis propios actos, y que aceptaría cualquier penitencia que él decidiera imponerme; pero que no podía aceptar su absolución si ésta implicaba una condena o una censura del amor y la gratitud que sentía y sigo sintiendo por Isabel de Ortega. No lo hizo. Pero la penitencia que me impuso fue bastante dura: la separación de por vida… En un exilio honorable, pero en cualquier caso como rehén. He cumplido la penitencia. He pagado la deuda. Isabel de Ortega vino a Roma a pasar unos días y a despedirse de mí. Padece una enfermedad terminal. Su presencia le ayudó también a usted, Matteo. Suavizó la actitud de las Madres de la Plaza de Mayo con respecto a usted. Confío en que la recordará en sus oraciones. Ahora permitidme que os pregunte a todos: ¿seguiremos hablando de escándalo? ¡No lo toleraré, hermanos míos! Si queréis una Iglesia perfecta, no hay en ella lugar para mí. Pedro traicionó a su señor; Pablo no alzó su mano ni dijo nada ante la ejecución de Esteban, el primer mártir; María Magdalena fue amada por el Señor porque había amado intensamente; Agustín era un libertino y un hereje antes de abrazar la fe. Tertuliano se separó porque no podía perdonar a aquellos que se habían acobardado ante las persecuciones… En este momento, sois custodios de ésta, vuestra Iglesia. No es propiedad vuestra; sois responsables ante Dios del Pueblo de Dios. Finalmente respondo a nuestro hermano Gottfried, aquí presente. El cargo que ostento me fue otorgado legalmente, con todos sus derechos y privilegios. Y no renunciaré a ninguno de ellos por una falsa acusación de escándalo. ¡Dios no quiera que pensarais en hacerme Papa! ¡Dios no quiera que alguno de vosotros limitara mi derecho a la candidatura! Os doy las gracias, eminencias, por haberme escuchado pacientemente. Os ruego que me disculpéis.

Estaba a mitad de camino de la salida, cuando el camarlengo lo llamó.

—¡Espera, Luca! Por favor, vuelve a tu asiento. Tenemos otros temas que tratar.

Rossini vaciló un instante. Luego se volvió hacia el camarlengo, inclinó la cabeza y se sentó. El camarlengo miró a su alrededor y preguntó en tono formal:

—¿Alguien quiere decir algo sobre las palabras de nuestro hermano Luca?

Nadie respondió. Rossini supo que había obtenido una victoria; había doblegado a los «grandes electores», pero el triunfo le dejaba un sabor amargo. Podía comprender a Aquino y a Gottfried Gruber, pero Baldassare, el camarlengo, y Turi, eran sus amigos, y sin embargo no habían dicho nada en su defensa. Entonces el camarlengo cedió la palabra al cardenal arzobispo de Tokio, un hombre menudo y suave que representaba menos que los sesenta y ocho años que tenía. Hablaba en perfecto italiano, apenas matizado por el deje japonés. Su tono era humilde y cortés.

—Debo decir que estoy preocupado por lo que he oído aquí esta mañana, y por lo que he oído en otras reuniones desde mi llegada. Existe entre los hermanos una fricción que me resulta ajena y perturbadora. Hay una presión por imponer puntos de vista y disciplinas, como si formáramos parte de un ejército y no de una familia unida por el amor. Permitidme que os explique una cosa. Los cristianos de Asia vivimos como seres exóticos en comunidades enormes que tienen sus propias creencias, mucho más antiguas que las nuestras. Sin embargo, siguen siendo nuestra gente, nuestros amigos, nuestros parientes. Por lo tanto, estamos obligados a llevar a cabo nuestra misión de difundir el Evangelio con humildad, discreción y mucha caridad. Para usar las palabras del papa Juan XXIII: «Siempre buscamos aquello que nos une, y no lo que nos divide». Esto significa que en nuestra enseñanza debemos superar gran cantidad de barreras semánticas. Debemos difundir nuestro pensamiento cristiano con las palabras de otros idiomas y otras culturas. Debemos examinar, con la mente abierta, las propuestas religiosas de otras grandes religiones, siempre con la convicción de que, sea cual fuere la verdad, y la diga quien la diga, se trata de una auténtica revelación del Espíritu. Hay que tener mucho cuidado y un gran discernimiento para adoptar esta actitud mental. Tenemos que admitir emocionalmente lo que admitimos en el plano intelectual: que incluso las percepciones más refinadas de los teólogos, las prescripciones más precisas del derecho canónico serán una barrera para la comprensión religiosa si no están expresadas en el idioma del corazón. El conocimiento de Dios y de las verdades de la salvación se ofrece a todos; por lo tanto, debe estar disponible en todas las modalidades de la comunicación humana. Aquí hay un gran misterio: el de la propia intervención secreta y muda de Dios en cada vida humana, cuya existencia está sustentada por la Divinidad misma. Siempre es una empresa peligrosa imponer una definición verbal a este misterio, o condenar a aquellos que pretenden explorarlo con nuevas herramientas o por caminos poco conocidos.

Nuestra fe no es una serie de proposiciones que imponemos a la gente como una especie de billete de entrada al Reino. La fe es una iluminación que a1umbra todo y todos los acontecimientos del mundo. Es como una vela en una habitación llena de espejos, que se repite y se refleja al infinito. No definimos a Cristo en nuestro credo. Lo proclamamos: «Luz nacida de la luz, Dios verdadero nacido del Dios verdadero, engendrado, y no creado de la misma naturaleza del Padre». Esa proclamación fue formulada por los pueblos mediterráneos. ¿Cómo hago yo, un cristiano japonés para explicarla a mi gente? De la única manera que puedo, convirtiéndome yo mismo en el espejo que refleja la luz, por imperfecto que sea. Estamos aquí reunidos para elegir al Obispo de Roma. Según la tradición, él se convertirá en el sucesor de Pedro, el pescador, que fue el primero en negar a su maestro, pero que fue nombrado por él como la piedra sobre la que edificaría su Iglesia. Tenemos que encontrar otro Pedro, consciente de su propia fragilidad, consciente de las necesidades de una vasta y diseminada grey. No debemos crear mitos en torno de él. No debemos afirmar que toda la creación se le revelará en el momento en que sea elegido. Debemos elegir a un hombre que cuide a su pueblo, que esté abierto a él, que no busque siempre dirigirlo en todos los actos de su vida, que no utilice contra él la poderosa burocracia de la Iglesia, sino que intente aprender de él a través de las parábolas cotidianas de la experiencia humana. y, una vez que lo elijamos, no podremos destituirlo. En consecuencia, no deberíamos caer en celos personales sino más bien buscar a aquel de nosotros en quien podamos confiar para que guíe al rebaño hacia praderas nuevas y más abiertas.

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