Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
El viejo estuvo de acuerdo y empezaron a trabajar bajo un sol de justicia. Cuando consiguieron poner el motor a tiempo, Maqroll se dio cuenta de que la hélice no estaba balanceada. Tampoco así era posible partir río abajo ni controlar la embarcación en los trayectos en donde el agua estaba muy baja. Tomasito dijo que tenía una hélice de repuesto, pero también estaba en casa de doña Empera. Fueron por ella. Cuando lograron colocarla, se había venido la noche encima con la rapidez con la que llega en los trópicos. El Gaviero partió a casa de doña Empera para reunir sus pocas pertenencias. Al acercarse, oyó voces en la cocina y, por el tono, se dio cuenta de que se trataba de algo grave. Al entrar vio a un muchacho sentado en un asiento de esterilla, con los ojos desorbitados y temblando como con un ataque de malaria. Tenía la camisa manchada de sangre, al igual que los brazos y las rodillas. Doña Empera, sentada en su silla, tenía la cara vuelta hacia el muchacho. Una palidez marmórea le había detenido el rostro en una expresión de pavor como sólo los ciegos pueden tener en las tinieblas de su impotencia. El Gaviero preguntó qué sucedía. La ciega sólo pudo pronunciar algunas palabras con dificultad:
—Es Nachito, primo de Amparo María. Allá arriba… en el monte… todos. Habla, hijo, cuéntale al señor. Aquí no te va a pasar nada. Dile…
Era evidente que el pobre no conseguía pronunciar una frase completa. La ciega le contó a Maqroll que, por lo que había entendido a medias, el muchacho traía muy malas noticias. Un poco más serena por la presencia del Gaviero, consiguió, al rato, tranquilizar al niño hasta que su llanto fue apenas perceptible. Las lágrimas le escurrían por las mejillas e iban a caer en la camisa destiñendo la sangre ya seca.
El relato del chico duró casi una hora. Volvía sobre ciertos detalles y, de pronto, temblaba de nuevo y se le cortaba la voz. Don Aníbal y su gente habían sido sorprendidos en medio del bosque. Gente emboscada, al parecer con fusiles automáticos de los usados por los contrabandistas, les disparó una ráfaga tras otra hasta que todos quedaron tendidos en medio de la sangre. Después de las primeras ráfagas aún se escuchaban gritos de mujeres y de niños que seguían con vida. Una última descarga, más cerrada que las anteriores, los silenció para siempre. Nacho se había abrazado al cuerpo de su padre, que cayó entre los primeros con el pecho destrozado. El terror paralizó al muchacho que permaneció allí varias horas inmóvil y en silencio. La agonía de su padre había sido muy corta. Sintió unos pasos apresurados perderse en lo más espeso del monte y unas voces entrecortadas y lejanas de las que nada logró entender. Horas después huyó, presa del pánico, por una brecha que solía llevarlo a La Plata. Había esperado toda la tarde en las afueras del pueblo, porque no se atrevió a llegar de día en el estado en que estaba. Ya de noche, se resolvió a tocar en casa de doña Empera, a la que conocía muy bien por haber llevado y traído recados para ella.
Cuando el muchacho terminó su historia, el Gaviero lo hizo sentar a su lado. Le acarició los cabellos sin conseguir decirle una palabra. Sentía una piedad abrumadora que se concentraba en el cuerpo flacucho y endeble del chico y que iba extendiéndose, paulatinamente y con mayor dolor, a toda su gente segada con la crueldad fría y gratuita de la que sólo es capaz nuestra especie. Rostros, palabras, gestos, risas, mínimas historias familiares de los habitantes del llano de los Álvarez, se agolparon en su memoria. La bestialidad de esa masacre sin objeto le era imposible de entender, de aceptar. El dolor que esto le producía llegó, en su intensidad, a ser físico. Pasó a su cuerpo como una punzada creciente que lo derrumbaba. La ciega se llevó a Nacho para cambiarle de ropa y lavar la sangre seca que tenía por todo el cuerpo. Lo acostó junto a ella, en una pequeña hamaca en donde solía dormir el chico cuando le sorprendía la noche en La Plata.
Durante varias horas trató Maqroll de tomar una decisión. Era impensable partir en esas circunstancias. Esperaría hasta la mañana siguiente, cuando doña Empera se hubiera repuesto un poco. De nuevo giraban a su alrededor las presencias amigas de la gente sacrificada en el monte: Amparo María y su aire de maja de Goya, su amor sin dueño ni salida; don Aníbal Álvarez, hidalgo en sus tierras, leal y justo con sus amigos, fatalista y resignado como el caballero del Verde Gabán; el Zuro, inteligente, fiel, arisco e independiente y de recursos inagotables en el páramo. Y tantos otros rostros sin nombre, de gente hospitalaria y amable: masacrados, todos, por manos anónimas cuya costumbre de matar se había convertido en la única razón de existir. Chacales dementes, listos a recibir órdenes de quienes mueven allá arriba los hilos de una codicia implacable. Allí, tendido, Maqroll supo que su desesperación iría en aumento. Prefirió llevar la silla al balcón y quedarse mirando correr el río indiferente a la milenaria torpeza de los hombres, a su desventurada vocación de sacrificio. El silencio era perturbado, de pronto, por el chillido de algún ave desviada de su ruta, o el sonido del agua girando en los remolinos de la corriente. Sólo las estrellas trataban de penetrar en vano la espesa tiniebla del paisaje. La luna se había ocultado hacía mucho rato. Algo pesaroso y fúnebre flotaba en el ambiente. O, tal vez, el ánimo del Gaviero trasladaba al nocturno escenario el sabor de muerte y destrucción que se anudaba en su garganta. Antes de que aparecieran las primeras luces del alba, regresó a la cama para tratar de dormir un poco. Le esperaba el primer tramo de navegación río abajo, sembrado de peligros y riesgos encubiertos e imprevisibles.
Dormía profundamente, cuando un estruendo de motores pasó con furia desbocada por encima del techo de la casa. Quedó sentado en el jergón, presa de un pánico súbito. Logró sobreponerse y corrió al balcón para ver de qué se trataba. En ese instante acuatizaban, uno tras otro, dos hidroaviones Catalina pintados de color gris, con las insignias de la Infantería de Marina en las alas. En el desembarcadero estaban amarradas dos grandes barcazas del mismo cuerpo, de las que descendían, en fila ordenada y silenciosa, infantes de marina con uniforme gris de campaña y casco del mismo color. Los oficiales controlaban el descenso de la tropa e impartían órdenes en voces breves y tajantes. Los aviones amarraron al lado de las barcazas. Al abrir las portezuelas, descendieron oficiales de diferentes servicios: médicos con el uniforme de sanidad, capitanes de intendencia con portafolios y máquinas de escribir portátiles, hombres de la Inteligencia Militar, inconfundibles en su traje de civil consistente en guayabera blanca y pantalones beige claro. Al instante supo el Gaviero que su plan de partir esa mañana se iba a pique. Sin embargo, resolvió intentarlo. Reunió algunas pocas cosas y las guardó en una mochila que le había dado doña Empera. En un mudo y estrecho abrazo se despidió de la dueña de la casa que repetía como sonámbula: Apúrese, por Dios, apúrese —le daba bendiciones musitando ensalmos, invocando santos y santas en una abigarrada mezcla incomprensible. Maqroll dejó en la casa la maleta con el resto de sus ropas y papeles, con recomendación a la ciega de que incinerara todo en caso de que lo mataran. Cuando llegó donde Tomasito, éste lo esperaba con los ojos más desorbitados y febriles que nunca: «Váyase con cuidado, señor. Con la Marina no se juega. Esa gente viene aquí a poner orden y sabe hacerlo». Maqroll le entregó el dinero que habían acordado para completar el precio de la embarcación. Las mulas estaban en el establo y la ciega tenía instrucciones de entregárselas. El Gaviero tiró el morral en el fondo del planchón y saltó a éste. El motor encendió de inmediato. El viejo soltó las amarras y se despidió con un gesto de la mano que también tenía algo de bendición desesperada.
Con el motor a media marcha, Maqroll entró en mitad de la corriente y comenzó a descender sin prisa, mirando con afectada indiferencia hacia la orilla opuesta, como dando a entender que intentaba cruzar simplemente el río. Al pasar frente a las barcazas de la Armada, de una de ellas partió una voz desde un altoparlante, instalado en el techo de la cabina de mando: «¿A dónde cree que va? ¡Ése, el del lanchón, regrese inmediatamente! ¡Aquí, al costado! ¡Sí, usted!». El acento terminante de la orden se extendió por el ámbito con un eco paralizante y brutal. Con la misma lentitud con la que venía navegando, el Gaviero obedeció las instrucciones y fue a colocarse al lado de la barcaza. Varios soldados lo esperaban haciéndole señas desde el borde de aquélla. Le tendieron la mano para ayudarlo a subir a bordo. Dos de ellos saltaron al planchón y lo llevaron a donde habían anclado los Catalina; río abajo, al terminar el caserío. Un sargento le indicó al Gaviero que pasara adelante. Le señaló un camarote que tenía la puerta abierta y lo siguió de cerca sin decir palabra. Cuando entró al camarote, el Gaviero vio a un oficial agachado examinando unos mapas extendidos en una mesita sostenida por un extremo a la pared. Durante algunos segundos, que le parecieron horas, el oficial siguió inclinado tomando medidas con un compás. Por fin, levantó la vista. El sargento saludó militarmente y dijo: «Cumplida su orden, mi capitán». Éste contestó, mientras se quitaba unos anteojos sin aro que tenía sujetos en la base de la nariz: «Puede retirarse». Luego se quedó mirando fijamente al recién llegado, como tratando de forzar los ojos para ver mejor. Los tenía de un color azul intenso que, con los reflejos de la luz, cambiaban a un celeste desteñido. El pelo, cortado al rape, rubio, entrecano y ya escaso en la frente, le daba un aire de ejecutivo bancario más que de militar. Mientras limpiaba las gafas con un pañuelo, en gesto puramente reflejo, se dirigió al Gaviero con voz de bajo que para nada iba con su aspecto.
—Me temo que usted es la persona que llevó hasta la cuchilla del Tambo armas automáticas y explosivos adquiridos en el mercado negro de Panamá. Su nombre es Maqroll, si no estoy mal, pero también es conocido como el Gaviero. Llegó aquí no hace mucho y creo que no todos sus papeles están en regla. ¿Estoy en lo cierto? —había una cortesía distante en sus palabras y en sus movimientos, como si quisiera establecer una rigurosa distancia con su interlocutor. Debía ser una actitud usual en él y totalmente inconsciente, adquirida en los cursos de Estado Mayor.
—Sí, señor. Está usted en lo cierto. Pero me gustaría aclarar algo respecto a lo que menciona de las armas —contestó el Gaviero con la serenidad que le daba la resignación ante algo que venía temiendo desde hacía tiempo.
—Esa aclaración, como usted la llama, no me la tiene que hacer a mí. Ya lo interrogarán, en su momento, las personas indicadas. Por ahora me limito a informarle que está detenido en virtud de las atribuciones extraordinarias que tienen las fuerzas armadas durante el estado de sitio —al terminar estas palabras, dichas con rutinario acento oficial, el capitán ordenó al sargento que había traído a Maqroll y que esperaba afuera del camarote: «Llame al guardia de turno». Al momento se oyeron unos pasos apresurados y entró un soldado que se cuadró a la entrada: «A sus órdenes, mi capitán». «Lleve este hombre a la comandancia. Dígale al capitán Ariza que ya le hablaré más tarde al respecto». «Como ordene, mi capitán», contestó el soldado mientras hacía de nuevo el saludo militar. Tomó por el brazo al prisionero y salió con él del camarote. Se dirigieron al muelle, donde estaba amarrada la barcaza, y subieron por la pequeña loma que daba al terraplén. Era un zambo corpulento con facha de jugador de fútbol, uniforme impecable y un rostro indefinido de los que jamás guarda la memoria. No soltaba del brazo al Gaviero, pero en ese gesto no había la menor violencia. Parecía más bien que deseaba orientarlo hacia un lugar que el detenido desconocía. Llegaron a las instalaciones del puesto militar, que el Gaviero siempre había visto cerradas. Ahora mostraban una animación sorprendente que le hizo pensar en un hormiguero. Soldados y oficiales entraban y salían. Se escuchaban órdenes en voz perentoria, en medio del entrechocar de las armas y el traslado de muebles y enseres de un lugar a otro del edificio. Todo iba encontrando su lugar a un ritmo acelerado y exacto. Había en esto una demostración de eficiencia y disciplina que imponía temor y respeto. En el aire flotaba un olor a fusil que acaban de aceitar, a salón de clases con esa mezcla de madera de lápiz recién tajado y de sudor rancio.
El guardia condujo al Gaviero a la oficina del capitán Ariza. Éste era un hombre moreno, retacón, con bigotico de galán del cine mexicano de los años cuarenta. Vestía una reluciente guayabera blanca y pantalón beige. En la solapa traía un imperceptible botón con delgadas franjas naranja y verde pistache. «Inteligencia Militar» —se dijo el Gaviero—, «ahora comienza el baile». Ariza escuchó el recado transmitido por el guardia y asintió con la cabeza sin decir palabra. Se llevó la mano a la frente, esbozando un saludo militar y le hizo seña de que podía retirarse. Luego salió a la puerta y llamó a alguien por su apellido. Un teniente, también vestido de civil y con las mismas prendas de Ariza, entró y fue a ponerse a su lado para escuchar una orden murmurada al oído. El recién llegado asintió con la cabeza y acercándose a Maqroll, le dijo no sin cierta cortesía: «Venga conmigo, por favor». Maqroll lo siguió sin despedirse de Ariza. La impersonal deferencia del que lo llevaba por entre corredores y oficinas en plena actividad le llamaba la atención. Ese «por favor» le seguía sonando en los oídos. Era el signo de que ya no se hallaba entre militares de tipo convencional. Así estuvieran al servicio del ejército, los métodos y el lenguaje eran de policías, de cualquier policía de no importa qué lugar de la Tierra. Esta constatación no dejó de producir un relativo alivio. Casi podía anticipar lo que le esperaba. Sólo le quedaba el fastidio de tener que jugar al ratón con el gato astuto e incansable y tratar de salir con vida de entre sus garras. Pero esto no era imposible y estaba listo para comenzar la partida.
Atravesaron un patio en donde algunos infantes de Marina montaban media docena de ametralladoras. Trabajaban al sol y en silencio. Manchas de sudor iban creciendo bajo sus axilas y en el pecho, oscureciendo el uniforme de dril color gris. Maqroll y su guía se internaron por un corredor iluminado con focos de gran potencia, protegidos con mallas metálicas. Pensó que debían haber puesto a funcionar una planta eléctrica propia, ya que La Plata no contaba con electricidad. Se quedaban, pues, por largo tiempo. Iban pasando junto a puertas que se abrían y cerraban para dar paso a oficiales y ordenanzas que, de un lado para otro, llevaban papeles y carpetas con documentos. Cuando llegaron al fondo del pasillo, el oficial se detuvo ante una puerta metálica con pasadores cilíndricos y, en el centro, una estrecha mirilla enrejada. Sacó del bolsillo un manojo de llaves y, tras de probar varias, halló la que abría la pesada compuerta. Hizo al Gaviero seña de pasar adelante y entró tras él cerrando de nuevo. Se trataba de una celda a la que daban luz dos delgadas ventanas, casi pegadas al techo, protegidas por gruesos barrotes. El piso era de baldosas color azul claro que también cubrían las paredes a una altura de casi tres metros. En el centro había una especie de mesa de cemento, con una estrecha canal en el centro. Estaba ligeramente inclinada hacia adelante y recordaba un lavadero de ropa, pero más alargado. Al pie estaban el colchón de su cama de guadua y la mochila que traía en la barcaza. En una esquina del cuarto había dos lavabos gemelos con jabón y toallas colgadas a un lado. En otra, una precaria cortina que no alcanzaba a ocultar un escusado. El tanque del mismo estaba colocado a la altura del techo y era inalcanzable, así se subiera uno en la taza para intentarlo. El oficial le ordenó que se quitara los zapatos y el cinturón. El Gaviero se despojó de ellos y se los entregó en silencio.