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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (40 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Un hambre atroz se le despertó de pronto. El último esfuerzo hecho para subir la caja de TNT lo había dejado exhausto. Sin embargo, se puso en camino de inmediato para aprovechar lo más posible la luz de la tarde. Unió las cuatro mulas con un solo cabestro para que bajaran todas reunidas y no tener que cuidarlas una por una. Comenzó a mascar un bizcocho de yuca de los que le había dado la ciega para el camino. La saliva, espesa y amarga, no era suficiente para ablandar el bocado. Lo mantuvo en la boca hasta que encontró una pequeña toma de agua que manaba al pie del camino. Allí se sentó un rato y terminó todos los panecillos. Esto lo repuso un tanto para continuar el descenso. La sequedad de la boca y el sabor a verbena de la densa saliva que, a cada rato, tenía que escupir, le indicaban la presencia del miedo. Se conocían muy bien. Esos síntomas le eran familiares. Sintió de nuevo cierto alivio. El miedo era su viejo aliado. Estaba hecho a sus astucias y mimetismos. Convivir con él era, para Maqroll, una rutina y un desafío que lo regresaban a épocas de su vida cuando sus fuerzas aún le acompañaban con infalible obediencia.

Al llegar a los precipicios, las mulas conservaron el orden sin mostrarse renuentes a los obstáculos del sendero. Pero, de vez en cuando, movían las orejas como oteando un peligro lejano. Por el cielo, despejado y sereno, comenzó a desplazarse la luna con una lentitud apacible, casi conciliadora. El cansancio y el hambre obligaron a Maqroll a montar en la mula que cerraba la fila, a pesar de que la montura le incomodaba mucho y sus dotes de jinete eran menos que nulas. A cada rato cambiaba de posición tratando de evitar las horquetas destinadas a sostener los bultos. Empezó a quedarse dormido a trechos. Despertaba cuando el animal daba algún paso en falso o tomaba una pendiente pronunciada. Tenía la mente en blanco. El agotamiento y el ansia de comer algo caliente le anestesiaban la memoria. Cuando el camino se hizo más llano, las mulas emprendieron un trotecillo ansioso. Adivinaban la cercanía del llano de los Álvarez y el establo tibio donde les esperaba su ración de maíz. El Gaviero prefirió seguir a pie. El paso de su cabalgadura le estaba moliendo los huesos y le causaba un mareo que jamás conoció en el mar. Pasada ya la medianoche, llegó a la casa de la hacienda. No había señal de vida ni en la casa principal ni en las instalaciones de los arrendatarios. Llevó las mulas al establo y les dio de comer. En ésas estaba cuando escuchó, viniendo de la casa, el chirrido de una puerta. Salió a ver quién era. Se encontró de manos a boca con don Aníbal que lo esperaba al pie de la escalera de la entrada, con una lámpara Coleman en la mano para alumbrarle el camino.

—Qué bueno que apareció. Ya me tenía preocupado. Allá arriba comenzó el tiroteo desde ayer tarde y no sabíamos en dónde lo había sorprendido —la afectuosa preocupación del hacendado conmovió a Maqroll.

Entraron en la cocina. Don Aníbal le invitó a que se sirviera la cena que le esperaba desde hacía varias horas. Comió con apetito que hacía sonreír a don Aníbal. Cuando tomaba el café, repuestas ya sus fuerzas, preguntó por las últimas nuevas.

—Ya se fue mi gente al monte —informó el hacendado—. Mañana, antes del alba, salgo para unirme con ellos. El Zuro viene conmigo para subir unos caballos con destino a las mujeres y los niños y un par de enfermos que no pueden casi caminar. Escuchó ayer los tiros, ¿verdad? Comenzó la cosa y me parece que no muy bien. El ejército está tratando de cercar a la gente que vino por las armas y los explosivos almacenados en el Tambo. Hoy irán a la cabaña para sorprender a quienes lleguen por las cajas que usted subió ayer. Pero hay algo que me inquieta mucho. La última explosión de anoche debió ser en las bodegas del páramo. ¿La escuchó?

—Sí, señor, la oí y también creo que fue en los almacenes de la cuchilla —repuso el Gaviero.

—Eso no me gusta nada —continuó don Aníbal—. Mala señal. Si fueron los contrabandistas quienes la volaron, es que tienen ya suficiente armamento y cuentan con refuerzos frescos traídos de otras zonas en donde prácticamente controlan la situación. La fuerza que manda Segura no es muy numerosa. Está muy bien entrenada pero no pasa de treinta elementos, un teniente y tres suboficiales. Es posible que acabaran con los del Tambo, con todo y extranjeros, pero si se les viene encima más gente, van a verse en apuros. Ahora sólo me queda esperar que el atajo del monte, por donde queremos salir, esté despejado. Si entraron por allí para sorprender a Segura, estamos perdidos. Pero tengo que arriesgarme. No hay otra salida.

—¿Por qué no sale por La Plata? —preguntó Maqroll—. Es más fácil y más cerca.

—No, amigo. No es más fácil —aclaró el hacendado—. Si copan al ejército se van sobre el puerto y allí acaban con todo. Además no tengo manera de sacar a mi gente por el río. Las dos o tres gabarras que hay en La Plata no bastarían; sólo pueden con tres o cuatro personas a lo sumo y están en malas condiciones —miró en silencio al Gaviero y continuó:

—Mañana mismo salga como pueda de allí. Ojalá de noche. Aunque sea en una canoa y con lo que tiene puesto. El capitán Segura va a resistir de todos modos dos días más. Es gente muy templada y curtida en la lucha desde hace años. Usted tiene tiempo y doña Empera le puede ayudar. Conoce muy bien la gente allí y la respetan mucho. Bueno. Váyase a dormir. No se preocupe. Usted no tiene antecedentes aquí. Esté tranquilo.

—No sé, don Aníbal. El haber transportado esas armas me puede costar muy caro. Me temo que el ejército no crea en mi inocencia. Y si se trata de los otros, tendrán mucho interés en callarme.

—Segura le creyó. Duerma tranquilo. Mañana será otro día. El cansancio le hace ver todo negro.

Maqroll se despidió y fue a dormir en una habitación que le había indicado el dueño de la casa. La cama era blanda, las sábanas frescas y limpias. Hacía tiempo no disfrutaba de tales comodidades. Durmió profundamente.

Con las primeras luces, don Aníbal tocó a la puerta.

—Levántese, amigo. El café está listo y hay recalentado de la cena. Tiene que llegar a La Plata lo más pronto que pueda. Esta madrugada comenzaron de nuevo los tiros. Se me figuró que venían de la cabaña de los mineros.

Maqroll se levantó y fue a desayunar con don Aníbal. Luego salió para sacar las mulas del establo. Cuando las llevaba a la puerta de la hacienda, el dueño y el Zuro, ya montados a caballo y con dos animales más, cada uno tomado del cabestro, lo esperaban para despedirse. Cruzaron pocas palabras tratando de disimular la emoción de una partida tan llena de incertidumbre. El Gaviero agradeció a don Aníbal su amistad y la ayuda recibida y le estrechó la mano calurosamente. Lo mismo hizo con el Zuro, diciéndole:

—No creo que nos volvamos a ver, Zuro. Pero quiero que sepas que fuiste un compañero ejemplar. Sé lo que vales. No te olvidaré. Buena suerte, muchacho. Salúdame a Amparo María y dile que tampoco la olvidaré nunca. A usted, don Aníbal, lo mismo le deseo y de nuevo muchas gracias por todo.

—Fue un placer, amigo —contestó don Aníbal con una sonrisa contenida y tristona—; mucha suerte para usted. Todos la vamos a necesitar. Vaya con Dios —espoleó el caballo y partió al galope seguido por el arriero que traía las otras dos cabalgaduras. Maqroll los vio perderse por un estrecho sendero que partía del solar de la finca hasta penetrar en las estribaciones del monte. Descendió hacia los cafetales y cruzó por ellos agobiado por una tristeza en la que se mezclaban su añoranza por la muchacha con aire de cortesana del templo, su afecto por los dos amigos que iban a enfrentarse con un riesgo mortal y su nostalgia de la tierra caliente de la que, tal vez, ahora, se despedía para siempre.

Cuando llegó a la pensión, la dueña lo estaba esperando con ansiedad que se manifestaba con un pasarse las manos por el pelo entrecano y un ligero temblor de la cabeza. El Gaviero le contó los incidentes del viaje y su despedida de don Aníbal y el Zuro. Doña Empera lo dejó hablar. Al fin del relato, sentada en su silla y frotando sus manos continuamente en sus rodillas, que era un gesto suyo cuando quería que le prestasen mucha atención, le dijo:

—Tiene que irse de aquí. Entre más pronto mejor. Voy a decirle cómo haremos: ya hablé con un compadre mío que tiene un planchón y quiere venderlo. Se llama Tomás Izquierdo, pero todo el mundo lo conoce como Tomasito. Tuvo, hace tiempo, mucho dinero, pero lo perdió todo en el juego. Lo único que le queda es un rancho a la orilla del río y un planchón con motor diésel. En él transportaba mercancía por el río hasta sitios cercanos, pero unas fiebres lo tiraron a la cama y allí está postrado sin poder hacer nada. Ya convine con él. Está dispuesto a cambiarle el planchón por las mulas y algún dinero en efectivo. De lo que le dio el belga ese, algo debe quedarle y, además, tiene los dos giros que le guardé. Creo que le alcanza y hasta le sobra algo para el viaje. Vaya a ver el planchón mañana temprano. Hay que examinar el motor, porque no trabaja hace más de cuatro meses. El casco tiene más remiendos que una gallina pero navega bien. Puede llegar con él hasta el estuario. Mañana tendremos noticias de lo que pasó en el páramo. Por ahora descanse un poco y ponga en orden sus cosas.

El Gaviero aceptó el plan de la ciega y le dijo que prefería ir en ese momento a ver a Tomasito para adelantar la preparación de lo que hubiera que hacerle a la gabarra. «Ahora no puede ir —le dijo doña Empera— porque está un sobrino suyo y no es muy de fiar. Tiene fama de soplón y parece que sirve a unos y a otros. Pero mañana en la madrugada regresa a unas matas de aguacate que tiene río arriba. No se apure. Mañana mismo queda todo listo. Tenemos varios días antes de que se definan las cosas».

La inacción le pesaba al Gaviero y le hacía sentir aún más la gravedad de la celada en la que había caído. Salió a dar un vistazo al camellón, frente al río. La cantina estaba cerrada. Regresó a su cuarto e intentó distraerse con la lectura de las cartas del Príncipe de Ligne. La infalible elegancia y la inteligente sobriedad de la prosa del gran señor, diplomático y galante, actuó como un lenitivo de eficacia inmediata. Toda su atención se trasladó a esos comienzos del siglo XIX, cuando, como dijera Talleyrand, los que habían conocido la dulzura de vivir, en el ocaso del
Ancien Régime
, continuaban dando una lección de buenas maneras, de sereno escepticismo y de cínico enjuiciamiento de las mudanzas que impone la política. Ningún bálsamo más eficaz para sus presentes perplejidades que el ejemplo del gran aristócrata belga que sorteó, con igual fortuna y una amable sonrisa, el patíbulo jacobino, la vigilancia de la policía de Viena y su gabinete negro y las mortales acechanzas de la corte zarista. La capacidad de Maqroll de instalarse plenamente en otra época y en un ámbito tan ajeno al presente, cuántas veces le había librado de sucumbir a las tribulaciones a que lo orillaba su vocación de vagabundo. La recobrada serenidad lo condujo al sueño y, sin desvestirse, quedó profundamente dormido sobre el jergón de bambú, arrullado con el correr de las aguas bajo su habitación.

Despertó al día siguiente muy temprano. Durante el desayuno, en la cocina, la ciega le dijo:

—Mi compadre ya está solo y tiene listo el planchón para que lo vea. Ya sabe, se llama Tomás Izquierdo, pero todos le decimos Tomasito. El rancho donde vive está al pie del río, después de las bodegas, en la desembocadura de la quebrada del Duende, entre una platanera.

Hacia allá se encaminó el Gaviero, pasando por la hilera de casas enjalbegadas y con techo de palma que formaban el destartalado villorio que tomó forma y nombre en la época del entusiasmo minero, de tan corta duración. No había un alma, las ventanas estaban cerradas y no se escuchaba el menor ruido enel interior de las casas, de costumbre siempre bulliciosas y animadas por la chiquillería y los gritos de las mujeres que hablaban, de un solar a otro, mientras lavaban la ropa o preparaban la comida. Debían estar todos ya levantados, porque el calor los sacaba de la cama desde muy temprano. Un temor flotaba sobre el caserío, un temor impreciso y vago que se resolvía en esa espera silenciosa del que adivina la cercanía de un desastre. Cuando llegó Maqroll a la cabaña de Tomasito, el dueño lo esperaba sentado en una silla de baqueta recostada contra una de las vigas que sostenían el techo de la choza. Ésta no tenía paredes. En el interior colgaba una hamaca debajo de la cual dormía un perro que despertó al escuchar una voz extraña.

—¡Cállate, Káiser! —le gritó el viejo. El perro tomó a dormir resignado.

Tomasito era un hombre de edad indefinida. Podía tener cincuenta años como noventa. El clima lo había trabajado de tal modo, que en ciertas zonas la piel se pegaba a los huesos y, en otras, colgaba amarillenta y sin vida. La boca desdentada sostenía un cigarro de hoja apagado que pasaba de una comisura a la otra con mecánica regularidad. Los ojos del hombre acaparaban toda la vida que parecía haberse retirado del resto del cuerpo, desmedrado y tembloroso. Brillaban negros, intensos, inquisidores, con una movilidad de expresión vertiginosa y febril. Parecían consumirse en una llama que aprovechara los restos de una hoguera a punto de apagarse. Tomasito invitó al Gaviero a bajar con él a la orilla para ver el planchón. Bajaron por una barranca arcillosa, gastada por los pasos de la gente. La corriente se remansaba allí, contenida por un espolón de tierra rojiza que penetraba varios metros en el agua. Amarrado a un trozo de riel, estaba el planchón. Tendría a lo sumo ocho metros de largo por tres de ancho. La quilla plana, llena de soldaduras y remiendos, cabeceaba con el embate del remolino y producía un monótono chapoteo. De cuatro varillas oxidadas, fijas en los costados de la embarcación, se sostenían un par de láminas de zinc manchadas con excrementos de los pájaros y jugos vegetales que caían de un gran palo de mango que se levantaba en la orilla. Tomasito explicó que el motor no tenía combustible y había que ponerle el acumulador que estaba guardado en casa de su comadre. Fueron por él y compraron cuatro galones de diésel en la tienda de Hakim. Éste, en un principio, se negó a abrir, pero al escuchar la voz de la ciega se apresuró a hacerlo, si bien con cara de pocos amigos.

—Si quiere mujeres no tiene más remedio que atendernos. Lo sabe muy bien —el comentario de doña Empera no necesitaba mayores explicaciones.

Colocaron el acumulador y llenaron el tanque de combustible. Después de varios intentos, el motor se puso en marcha.

—Hay que regularlo. Así no va a ir muy lejos —comentó el Gaviero.

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