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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (13 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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Como si en realidad se hubiese liberado de una condena, por primera vez en mucho tiempo tenía deseos de ser dulce con su amante. De pronto, le pareció débil e inocente, en vez de dolorida y misteriosa, y quería recompensarla por la traición que durante tantos meses había cometido contra ella. Quizás sólo se tratase de una proyección del cariño que él necesitaba pero, en lugar de mirarla impersonalmente, él mismo se encargó de desnudarla, poco a poco, como si estuviese preparando a una niña para darse un baño. Luego la besó en los labios —un desliz que siempre evitaba—, larga y tiernamente, alisándole el cabello negro y rizado. Al fin, hizo el amor con ella con la delicadeza que sólo se tiene con las vírgenes. Lo único que se preocupó por conservar de su rutina era el obstinado silencio con el cual iba internándose en su cuerpo.

—¿La quieres?

En medio de aquellas sábanas, Vivien parecía un náufrago que trata de protegerse del golpe de una ola gigantesca. Bacon se apoyó en su espalda y la estrechó contra su cuerpo, sin saber que, así, él mismo se había convertido en aquella ola.

—No —balbució Bacon—, no lo sé… Tienes que comprender, Vivien…

—¿Vas a casarte con ella?

—Sí.

—¿Por qué, si no la amas?

—No me hagas esas preguntas… Así debe ser, supongo. Hay cosas que uno tiene que hacer, sin más: casarse, tener hijos, morir… Es bonita, le gusta a mi madre, es rica.

—Y es blanca…

—Eso da igual.

—¡Tú sabes que no da igual!

—Desde el principio, tú eras consciente de que lo nuestro… Nunca te he engañado, Vivien.

—Ni siquiera recuerdas mi verdadero nombre, ¿cómo vas a ser capaz de engañarme? —Vivien se apartó de Bacon y se levantó de la cama. No parecía enojada ni decepcionada. Comenzó a recoger su ropa, extendida a lo largo del suelo—. Olvidémoslo…

Bacon la miraba como quien contempla un cofre olvidado que se abre de pronto, mostrando su interior lleno de fotografías y recuerdos perdidos.

—¿Puedo pedirte algo? —le dijo al fin, con la voz entrecortada, sin siquiera levantarse de la cama—. Quédate conmigo esta noche… Sólo por esta vez, Vivien, no te vayas. Está lloviendo y quiero ver tu rostro por la mañana.

Bacon se despertó muy temprano, doblemente agitado por la insólita presencia de Vivien y por la conferencia que el profesor Gödel dictaría esa misma mañana. Durante unos segundos, se quedó contemplando el cuerpo de Vivien, quien dormía plácidamente. Bajo la luz del amanecer, le pareció más hermosa que nunca. Sin hacer ruido, Bacon se levantó y se preparó para marcharse. Mientras se duchaba, no podía quitarse de encima la extraña sensación de paz que había sentido al abrir los ojos y descubrir a Vivien a su lado. Por más que trataba de convencerse de que debía olvidarla, su perfume se le había pegado a la piel y resultaba imposible desprenderlo con agua y jabón. Se afeitó y se vistió con rapidez y, antes de emprender el camino hacia el Instituto, no resistió la tentación de darle a Vivien un beso en la frente.

A lo largo de los últimos días, Bacon se las había ingeniado para indagar más sobre la vida de Gödel, como si fuese a discutir su biografía más adelante. Todos los profesores del Instituto parecían admirarlo y respetarlo, si bien quienes lo conocían dejaban entrever que su carácter era tan difícil como sus teoremas. Pero era uno de los pocos amigos cercanos de Einstein.

Gödel había estado por primera vez en el Instituto a finales de 1933, en calidad de profesor visitante, cuando todavía era catedrático de la Universidad de Viena. Sus lecciones versaron entonces —obviamente— sobre la incompletitud de las matemáticas y despertaron un interés espectacular, incluso morboso, entre quienes asistían a escucharlo. Pocos hombres de ciencia, con la probable excepción de Einstein, podían jactarse de reunir un público tan atento. Oswald Veblen, el organizador del acontecimiento, se sentía feliz con el entusiasmo despertado por Gödel; aunque usaba una voz tibia para referirse a los temas capitales de la lógica, los estudiantes descifraban sus sentencias como si fuesen una tarea adicional que les permitiese aprehender, con mayor profundidad, las desconcertantes conclusiones del maestro.

Todo marchó conforme a lo planeado hasta que una mañana, de pronto, Gödel le anunció a Veblen que
debía
regresar a Europa de inmediato y que, por lo tanto, no podría concluir su curso. Sin ser capaz de inventar ningún pretexto, se limitó a decir que sentía unos deseos irrefrenables de volver a su hogar y que lamentaba no poder hacer nada por evitarlo. Tras disculparse con los demás profesores del Instituto, Gödel se embarcó de vuelta a Europa. Un poco más tarde, en el otoño de 1934, se supo que había tenido que ingresar en el Sanatorio Westend, en las afueras de Viena, para recibir un tratamiento psiquiátrico que lo liberase de una profunda depresión clínica.

Un año después de aquel ataque, Gödel se reivindicó con la comunidad académica de Princeton con una nueva serie de conferencias. En 1939, poco después de que Hitler anexionara Austria al Reich alemán, Gödel perdió su puesto en la Universidad de Viena y, peor aún, a pesar de su pobre estado físico, se le convocó al servicio activo. En enero de 1940 decidió partir, en compañía de su esposa, Adèle Nimbursky, con quien acababa de casarse, hacia Estados Unidos. La suya, empero, resultó una de las odiseas más extrañas de aquellos tiempos: en vez de viajar por el Atlántico, que consideraron demasiado peligroso, Gödel y su mujer se dirigieron hacia Rusia, tomaron el tren transiberiano y luego pasaron al Japón. Finalmente, en Yokohama se embarcaron rumbo a San Francisco, donde llegaron el 4 de marzo de 1940. Unos días más tarde, fueron recibidos por Einstein en Princeton.

Al llegar al Instituto, Bacon se sentó en una de las últimas filas del auditorio y aguardó la llegada de Gödel con una inquietud similar a la que sentía antes de las visitas de Vivien. Al verlo entrar, le pareció que el profesor, que no tenía más que treinta y seis años —tres menos que Von Neumann—, era más parecido a un sacerdote o un rabino que a un matemático. Su nariz era idéntica a las protuberancias que cuelgan de los picos de los pavos y sus ojillos, encerrados tras unas gruesas gafas opacas, no presagiaban ninguna chispa de particular inteligencia. Sin embargo, Bacon estaba convencido, como todos los presentes, de que ese hombre delgado y fibroso era un genio, uno de esos sabios melancólicos que deben pagar con su salud mental el talento que les ha sido conferido.

Precisamente, una de las consecuencias impensadas del
Teorema de Gödel
era la imposibilidad de distinguir la locura, del genio. Dado que todos los sistemas poseen proposiciones verdaderas que no pueden ser demostradas, es posible también que existan razonamientos ciertos que tampoco es posible comprobar. La mente, como las matemáticas, es incapaz de cuidar de sí misma frente a la incoherencia. Una persona nunca podrá discernir si está loca o cuerda por el simple hecho de que no tiene un marco externo de referencia fuera de su propio cerebro. El demente sólo puede medirse con la lógica de la demencia y el genio, con la lógica de la genialidad.

En esta ocasión, Gödel pronunció una charla que no era más que una variación compulsiva del mismo tema original que había esbozado un curso anterior en Princeton. Pronunciaba las palabras con un acento tenue y errático, apenas hacía aspavientos y sus ejemplos eran sólo toscos bosquejos de metáforas brillantes. En resumen, era el extremo opuesto de Von Neumann. Mientras en éste las explicaciones desbordaban humor e ingenio, en aquél eran sombrías reflexiones, tan grises y aburridas como la propia personalidad del conferenciante. Al final de la clase, Bacon se le acercó junto con algunos otros miembros del Instituto. Como le había prometido, Von Neumann se encargó de hacer las presentaciones.

—Kurt —le dijo—, no va a creerme cuando le diga cómo se llama este muchacho.

Gödel hizo un gesto que no demostraba la menor curiosidad. El joven trató de estrecharle la mano, pero el profesor ni siquiera reparó en su movimiento.

—Francis Bacon, ¿lo puede creer? —rió Von Neumann—. Ni más ni menos que Francis Bacon. Sólo que éste, a diferencia del verdadero, es físico…

—Yo no creo en las ciencias naturales —respondió Gödel en un tono que no trataba de ser pedante, sino meramente racional.

—¿Es que no le hace gracia, Kurt?

Los ojos de Gödel se posaron por un segundo en los de Bacon; más que escrutarlo, trataba de comprender la broma que le gastaban sus amigos norteamericanos. Por fin, Von Neumann se lo llevó del brazo, como si tratase con una esfinge de roca prestada por un museo extranjero, y los demás no tardaron en dispersarse. Sólo Bacon se quedó ahí, en medio Pasillo, extrañado por la aparente pasividad del matemático.

Cuando Bacon regresó a su casa por la noche. Vivien estaba ahí de nuevo. Del mismo modo que él la había necesitado profundamente, ahora era como si ella, en contra de su voluntad y del acuerdo que mantenían, hubiese aprovechado la ocasión para echarle en cara su debilidad. Había fregado el suelo y el baño; las paredes ya no tenían las chinchetas con fragmentos de papel, en los cuales Bacon acostumbraba anotar sus ideas diarias; y su escritorio estaba, al fin, libre de polvo. Como otras veces, Vivien permanecía tendida sobre las sábanas —aunque en esta ocasión vestida con una blusa violeta y una falda negra— y esperaba su llegada con la serenidad de la víctima que aguarda a su verdugo. Sabía, porque él mismo lo había repetido hasta el cansancio, cuánto odiaba Bacon que los demás se entrometieran en sus cosas, trastocando el desorden particular que le imponía a su vida pero, en un último desafío, ella se había atrevido a romper esta convención inútil. Si él había incumplido las reglas de la frialdad, ella podía pagarle con la misma moneda. Impertérrito, Bacon advirtió la repentina brillantez que había adquirido su covacha con un rostro que no delataba ni horror ni entusiasmo. Más bien parecía incapaz de comprender lo ocurrido. Oteó lentamente la habitación hasta descubrir la mirada contrita de su amante.

—¿Qué haces aquí? —fue lo único que se atrevió a preguntar, dejando que su maletín cayese al suelo con la delicadeza de un yunque.

—Sabía que te disgustarías.

Bacon se acercó a Vivien con cautela, como una pantera a punto de devorar a un venado. Ella ni siquiera tuvo tiempo de erguirse. Sin poder contenerse, Bacon comenzó a besarle los pies desnudos, luego las piernas y, al fin —tras arrancarle la ropa como si estuviese hecha con la suave cáscara de un fruto tropical—, el vientre y los senos. Estaba seguro de que se equivocaba —peor aún: de que cometía dos veces seguidas el mismo error—, pero no le importó. Se sumergió en la cálida piel de Vivien dispuesto a ahogarse al menos una noche más. Al cabo de un par de horas, fue ella quien terminó por resistirse.

—Es hora de que me vaya —le dijo, sin dejar de abrazarlo.

—¿Por qué?

—Se ha hecho tarde.

—¿Qué más da? Puedes quedarte, si quieres…

—Estás a punto de casarte —le recordó Vivien.

—Precisamente por eso debes quedarte —Bacon no ocultaba la zafiedad de sus argumentos—. Ya no tenemos mucho tiempo. Disfrutémoslo mientras dure…

—¿No te das cuenta de que esto es peor que antes? Sólo conseguirás hacerlo más doloroso…

—Eso será en el futuro, Vivien. Ninguno de nosotros puede saber qué sucederá entonces. Ni siquiera somos capaces de predecir si mañana va a llover o no, ¿por qué preocuparnos ahora? Éste es el presente,
nuestro
presente.

—Ayer no pensabas así…

—¿Lo ves? —exclamó Bacon—. Ésa es una prueba de que no debernos desaprovechar lo que poseemos ahora.

Vivien sabía, tan bien como él, que ambos se mentían y, algo todavía más grave, que se defraudaban, pero nada hay más falso que una verdad que no quiere escucharse. Era mejor creer que el porvenir no es más que una posibilidad entre muchas, un escenario tan inexistente como el pasado. Al menos durante el tiempo que durase el curso de Gödel —el lapso en que tenía pensado no ver a Elizabeth, Bacon estaba decidido a disfrutar de Vivien como el vagabundo que exprime, hasta el cansancio, su última naranja.

Elizabeth llevaba varias semanas sin poder dormir más que unas pocas horas. Inclementes, las noches se convertían para ella en una prolongada tortura en que, como si estuviese en un cinematógrafo, se le aparecían diversas imágenes de su prometido, enfrascado en mil actividades, todas ellas incompatibles con su matrimonio. Elizabeth empezó a perder el apetito y pronto se dio cuenta de que, si seguía así, iba a convertirse en una mujer flaca y desesperada, justo lo menos apetecible para un hombre que se obstinaba en defender esa absurda entelequia llamada libertad. Los primeros días había querido darle una lección y había resistido cualquier intento de buscarlo: estaba demasiado segura de sí misma como para dudar que, tarde o temprano, él terminaría dejando atrás su orgullo. Cuando se diese cuenta de su testarudez, Frank la perseguiría con desesperación y ése sería el momento en el cual ella podría dejar claras, de una vez y para siempre, las condiciones de su vida en común. Valía la pena el ayuno o la cuarentena presentes con tal de asegurar —corno enseña el cristianismo— el reino del porvenir.

Nunca se habían dejado de ver tanto tiempo. Conforme más días pasaban, más difícil le resultaba soportar la prueba. Era una especie de carrera. Bacon pensaría más tarde, que se trataba de la competencia entre Aquiles y la Tortuga, teniendo él la suerte de esta última, en la cual el vencedor sería, simplemente, quien lograse mantener su decisión y su voluntad sobre la del otro. Consciente de que este desafío marcaría toda su vida, Elizabeth no estaba dispuesta a dejarse ganar. Cada vez que, sometida a un ataque de angustia, se disponía a llamarlo, se consolaba pensando que seguramente él estaría padeciendo su separación con la misma intensidad.

Una pesadilla derrumbó su resistencia. Después de ser presa de una enfermedad terrible, ella fallecía y Bacon, en vez de acongojarse, lo celebraba. Elizabeth se despertó llorando, convencida de que su sueño era una señal de que su estrategia estaba fallando. ¿Y si no volvía a buscarla nunca? ¿Si en realidad nunca la había querido? Por primera vez se arrepintió de su terquedad y su violencia: quizás le había exigido demasiado. Lo amaba. Lo amaba más que antes, más que nunca. Pensaba en lo tonta que había sido. ¿Por qué amargarse con su ausencia, por qué poner a prueba su amor, cuando lo único que deseaba era tenerlo a su lado? El orgullo y la vanidad no debían separarlos. Aún estaba a tiempo de enmendar su error.

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