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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (16 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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—¿Usted?

—Es uno de mis trabajos extra. No el más interesante quizás, pero uno de ellos. En mi casa tengo siempre una pequeña maleta con ropa y, claro, un casco antibalas. Sólo está permitido llevar lo indispensable. Sin embargo, a escondidas de Klara, yo me encargo de meter ahí un buen libro de historia medieval. En cualquier momento pueden avisarme que tengo que emprender el viaje y en esta época los vuelos a Londres tienden a ser inmensamente largos y aburridos…

—¡Londres!

—Quizás sea el próximo lugar en el que nos veamos, Bacon. Es su próximo destino. Al menos podremos tomarnos un buen té.

—¿Voy a ir a Londres?

—Me sorprende su perspicacia, muchacho. Sí, irá a Londres. Conocerá la guerra. Conocerá el mundo. Y, se lo prometo, será mucho más feliz que aquí.

Bacon se quedó callado un buen rato, asimilando las palabras que Von Neumann acababa de decirle. Iba a ser un agente al servicio de la Marina norteamericana en Londres. Trató de repetir esta frase en su ente varias veces, hasta que logró creérsela.

—Lo único que me sigue incomodando es el estado del profesor Gödel —dijo de pronto; era una parte de la conversación que había olvidado mencionar—. Supongo que mi exabrupto lo habrá incordiado profundamente…

—¡Qué va! —Von Neumann mostraba una sonrisa picara—. Al contrario, Bacon, quizás Kurt fue el único capaz de comprenderlo.

—¿A qué se refiere?

—¿Usted piensa que Gödel estaba escandalizado por la conducta de su prometida? —su risa era como un graznido—. No sea ingenuo, Bacon. —Sus motivos fueron otros: igual que usted, los grandes problemas del profesor Gödel están relacionados con el amor.

—¿Con el
amor
? ¿Gödel?

—Nadie lo diría, ¿verdad? Así es: el tímido y afectado Kurt Gödel está loco de amor por su mujer. Ha hecho mil cosas por ella, Bacon. La persiguió hasta el cansancio, la llenó de regalos, hasta que al fin ella decidió casarse con él… Sólo las mujeres son capaces de lograr que un genio se transforme en una bestia.

—¿Y qué pasó entonces?

—Le responderé, Bacon, siempre y cuando prometa ser discreto. Lo que voy a decirle lo saben muy pocas personas aquí en América. Es un secreto más grande que todos los que va a conocer durante la guerra. En Viena, Adèle era bailarina en un club nocturno de mala fama. Los padres de Gödel siempre se opusieron a que su pequeño hijo se relacionase con una mujer como ella…

—Pero si el profesor Gödel debía de tener casi treinta años entonces…

—Sus padres eran muy conservadores, Bacon, y ejercían mucha influencia sobre él. Fue una verdadera tragedia. Durante muchos años Kurt no se atrevió a desafiar a su familia… ¿Se da cuenta? Al verlo a usted peleando con su novia, el profesor recordó su propia pasión… Eso le hizo llorar.

—Me cuesta trabajo creerlo.

—A mí también me sorprende —Von Neumann monologaba con lirismo, como si compartiese la profunda emoción que sentía Bacon al escuchar aquella muestra de debilidad humana que tanto se parecía a la suya—. Él y usted tienen algo en común. El gran conflicto del profesor Gödel no es el problema del continuo, ni la incompletitud de las matemáticas, ni las proposiciones formalmente indecidibles, sino su amo desgarrado y turbulento por una prostituta: su propia esposa.

BREVE DISQUISICIÓN AUTOBIOGRÁFICA: DE LA TEORÍA DE CONJUNTOS AL TOTALITARISMO

D
ISQUISICIÓN
1

La infancia y el fin de una era.

No me es difícil suponer que, después de la historia que he expuesto sobre el teniente Francis P. Bacon, una incómoda pregunta queda en el aire: si este señor Gustav Links, matemático de la Universidad de Leipzig, ha insistido en decir que es el narrador de los hechos, ¿cómo es posible que conozca hasta los detalles más inconcebibles sobre otra persona, esto es, sobre el teniente Bacon?

La inquietud me parece legítima y por eso me he tomado la libertad de incluir este apartado. Se trata de una duda razonable, porque de su resolución depende la
credibilidad
de mi relato. Un hombre de ciencia como yo, sabe que, sin pruebas, cualquier teoría se desmorona en el aire. He aquí mi réplica: no puedo decir que todos los hechos que he descrito sean verdaderos —de ahí que los haya denominado
hipótesis
—, pues lo cierto es que no me tocó presenciarlos. ¿Entonces qué puedo alegar a mi favor? Algo muy sencillo: el propio teniente Francis P. Bacon se encargó de hablarme de su pasado durante las largas horas que pasamos juntos. Por momentos, él dejaba a un lado su papel de interrogador, yo abandonaba mis peroratas, y entonces se establecía entre nosotros una complicidad sorprendente, una liga íntima no sólo entre nuestros cerebros, sino también entre nuestros corazones. En esos instantes de calma y empatía, yo escuchaba su confesión con un celo que ya quisieran muchos psicoanalistas y no pocos sacerdotes. Intercambiábamos papeles y, al menos durante unos minutos, él se convertía en mi objeto de estudio.

Una pregunta lleva a otra, qué remedio. ¿Por qué estábamos juntos el teniente Bacon y yo? ¿Cuándo nos encontramos por primera vez? ¿Cuál era nuestra misión? ¿Cómo se cruzaron, en fin, nuestras vidas paralelas? Para responder a estos cuestionamientos no me queda más remedio que hablar un poco de mí.

Ubico mi nacimiento en el mapa de mi imaginación como un pequeño punto dibujado en el centro de un plano cartesiano. Hacia arriba en el eje de las
x
, está todo lo positivo que me ha ocurrido; en contraposición, hacia abajo descubro mis desventuras, mis retrocesos y mis requiebros. A la derecha, en el eje de las y, encuentro los actos que me definen, aquellos que voluntariamente he convertido en el centro de mi vida —deseos, anhelos, obsesiones—, mientras que, a la izquierda, yacen esas porciones de mi ser que me han modelado contra mi voluntad o mi conciencia, esas partes aparentemente impredecibles o espontáneas que, no puedo negarlo, también me han llevado adonde estoy ahora. ¿Cuál sería el resultado final de un ejercicio como éste? ¿Qué forma aparecería en medio de la hoja? ¿Sería posible trazar las coordenadas que he recorrido a lo largo de mi trayecto? ¿Y obtener, a partir de esa línea, la fórmula que me resuma en cuerpo y alma?

Al contemplar mi vida desde la distancia que otorga el tiempo —es decir, al mirarme como un problema abstracto o, mejor, como una bacteria que se desplaza penosamente bajo la luz del microscopio—, me doy cuenta de que, desde mi nacimiento, mi destino ha estado ligado a la historia del siglo como una lamprea está unida fatalmente al cetáceo que le sirve de hogar y compañía. La mía es una existencia marcada por la turbulenta época que me tocó padecer y, sobre todo, por las personas que la fortuna puso en mi camino durante la primera mitad de este siglo. Comparto, pues, sólo por casualidad, el interés de algunos de los momentos más admirables y ruinosos de la humanidad: dos guerras mundiales, Auschwitz e Hiroshima, y el nacimiento de la nueva ciencia.

Divago. Intento concentrarme para ofrecer una primera frase que alcance a retratarme, un inicio inquietante que despierte la curiosidad, un golpe de efecto capaz de atrapar a mis lectores: por desgracia, no consigo. Empiezo, pues, con lo obvio. Mi nombre —ya lo he dicho— es Gustav Links, y nací el 21 de marzo de 1905 en Munich, capital de Baviera. No es necesario referir la grandeza de mi ciudad natal; baste decir que, además de la tradición de locura instaurada por el rey Luis II y de su hijo Otto, la región conoció un momento de esplendor del que participaron hombres como Thomas Mann, Richard Strauss, Franz Wedekind y Werner Heisenberg, entre muchos otros.

Mi padre, Jürgen Links, era catedrático de Historia medieval en la Universidad. Nuestro linaje se remonta al menos hasta el siglo XVII, tal como demuestra el árbol genealógico que él guardaba, y que fue revísalo una y otra vez por las autoridades nazis en busca de un antepasado judío que pudiese comprometernos; entre mis antecesores figuran, por el contrario, un maestro de música en la corte de Berlín, un farmacéutico de Soest y, en fin, un talabartero de Munich al servicio del rey Max Joseph de Baviera, en plena era napoleónica.

El nombre de mi madre era Else Schwartz, pero el recuerdo que poseo de ella es muy borroso debido a que, por culpa de un embarazo fallido, murió cuando yo tenía tres años. No puedo hablar de ella: lo único que sé, por las escasas fotografías que alguna vez me mostró mi padre, es que tenía una frente amplia y poderosa, una cabellera de color rubio pálido, casi blanca, que le llegaba hasta donde empiezan los pechos, y una mirada severa que no dejaba traslucir la bondad que, según decían, era su principal virtud. Debido a este desafortunado incidente, fui hijo único y, contra la costumbre de entonces, no tuve que compartir mis escasos privilegios con una larga lista de hermanastros: aunque nadie pudiese pensar que a mi padre le afectó su temprana viudez, nunca volvió a casarse.

En esto, como en muchas otras cosas, mi padre era distinto al común de los mortales. A él sí que lo conocí, a pesar de que era el vivo templo de esa tradición ancestral de los Links que es la de jamás mostrarse tal como uno es. Nació en Munich, como yo, en 1871, justo en el momento en que Baviera pasó a formar parte del Reich alemán con emperador Guillermo I y su ministro Bismarck. Prácticamente la mitad de su vida transcurrió en la férrea sociedad formada por estos hombres y era un convencido entusiasta del Imperio. Aunque era fuerte y arrogante, adusto y rígido, tenía una de las personalidades que yo más mirado. Desde pequeño se interesó por la historia de los antiguos germanos cuya progenie estudió toda su vida. Era el más sabio en un ente de hombres sabios y era capaz de recitarme de memoria fragmentos enteros de las gestas medievales:
Tristán e Isolda
, el
Cantar de los Nibelungos
o el
Perceval
de Wolfram von Eschenbach. Sin embargo, a lo largo de mi niñez, apenas tuve otro contacto con él. En nuestro ambiente de
Bildungbürger
—de burgueses ilustrados—, los hijos ocupaban el lugar más bajo de la jerarquía social, siempre separados de los adultos.

Cuando nací, el mundo era un sitio ordenado, un cosmos serio y meticuloso en el cual los errores —las guerras, el dolor, el miedo— no eran más que lamentables excepciones debidas a la impericia. Mis padres, y los padres de mis padres, creían que la humanidad progresaba linealmente, desde el horror de la edad de las cavernas, hasta la brillantez del futuro, como si la historia no fuese más que un cable tendido entre dos postes de luz o, para utilizar la metáfora que mejor define al siglo XIX, como una vía férrea que une, al fin, dos poblados remotos. En medio de este escenario, nacer era poco más que un trámite. A partir de ahí, la severa educación que se nos impartía bastaba para modelarnos para hacernos hombres de bien y para asegurar nuestro porvenir… Los valores que se nos enseñaban entonces eran muy simples: disciplina, austeridad, nacionalismo. ¡Esta empresa parecía tan hermosa y, a la vez, tan simple! Si la regla del mundo era el progreso, las existencias individuales debían plegarse al mismo esquema. ¿Por qué algo habría de fallar? Si se planeaba con suficiente cuidado la formación de un niño, si se le proporcionaban las herramientas que asegurasen su desarrollo, su crecimiento físico y espiritual, y si se forjaba su carácter como si fuese, en efecto, una lámina de bronce sobre el yunque de la moral, poco a poco la sociedad podría deshacerse de los locos, los criminales y los mendigos, asegurándose una comunidad de hombres honrados, ricos, alegres y piadosos.

Por fortuna, mi infancia no sólo estuvo bañada por el rigor científico. Una actividad transformó mi niñez: mi ingreso a los
Wandervogel
, «pájaros errantes», como se llamaba entonces a los integrantes del movimiento juvenil que, a semejanza de los
boy scouts
de otros países, eran una parte destacada de la formación de los jóvenes alemanes de entonces. Gracias al movimiento, conocí a Heinrich von Lütz, mi mejor amigo durante muchos años, una de las influencias capitales de mi vida, y a Werner Heisenberg, el cual, como era cuatro años más grande que nosotros, dirigía ya su propio grupo de muchachos.

En cualquier caso, aún conservo hermosos recuerdos de esa época: las farolas de gas que pendían de los postes de las calles; los paseos por la Marienplatz atestada de gente; la larga espera para mirar el
Glockenspiel
, el hermoso reloj mecánico instalado en la torre del Neues Rathaus; la sorpresa de mirar el paso de un automóvil cerca de la Alte Pinakotheck; la mujer que llevaba la leche a nuestra casa y a la que todos los niños le irritaban «
Millimadl, Millimadl, mit'n dicken Wadl
!». («¡Lechera, lechera, con las piernas gordas!»); las canciones de los músicos ambulantes… Supongo que ya no queda nada de esto. Quizás la imagen que más vivamente llega a mis ojos es la de los soldados bávaros que marchaban a lo largo de la Hohenzollernstrafíe, al ritmo de tambores, acompañados por entusiastas bandas militares, rumbo a su campamento a lo largo del Oberwiesenfeld. Yo no sospechaba que pronto esta escena idílica iba a convertirse en una pesadilla.

En julio de 1914, cuando yo tenía diez años, un extremista serbio asesinó, en Sarajevo, al heredero de la corona real e imperial de nuestros vecinos del Imperio Austro-Húngaro. Días más tarde, Alemania entró en la guerra debido a su alianza con el viejo Francisco José. Ninguna de estas cosas me hubiese importado de no ser porque mi padre tuvo que alistarse en el servicio activo y partir hacia el frente, y me dejó con su madre. La anciana Ute Links era una mujer extraordinaria: a sus setenta años era capaz de realizar excursiones a las montañas cercanas y estaba dispuesta a defender su casa si alguna vez los odiados franceses —o ingleses o rusos— llegaban a atacarla. A su lado pasé todos los meses que duró la guerra.

A principios de 1915, mi padre hizo que mi abuela me inscribiese en el Maximilians-Gymnasium, dirigido en alguna época por el doctor Weckiein, el abuelo materno de Heisenberg. Era uno de los centros de enseñanza más prestigiosos de Baviera y paso obligado para los miembros de la burguesía que querían realizar estudios universitarios. Originalmente, el Max-Gymnasium —como solíamos llamarlo—, ocupaba un enorme edificio en la esquina de la Morawitzkystrasse y la Karl-Theodor-Strasse, pero cuando comenzó la guerra, el ejército bávaro lo quiso para acuartelar parte de las tropas. En la época en que yo ingresé, los cerca de trescientos alumnos matriculados en sus aulas recibíamos clase en el Ludwig-Gymnasium, no lejos de la Marienplatz. (Un año después de concluida la guerra pudimos regresar a nuestro viejo edificio).

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