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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (46 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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—Una especie de filosofía…

—Una explicación, sí —Bohr se expresaba con dificultad—. Durante varios meses me concentré en este único asunto. Era algo que no me permitía hacer nada más, ni siquiera dormir. Necesitaba encontrar una salida, una justificación racional de todos nuestros esfuerzos. Creo que nunca me costó tanto trabajo redactar un artículo que definiese mi posición… Sentía como si estuviese escribiendo una confesión de culpabilidad…

—Y, sin embargo, lo logró.

—Después de un intenso sufrimiento. Incluso mi querida Margrethe padeció terriblemente aquella época. La contagiaba con mi angustia. Pero sí, al final lo conseguí. Fue la ponencia que presenté en el congreso celebrado en Como, en septiembre de 1927, para conmemorar el centenario de la muerte de Alessandro Volta. Recuerdo lo nervioso que estaba en aquella ocasión: era una especie de prueba de fuego. Ahí estaban casi todos los físicos importantes del mundo, con la excepción de Einstein, quien se negó a visitar la Italia de Mussolini. La expectación era terrible. Ahí dije algo que no sólo podía resultar incómodo, sino contradictorio. Y, sin embargo, estaba seguro de que era lo único que podía hacerse: «Nuestra interpretación del material experimental se basa esencialmente en conceptos clásicos».

—Supongo que se trataba de una declaración sorpresiva, sobre todo viniendo de un acérrimo defensor de la nueva física.

—No tenía otro remedio. En la física clásica, uno comprueba una teoría al compararla con los resultados experimentales obtenidos con balanzas, termómetros, voltímetros, telescopios… Y de pronto me di cuenta de que las teorías derivadas de la física cuántica continuaban verificándose empleando aparatos acaso más eficientes, pero sustancialmente idénticos, que debían ser tratados como lo que eran: objetos sometidos a las leyes de la física clásica.

—¿Pero no sería posible considerar los aparatos de medición, un telescopio, por ejemplo, como objetos que también están sometidos a la mecánica cuántica?

—Sí, sería posible —admitió Bohr—. Pero entonces habría que olvidarse de las descripciones limitadas que nos proporciona de acuerdo con la mecánica clásica. El problema aparece cuando tenemos que registrar las propiedades cuánticas del telescopio. Para hacerlo, necesitaríamos otro aparato en el cual volverían a aparecer mediciones clásicas. ¿Se da cuenta? La serie se vuelve interminable a menos que en algún momento estemos dispuestos a aceptar una medida clásica… La idea de observación se vuelve entonces tan arbitraria que depende de cuántos objetos se consideren incluidos en el sistema observado… —el viejo entrelazó las manos con solemnidad, contento al expresar este aparente compromiso entre el pasado y el futuro—. No hay más solución que aceptar que la física clásica y la física cuántica se complementan…

—Una forma de resolver el problema que, de cualquier modo, no convenció a mucha gente, especialmente a Einstein…

—Después de la conferencia voltiana de Como, repetí mi charla en el Congreso de Solvay, en octubre del mismo año. Einstein sí estuvo en esa ocasión y creo que durante aquellos cuatro días no hice otra cosa que discutir con él. La relación de Einstein con la física cuántica siempre había sido ambigua: aunque en gran medida él había contribuido a su creación y había seguido de cerca sus progresos, no acababa de convencerse de que la mecánica matricial de Heisenberg y la mecánica ondulatoria de Schrödinger bastasen para resolver todos los conflictos. El seguía demasiado obsesionado con la claridad de la física clásica para aceptar los desafíos conceptuales de la nueva era. En 1926 le escribió esa famosa carta a Max Born, quien acababa de interpretar la teoría de Schrödinger de modo estadístico, en términos reprobatorios: «La mecánica cuántica es muy impresionante», le decía, «pero una voz interna me indica que aún no se trata de la verdad. La teoría funciona, pero difícilmente nos acerca al secreto del Viejo. Estoy convencido de que
Él
no juega a los dados».

—¿Fue la misma posición que Einstein asumió en Solvay?

—Durante la lectura de las ponencias se mantenía callado, casi indiferente, pero en las charlas informales que sosteníamos en el
foyer
del hotel rugía como un tigre —explicó Bohr—. Heisenberg y Pauli ni siquiera lo tenían en cuenta, de modo que era yo quien debía oponerme a sus objeciones. En realidad, yo no acababa de comprender cuál era su punto de vista. Pasaba el tiempo inventando «experimentos mentales» que habrían de confirmar que nosotros estábamos equivocados, pero sin poner ninguna teoría alternativa…

—Como le he dicho —interrumpió Bacon—, yo tuve el privilegio e conocer a Einstein en Princeton. Aún recuerdo la excitación provocada por su artículo con Podolsky y Rosen contra la mecánica cuántica, publicado en 1937.
La Paradoja EPR

—Un asunto penoso —reconoció Bohr—. A partir de 1927, Einstein consideró, sin asomo de dudas, que la mecánica cuántica era una teoría incompleta… Llegó a acusarnos de dogmatismo, pero en el fondo era él quien lo ejercía, a su modo…
La Paradoja EPR
era sólo la consecuencia extrema de su desconfianza… —Bohr parecía incómodo—. No lo sé, creo que el azar implícito en nuestro sistema lo contrariaba demasiado… Sin embargo, a pesar de todas sus críticas y del escepticismo de muchos otros que se mantuvieron en silencio, el logro más importante del Congreso de Solvay fue que nuestras ideas sobre la mecánica cuántica terminaron por imponerse sobre las teorías rivales…

—¿«Nuestras ideas», profesor? —se atrevió a preguntar Bacon. Bohr dudó un instante.

—Las de Heisenberg, las de Pauli y las mías —respondió al fin—. Eso era el
espíritu de Copenhague
… Nosotros tres contra el mundo, querido amigo. Sólo nosotros.

¿Qué es el electrón? Los físicos lo ven, antes que nada, como a un gran criminal. Un sujeto perverso y astuto que, tras haber cometido incontables y atroces delitos, se ha dado a la fuga. Sin duda es un tipo listo, y todos los esfuerzos por localizarlo se estrellan con sus tácticas de evasión: con la preparación de un trapecista, es capaz de saltar de un lado a otro sin que nos demos cuenta; dispara impunemente contra sus enemigos cuando tratan de cercarlo; siempre tiene coartadas que oponer a las investigaciones e incluso se ha llegado a sospechar que no opera sólo sino en una enorme banda de asaltantes similares a él, o en el mejor de los casos, podría decirse que tiene un problema de personalidad múltiple. No se comporta como una sola persona, sino como una pluralidad de ellas, un enjambre de deseos y apetitos, una nube de emociones violentas que recorre todo el espacio que tiene a su merced, alrededor de su objetivo…

Hasta hace relativamente poco, los investigadores —los físicos— poseían un ordenado manual de tácticas para hallar delincuentes, escrito por un criminólogo del siglo XVIII de apellido Newton, el cual durante décadas había funcionado a la perfección para hallar y castigar a los transgresores. Por desgracia, el electrón es un criminal más astuto que sus predecesores y los métodos empleados con anterioridad no han servido de nada cuando se ha intentado capturarlo. Frente a él, los antiguos criminales eran bandidos menores; a diferencia de ellos, el electrón no sólo huye y desaparece, sino que al hacerlo infringe todas las leyes conocidas.

En medio de este escenario desalentador, la mecánica cuántica ha surgido como el desesperado intento de la policía por actualizar sus procedimientos para la detección de delincuentes. Este nuevo conjunto de tácticas, creado por un cuidadoso y viejo detective o un par de ellos, quizás, tiene como objetivo primordial descubrir dónde diablos se oculta el electrón. La diferencia consiste en que, si el antiguo método trataba de localizar al criminal a partir del lugar en el cual cometió su último saqueo o su última violación, la mecánica cuántica prefiere determinar, estadísticamente, cuáles son las guaridas más probables en que el electrón decidirá esconderse una vez consumadas sus fechorías. Recordemos que se trata de un sujeto con poderes casi mágicos: en teoría, puede estar en varios lugares a la vez y sólo cuando alguien consigue discernir su figura en un callejón oscuro, por un breve instante, es posible percibir su verdadera identidad…

De cualquier modo, no hay que olvidar que el electrón siempre está preparado para ofrecer pistas falsas: nos revela su posición sin decirnos adonde se dirige, o viceversa, con el afán de confundirnos más y más. No sólo es malicioso, sino decididamente genial. A pesar de todos nuestros esfuerzos, apenas somos capaces de comprender sus verdaderas intenciones: nos lleva de un lado a otro sin motivo aparente, nos llena de pistas falsas y, finalmente, apenas tenemos idea de quién se encuentra detrás de sus máscaras. Justo cuando al fin creemos tenerlo a nuestra merced, se desvanece en el aire como si no existiera… Su inteligencia privilegiada pretende demostrarnos que es capaz de cometer el crimen perfecto.
Nunca lograrán atraparme
, parece querer decirnos mientras se escabulle tras haber cometido otro de sus horrendos crímenes.

¿Cómo atrapar a alguien así? ¿Cómo reconocerlo? ¿Cómo averiguar sus intenciones ocultas? ¿Cómo prever adonde se dirige, dispuesto a burlarnos de nuevo? ¿Cómo detener su movimiento perpetuo? No creo exagerar si digo que, en efecto, otro de los nombres del electrón podría haber sido Klingsor.

—¿Qué tal ha ido?

Era, como podrá suponerse, la voz de Irene quien había insistido hasta el cansancio en acompañar a Bacon a Copenhague, pero ni aun así había logrado convencerlo de que la llevase a su primera entrevista con Bohr. El teniente le dijo que para tal ocasión sólo pensaba hablar con él de cuestiones técnicas, pero prometió presentarle al gran físico poco después. Aunque ella se enfadó, por una vez Frank no cedió a sus chantajes.

—Con este trabajo he aprendido más sobre mi profesión que en todos mis años en Princeton —suspiró Bacon a modo de respuesta—. Como sospechaba, sólo ahondamos en la historia de la física cuántica… Ya casi comienzo a creerme lo de la monografía —se quitó la chaqueta y tomó a Irene por los hombros, besándola en los labios y en el cuello—. Desde luego, no desaproveché la oportunidad para preguntarle por Heisenberg…

—¿Y qué te dijo? —insistió ella, correspondiendo a sus caricias.

—Que su amistad se enfrió antes del viaje de Heisenberg a Copenhague en 1941.

—¡Te lo dije! —exclamó ella con una voz de arpía—. No creo una palabra de esa historia… Son especulaciones de Links…

—No lo sé —matizó Bacon—. Lo que sí pude entrever, una vez más, es que Heisenberg no es ese hombre tranquilo y apacible que aparenta… Cada vez que escucho una nueva anécdota sobre él confirmo su enorme orgullo y su ansia de reconocimiento.

—Eso no lo convierte en un criminal…

—Claro que no, Irene. Aunque no entiendo por qué te simpatiza tanto…

—Heisenberg me da igual —dijo ella mientras comenzaba a desabotonar la camisa de Frank—, tú eres el único que me preocupa… Ya te lo he dicho: creo que Links te está conduciendo a un callejón sin salida, eso es todo…

—¿Y por qué habría de hacer eso? —preguntó Bacon sensatamente. Irene fue incapaz de ofrecer una explicación convincente.

—No lo sé.

—¿Te das cuenta? Es un prejuicio tuyo…

—Es una intuición. Créeme, Frank, cada vez estoy más convencida de que te está engañando…

—Es absurdo —se defendió él—. Irene, por Dios… Es un simple matemático… Pasó el final de la guerra en prisión y estuvo a punto de morir fusilado… ¿Por qué iba a querer hacer algo así?

—Lo único que te digo, Frank —ella no cejaba—, es que esta persecución no nos conduce a ningún lado. Algo falla. Aún no descubro qué, pero en cuanto lo haga terminarás dándome la razón…

Después de este último reclamo, tanto Irene como Bacon prefirieron quedar en silencio, dispuestos a disfrutar juntos el resto de la tarde.

Al día siguiente, los Bohr invitaron a comer a Bacon y a su
novia
. Margrethe, la esposa del científico, era una leyenda viva: todos los hombres que habían visitado el Instituto de Copenhague la recordaban con admiración y cariño, como una madre severa que se hubiese encargado de cuidarlos de los repentinos exabruptos de su marido. Era alta y discreta, con una sonrisa sutil y una permanente expresión de rudeza que, sin embargo, desaparecía muy pronto. Después de una opípara comida, en la cual nadie se atrevió a interrumpir la perorata de Bohr sobre la guerra fría, el desarme y el peligro nuclear, éste propuso una de las caminatas que acostumbraba realizar en compañía de sus invitados. Margrethe, como siempre, prefirió quedarse en casa; Irene, que no respetaba las normas de cortesía, insistió en compartir el paseo.

A mediados de mayo, Copenhague ofrecía un paisaje tranquilo y un clima que, sin dejar de ser frío, poseía una tibia resolana que bastaba para enrojecer la amplia frente del sabio. Atravesaron la amplia zona de hospitales que rodea al Instituto, cruzaron el Sortedams Sø por la Fredengade y llegaron, por fin, a los amplios espacios arbolados del jardín botánico, el museo de arte, el museo geológico y el pequeño lago Østre. Con su puntillosidad característica, al inicio del paseo Bohr se dedicó a hablar con Irene, haciéndole todo tipo de preguntas sobre sus impresiones, refiriéndole la historia de la ciudad y mostrándole los secretos encantos que contiene. Sólo varios minutos más tarde ella fue capaz de interrumpirlo con su rudeza característica.

—¿Cómo fue la época en que estuvieron aquí los nazis? —le preguntó sin siquiera mirarlo a los ojos. Bacon se sobresaltó.

—Terrible,
madame
—le respondió Bohr educadamente—. Usted es alemana y no quiero ofenderla. Antes de la guerra, nuestras relaciones fueron inmejorables. Algunos de mis mejores amigos son alemanes… Por fortuna, todo eso terminó ya…

—¿Cuándo salió usted de Dinamarca?

—En 1943. Antes de eso, la situación era mala, pero al menos podíamos trabajar y los nazis nos permitían cierta autonomía. Pero en cuanto su suerte en el frente oriental comenzó a ser adversa, empezaron a comportarse peor que nunca en el resto de los territorios ocupados. Yo soy un poco judío, ¿sabe?, por parte de madre… No quería marcharme, pero mis amigos me convencieron de que mi vida comenzaba a correr peligro. Podía hacer más por mi patria lejos de aquí… El 29 de septiembre (nunca olvidaré la fecha) Margrethe, mi hermano Harald y mi hijo Ole, entre otros, tomamos un pequeño barco clandestino que nos llevó a la costa sueca. Luego partí hacia Inglaterra y posteriormente hacia Estados Unidos… —Bohr parecía querer dar por concluido el tema cuanto antes.

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