—Ya se lo decía yo: la perversa hidra de la incertidumbre.
—Lo peor es que lo ha conseguido —Bacon dio un golpe sobre la mesa—. Ahora, más que antes, no podemos confiar en nadie… —Hizo una pausa y luego, sin darme oportunidad de hablar, tomó sus cosas y me ordenó—: Lo espero en la oficina, profesor. Creo que hay alguien que puede ayudarnos con este asunto.
A pesar de ser sábado, el viejo edificio en que se encontraba la oficina de Bacon no estaba del todo vacío: aquí y allá, algunos soldados transportaban cajas y expedientes, mientras que una media docena de civiles permanecía detrás de sus respectivos escritorios rellenando formularios o revisando la correspondencia. Yo llegué un poco después de las nueve. Estuvimos toda la mañana frente a un transmisor de señales, codificando un largo mensaje que Bacon se encargó de redactar con parsimonia. Por la tarde recibimos la respuesta que esperábamos. Una vez traducida, comprobé que nuestro interlocutor intercontinental no era otro que John von Neumann.
DE: John von Neumann
PARA: Tte. Francis P. Bacon
Querido Frank:
Cable recibido. Interesante problema, muchacho. Parece película policíaca. Un físico al que le gustan los juegos. Muy ingenioso. Creo que algún día me gustaría tomarme un té con Stark. No hay duda de que está chalado, pero al menos tiene sentido del humor.
El enigma que les ha puesto es breve pero sustancioso. Me sorprende que unos científicos tan competentes como ustedes no se hayan percatado de la referencia a la que hace alusión. Quizás debió parecerles demasiado obvia. Se trata ni más ni menos que de una paráfrasis de la célebre Paradoja de Epiménides. Éste era un sofista muy afecto a burlarse de sus colegas, una sana costumbre que no deberíamos perder. Haciendo gala de su sabiduría y honradez, este buen hombre (nacido en Creta) dijo un día:
Todos los cretenses son mentirosos.
Creo que ni siquiera es necesario que yo abunde sobre los conflictos lógicos que desencadena una declaración como ésta. Quizás el bueno de Stark es tan agudo y tan sincero como Epiménides o como nuestro común amigo Kurt Gödel. Les deseo suerte. Tal como veo las cosas, creo que la van a necesitar. Manténganme al tanto.
—¿Cómo no me di cuenta antes? —me lamenté.
—Yo tampoco la reconocí. ¡Qué estúpido: si es la base del famoso
Teorema de Gödel
! —Bacon parecía sinceramente avergonzado, cuando el matemático que había quedado en ridículo era yo—. En fin, lo importante es que hemos avanzado.
—Al igual que
Todos los cretenses son mentirosos
,
Todos los físicos son mentirosos
es una frase inocente a menos que sea dicha por un cretense, en el primer caso, o por un físico, en el segundo.
—Es un físico el que habla y quien nos dice que todos los físicos son mentirosos…
—Así es —acoté—. Es como si yo dijese
Estoy mintiendo
o
Esta frase es una mentira
. Si esto es cierto, entonces la frase es falsa. Y si es falso, la frase parece verdadera; pero si es verdadera, entonces es falsa, y así
ad infinitum
… Una típica paradoja recurrente.
—A partir de la cual se deriva, como bien hizo en recordarnos Von Neumann, el Teorema de Gödel… ¿Se da cuenta, Gustav? Otra vez la incertidumbre. Si antes se trataba de la que se deriva de la física cuántica, ahora es la que está en el centro de las matemáticas. Como dice Gödel, aun en el sistema más perfecto existirá
siempre
al menos una proposición que no puede ser verificada de acuerdo con las leyes de ese sistema… No es ni verdadera ni falsa, sino
indecidible
.
—Como el gato de Schrödinger que está vivo y muerto a la vez…
—Demasiadas coincidencias, ¿no le parece? —añadió Bacon—. En Princeton, yo conocí a Gödel. De hecho, podría decir que, de algún modo, él es el responsable de que yo esté ahora aquí… Es una larga historia…
—El mensaje está lleno de
otros
mensajes.
—Que vuelven sobre el mismo punto: la imposibilidad de conocer la verdad.
—Pretende desanimarnos —añadí yo, incómodo—. Nos dice: si en la ciencia, en la física y en las matemáticas no es posible llegar a una certeza absoluta, ¿por qué nosotros insistimos en encontrarla? ¿Por qué la perseguimos con tanto denuedo? Y repite: la verdad es tan ambigua como una proposición indecidible, tan esquiva como un electrón, tan incierta como una paradoja…
—
Así no encontrarán a Klingsor
…
Me quedé en silencio unos segundos, sopesando las diversas posibilidades. Por fin, me pareció encontrar una solución.
—Se me ocurre algo, teniente —dije—. Quizás este mensaje no hace sino confirmar nuestras sospechas previas… Stark era el adversario de todos los científicos con los que hemos hablado hasta ahora. Todos ellos estaban confabulados contra él, y quizás sigan estándolo todavía hoy…
—Explíquese.
—Recuerde el mensaje: T
odos los físicos son mentirosos
. Stark quiere que dudemos de todos los testimonios que hemos recabado… ¿Y sabe por qué razón, Frank? —me entusiasmé—. Si aceptamos la hipótesis de que Klingsor en realidad era uno de los enemigos de Stark, todos los físicos han mentido para seguir protegiendo su identidad tal como lo hacían antes… ¿Y si todos ellos estuviesen mintiendo para encubrir a
uno de los suyos
? ¿A Heisenberg, por ejemplo?
—Me parece una locura desconfiar de Heisenberg sólo porque nos lo dice alguien como Stark.
—Esa es la cuestión, teniente. Stark sabía que nosotros no íbamos a creerle, por eso no ha intentado convencernos. Nos reta a que lo desmintamos. No se trata de una acusación, sino, como usted dijo, de un desafío. Si podemos demostrar que alguno de nuestros entrevistados ha mentido para proteger a Heisenberg, estaremos sobre la pista correcta…
—Eso significaría involucrar en este asunto a toda la comunidad científica del país —Bacon estaba sobresaltado, aunque en sus pupilas pude apreciar que comenzaba a interesarse por mi idea—. Sería como desvelar una conspiración…
—¿Pero y si en realidad fuese así? —lo tenté—. Stark es un hombre despreciable, sin duda, pero quizás por una vez esté diciendo la verdad. Sería muy injusto por nuestra parte eliminar esta teoría sólo porque proviene de un ser abyecto. ¿Y si los demás fuesen más abyectos que él? Yo no soy el único que desconfía de Heisenberg, teniente —deslicé mi provocación más sibilina—. Todo el mundo sabe que, al final, el propio Bohr terminó repudiándolo…
—¿Bohr?
—Así es, teniente. No conozco el motivo, pero debió ser realmente grave. ¿Por qué no le pregunta a Werner al respecto?
Frank se quedó callado. Parecía sumergido en un océano propio, inaccesible.
—¿En qué piensas? —le preguntó Bacon al mirarla, reservada y taciturna en medio de la oscuridad y de las sábanas.
Su cuerpo era como un pez desnudo que ha sido arrojado a la playa y se resigna a ser calcinado por el sol de la tarde… Frank deslizó la mano por sus muslos abiertos, pero sólo consiguió hacer que ella se revolviese como si él la hubiese rasgado con un arpón.
—Hay algo que no me gusta, Frank. Yo no creo que Heisenberg tenga nada que ver en todo esto —dijo ella por fin, incorporándose un poco; sus senos, pequeños y enrojecidos, quedaron al descubierto como dos manzanas recién mordidas.
—Pareces más preocupada que yo —susurró él, volviendo a colocar su cabeza en el regazo de Irene.
—No entiendo cómo puedes tomártelo con semejante ligereza —se enfadó ella, apartando su cabeza como si fuese un fruto mohoso—. Llevas cuatro meses trabajando y no hay nada concreto, ¿no te das cuenta? Ese Gustav te está llevando por donde quiere. ¡No hay una sola pista concreta!
—Está el mensaje —Bacon se irguió también y trató de abrazarla, en vano.
—¡Sí, el mensaje! —se burló ella—. Como si pudiésemos concederle algún valor. No es nada, Frank. No prueba que Heisenberg sea culpable… Todo es una ilusión.
Por fin, el teniente comenzó a cansarse. En su caso, yo ya la hubiese dejado o por lo menos le habría impedido intervenir en mis asuntos, pero el pobre Bacon era más timorato.
—¡Basta ya, Irene! —exclamó—. Ahora resulta que te lo tomas como algo personal. Sé que no confías en Gustav, pero sin él no habría llegado a ninguna parte…
—Es que
no
has llegado a ninguna parte, Frank…
—Eso crees tú. Yo, por el contrario, considero que hemos tenido importantes avances…
—¿Cómo cuáles?
—Ya has oído a Planck, a Von Laue, a Schrödinger… Aun si Heisenberg no es nuestro hombre, es posible que pronto nos conduzca hacia él…
—Te lo repito —Irene se levantó y comenzó a vestirse—. No tienes una sola prueba. Son meras lucubraciones…
—No entiendo por qué te molestas —esgrimió él—. ¿Adónde vas?
—Me preocupa que estés perdiendo el tiempo, eso es todo —dijo ella—. Tengo que prepararme… Son casi las siete de la mañana…
—Irene, por favor. Bastantes problemas tengo como para soportar una pelea contigo.
Ella decidió no responderle. La ira deformaba su rostro de por sí turbio. Bacon no tuvo más remedio que comenzar a vestirse.
El sol del mediodía era blanco y lustroso, como una enorme gota de leche suspendida en el cielo. Como de costumbre —a veces me enardecía lo obsesivo que podía llegar a seracon llegó puntualmente a su cita. Heisenberg tampoco se hizo esperar. Comenzaba a sentirse cada vez más incómodo con aquel norteamericano terco e ingenuo. El pretexto era el mismo de la vez anterior: la supuesta monografía sobre la ciencia en Alemania.
—Espero no incomodarlo demasiado con esta pregunta —empezó Bacon—. ¿Por qué accedió usted a trabajar en el proyecto atómico alemán? ¿Era consciente de las consecuencias que podía tener el que Hitler dispusiese de un arma como la bomba atómica?
—Yo sólo cumplí con mi trabajo científico, profesor Bacon —la voz de Heisenberg adquirió un tono gélido—. Acepté trabajar en el Proyecto atómico alemán porque no me quedó otra opción… En semejante puesto no sólo podía ser útil para mi patria, sino para todo el mundo…
—¿A qué se refiere, profesor?
—Los avances en el trabajo que conduciría a la bomba dependían de mí —musitó, persuasivo—. Y nunca hubiese permitido que un arma de esa magnitud fuese utilizada en contra de la humanidad…
Heisenberg calló de pronto.
—¿Quiere decir que estaba dispuesto a impedir el éxito de su propio proyecto?
—Digo que no hubiese permitido que un arma así hubiese sido utilizada, profesor Bacon. Eso es todo.
—¿Aunque fuese un acto de traición contra su país?
—Nunca traicionaría a mi patria, profesor —Heisenberg estaba a punto de estallar—. Pero tampoco hubiera permitido que millones de personas inocentes muriesen por mi culpa. En cambio ustedes, en Hiroshima y Nagasaki…
Heisenberg revertía la responsabilidad. Y, en cierto sentido, tenía razón.
—Seamos realistas, profesor Bacon —añadió—. A fin de cuentas, yo no provoqué ninguna muerte. En cambio, por las razones que usted quiera, por patriotismo y para evitar males mayores (no soy nadie para juzgarlos), cientos de mis colegas en América sí lo hicieron… ¿Por qué seguirme acusando, entonces?
—Lo siento, profesor.
—¿Cuántos físicos y matemáticos de primer orden participaron en el proyecto atómico de los aliados? La lista es interminable. Einstein mismo fue uno de los primeros defensores de la bomba… El propio Bohr estuvo ahí… Y ahora es él quien me recrimina.
De pronto Heisenberg se dio cuenta de que había comenzado a exaltarse y, probablemente, a hablar de más. Permaneció en silencio, frío como un témpano, conteniendo la rabia con una sonrisa forzada.
—¿Bohr? —preguntó Bacon, aparentando inocencia. Heisenberg dudó.
—Él y muchos otros…
—¿Es que ya no son amigos? —insistió el teniente, inmisericorde—. Yo siempre los vi como una especie de familia…
—Quizás en el fondo lo sigamos siendo —musitó Heisenberg crípticamente—. Yo nunca he dejado de admirarlo…
—¿Pero ya no se escriben?
—No.
—¿Desde hace cuánto? ¿Desde el inicio de la guerra?
—Más o menos… Desde la última vez que lo vi en Copenhague… Bacon sabía que había llegado al meollo del asunto.
—¿Puedo preguntarle qué ocurrió entonces, profesor?
—Prefiero no hablar de ello —rugió Heisenberg, arisco—. Es un asunto personal que nada tiene que ver con su monografía…
—Me parece lógico que Bohr estuviese molesto —continuó Bacon sin hacer caso de los reparos de su interlocutor—. Dinamarca había sido invadida… Quizás se sintió ofendido por su actitud…
—Supongo que fue eso.
—¿Cuándo fue esa última visita suya a Copenhague?
—En 1941.
—¿Fue usted al Instituto, como en los viejos tiempos?
—No. Fui invitado por el Instituto Alemán de la ciudad para dar unas conferencias. Creí que ello contribuiría a distender el ambiente científico entre daneses y alemanes, pero es obvio que me equivoqué…
—Y aprovechó para reunirse con Bohr.
—Desde luego.
—¿Y de qué hablaron?
—De la guerra, profesor Bacon. Y de física, por supuesto. Fue un encuentro muy breve.
—Y a partir de entonces perdieron todo contacto.
—Lamentablemente, así es —Heisenberg comenzó a tamborilear con los dedos sobre su escritorio—. ¿Hemos terminado ya?
—Sí, profesor. Por ahora —concluyó Bacon temiendo que sus palabras sonasen sarcásticas.
—Espero haberle sido de ayuda —se despidió Werner. Las manos le temblaban.
La pregunta que todos los científicos alemanes tuvimos que responder al final de la guerra —y que nosotros mismos nos hacíamos desde que empezamos a colaborar en el proyecto atómico— era siempre la misma:
¿Por qué
?
¿Colaboró usted en el programa científico alemán relacionado con el estudio de nuevas armas?
Sí
.
¿Sabía usted que su trabajo podría conducir a la creación de una bomba?
Sí
.
¿Era usted consciente del uso que un régimen como el nazi podría darle a un arma como ésta?
Sí
.
¿Pero dice usted que siempre se mostró en desacuerdo con la política nazi y que jamás se afilió al Partido?
Sí
.
Entonces, ¿por qué lo hizo? Esta respuesta, como podrá imaginarse, no era tan sencilla. Yo, en mi condición de víctima, no tuve que quebrarme demasiado la cabeza para encontrar una explicación convincente —mi sufrimiento en la cárcel era prueba suficiente de mi arrepentimiento—, pero otros, como Heisenberg, se esforzaron en hallar alguna justificación más elaborada. «Me
fue indicado
que debía trabajar», repitió él una y otra vez a cuantos le pidieron cuentas de sus actos al término de la guerra y aun mucho después. «El
slogan
oficial del gobierno era:
Debemos servirnos de la física para la guerra
. Nosotros lo arruinamos transformándolo en el nuestro:
¡Debemos servirnos de la guerra para la física
!».