En busca de la edad de oro (7 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

BOOK: En busca de la edad de oro
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Por eso, en abril de 1999 decidí regresar a Bolivia y buscar nuevas conexiones que despejaran algunas de aquellas dudas…

Tiahuanaco

Mi investigación en Tiahuanaco comenzó, como casi siempre, poco antes de que el Sol se levantara sobre el horizonte. Era demasiado temprano para fijarse en los pequeños detalles. Así que pagué religiosamente los cuatro bolivianos que costaba el billete, y subí al autobús sin rechistar.

Pronto descubrí, cuando las primeras luces me permitieron verlo, que la categoría de autobús le quedaba grande. Aquel vehículo era, en realidad, un antiguo camión Mercedes al que alguien había decidido sustituir la caja de carga por un habitáculo de chapa multicolor y le había soldado unos cuantos bancos al suelo. Uno de los pasajeros —un hombre forzudo, con cara de luna, cubierto por un poncho— no tardó en revelarme el secreto de tan osada reforma: «Un autobús normal, con la carga que lleva éste, no superaría las pendientes del Altiplano. Pero este motor es fuerte; el más fuerte», dijo mostrándome su dentadura mellada por la hoja de coca.

Una hora después le di la razón. Hombres, mujeres, niños, cestas de frutas y algún que otro pequeño animal nos apelotonábamos sobre el banco en el que había podido sentarme al principio del trayecto. Fue imposible manejar mi bloc de notas o moverme con la bolsa de las cámaras, así que me aferré a ellas y decidí dormitar con la vista puesta en aquellas ventanillas que parecían mirar a un paisaje situado en el confín del mundo.

Tardé tres horas en recorrer los setenta kilómetros que separan La Paz de Tiahuanaco. Y cuando descendí de aquel infierno rodante, con los músculos entumecidos, dejé pasar unos segundos antes de entrar en acción. Había llegado —eso era evidente— a la vera de las ruinas más enigmáticas y extensas, a la vez que elevadas, de toda América del Sur.

Y tomé aire como si fuera un pez fuera del agua. Allí el invisible elemento escaseaba de veras.

Un genio llamado Posnansky

Si hubiera podido culpar a alguien de aquel empeño por viajar a tan remota latitud, no hubiera dudado en señalar a Arthur Posnansky como único responsable. En realidad, don Arturo —como se lo conocía en los ambientes cultos de La Paz— llevaba muerto más de medio siglo, pero todos en el Altiplano, sin excepción, lo consideraban aún el padre de la arqueología boliviana. De origen germano y aspecto austero, en los años veinte fue el primer científico que se interesó por el extraño conjunto de ruinas próximas al lago Titicaca que me proponía visitar. Emplazadas a 3.825 metros sobre el nivel del mar, hasta principios del siglo XX aquel páramo sembrado de ruinas geométricas sólo había conseguido atraer a canteros y constructores del ferrocarril en busca de materia prima fácil para sus obras.

Arthur Posnansky, a principios de siglo, fue el primero en proponer una datación de Tiahuanaco en función de los alineamientos de sus monolitos hacia determinadas posiciones estelares.

A primera vista costaba ver sus despojos. Estaban —cierto— a pocos pasos de la pequeñísima villa de Tiahuanaco, y orientadas —también cierto, como comprobaría poco después— con absoluta precisión a los cuatro puntos cardinales.

Posnansky tenía una visión de la arqueología muy adelantada para su época y decidió emplearse a fondo, sin titubear, en Tiahuanaco para resolver las dudas más elementales: ¿quién construyó aquellos templos? ¿Quiénes habitaron la enorme ciudad que los albergó y que hoy yacía a varios metros por debajo de nuestros pies? ¿Qué técnicas emplearon para mover los miles de metros cúbicos de piedra que los conformaban? Y, sobre todo, ¿para qué?

En la «era Posnansky» todavía no se habían desarrollado métodos de datación como el carbono 14 y, mucho menos, la termoluminiscencia, así que don Arturo apostó por estudiar las alineaciones de los monumentos en relación con las posiciones de salida y puesta del Sol para determinar de esta forma en qué época fueron levantados. Su técnica era relativamente sencilla: él sabía que el Sol nunca sale dos veces por el mismo lugar, sino que se desplaza sobre el horizonte en función de un fenómeno conocido como la «oblicuidad de la eclíptica». Esto es, la Tierra órbita en torno al Sol ligeramente inclinada con respecto al ecuador y esto provoca que, lógicamente, el ecuador celeste que vemos se encuentre también inclinado respecto al plano orbital. Ese ángulo conforma la llamada «oblicuidad de la eclíptica» y se desplaza progresivamente en ciclos de 41.000 años, oscilando entre los 22,1 y los 24,55 grados de ángulo.

Así pues, si una piedra se orienta hacia el punto de salida del Sol en un momento relativamente lejano en el tiempo, puede calcularse la diferencia espacial existente entre el lugar de aquel lejano amanecer y el nuestro, y determinar la fecha de orientación del monumento con escaso margen de error.

Posnansky aplicó ese principio con pulcritud, y determinó que el ángulo en el que se encontraba el horizonte de Tiahuanaco en el momento de su construcción (23° 8' 48" exactamente) correspondía a una fecha indeterminada alrededor del 15000 a.C. ¡Ciento cincuenta siglos antes de nuestra era!

Aquella desproporcionada datación, lejos de amilanar a Posnansky, lo forzó a desarrollar una teoría según la cual una avanzada civilización pobló América mucho antes de lo que la mayoría de los expertos suponían. Éstos concedían a Tiahuanaco una antigüedad que oscilaba entre el 2000 a.C. y el 900 d.C. Es más, aquella civilización, de avanzados conocimientos astronómicos, poseedora de un calendario preciso que el arqueólogo germano creyó ver reflejado en la célebre Puerta del Sol —un bloque de andesita de 45 toneladas— y capaz de desplazar monolitos de más de 400.000 kilos —el doble de peso de los gigantescos bloques de caliza que forman parte del templo de la Esfinge de la meseta de Giza, en Egipto—, se extinguió tras un cataclismo devastador.

E inevitablemente emergió un nombre para explicar el origen cultural de Tiahuanaco: la Atlántida.

Un nombre maldito

Ése fue su error. Las conclusiones de Posnansky fueron arrinconadas a causa de sus elucubraciones sobre ese continente académicamente maldito, e incluso fueron severamente condenadas por la segunda generación de arqueólogos bolivianos, con Carlos Ponce Sanginés al frente. Sin embargo, tras ellos ha emergido una tercera generación encabezada por Oswaldo Rivera, que ha decidido dejar abierta una puerta a tales cálculos y permitir que se revisaran de nuevo a la luz de los modernos conocimientos astronómicos.

Y por esa puerta traté de colarme.

A Rivera lo localicé a finales del tibio abril de 1999 en su despacho de La Paz, al otro lado de la calle en la que se ubica el Museo Nacional de Arqueología. Se trataba de un hombre cordial, de corta estatura, pero de una vitalidad envidiable. Nada más vernos, se brindó a aclarar cuantas preguntas tuviera que hacerle.

Por aquel entonces Rivera era el coordinador general de una agrupación cultural llamada Jenecheru, aunque no le oculté que el motivo de mi interés por su trabajo residía en el hecho de que él había sido el director del INAR (el Instituto Nacional de Arqueología del país) a principios de esa década
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. De hecho, desde esa posición, aquel hombre había puesto en marcha una de las mayores campañas de excavación e investigación de Tiahuanaco jamás emprendidas. Sabía que aquellas ruinas eran un tesoro de tremendas implicaciones históricas, y se empeñó en sacarlo a la luz.

Oswaldo Rivera dirigió durante años las excavaciones en Tiahuanaco, y se mostró convencido de que allí aún queda casi un 98 por ciento que desenterrar. Se siente incapaz de descartar que una cultura remotísima se asentara allí hace varios miles de años.

Tras los primeros trabajos Rivera pronto llegó a una conclusión sorprendente: según él, a una profundidad media de entre 12 y 21 metros, existe otro Tiahuanaco. Una enorme ciudad hundida, mayor que la antigua Roma, que debió de albergar la cultura original del lugar… y para la que la etiqueta de «colonia atlante», en palabras del propio Rivera y para mi sorpresa, «es sólo una posibilidad más a tener en cuenta».
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Ajusté mi grabadora, y comencé a registrar sus palabras de inmediato.

—Ese lugar es tan grande, tan gigante —se explicó—, que apenas hemos excavado un 1,2 por ciento de su superficie. Es lógico que con esa escasa perspectiva no se pueda descartar ninguna hipótesis de trabajo.

—¿Un 1,2 por ciento?

—Así es —insistió Rivera con una sonrisa de oreja a oreja—. Tiahuanaco tuvo una extensión urbanizada de seiscientas hectáreas, y por eso cada vez que encontramos algo nuevo nos quedamos con la boca abierta. Porque todavía no nos hacemos una idea precisa de lo que fue ese lugar.

—¿Y se sabe ya cuándo comenzó la cultura allí?

—Hasta la fecha tenemos detectados cinco períodos para Tiahuanaco, y hay una evidente relación de unos con otros. Pero no sabemos todavía si, igual que sucedió en Grecia, encontraremos pronto una cultura pretiahuanaco. Sin embargo, aun los cálculos más moderados para datar esa civilización arrojan un abanico de veintisiete siglos. Los incas, sumados al período colonial español y a la República no son ni la sombra de esa historia «moderada» de Tiahuanaco.

—Sin duda, usted conoce los trabajos de Arthur Posnansky…

Tanteé el terreno con suavidad. Aunque reconocido en los ambientes académicos, los modernos arqueólogos bolivianos consideran las ideas de don Arturo como algo ya superado. Una especie de fósil intelectual sin valor práctico alguno. Rivera, en cambio, sonrió abiertamente, invitándome a continuar.

—… Según él, las orientaciones astronómicas de ciertos monumentos de Tiahuanaco nos están hablando de una civilización de miles de años de antigüedad.

Rivera no titubeó.

—Sí. Eso es cierto. Sitúan la construcción del lugar hace entre siete y nueve mil años, que es lo que se desprende de la revisión más reciente de los estudios a los que usted hace referencia.

El nuevo Posnansky

¿Revisión más reciente? Rivera —no sé si sin querer— había rozado el propósito último de mi entrevista, así que seguí interrogándolo en esa dirección durante una hora más. Al principio se resistió. Husmeó entre sus papeles, respondió a un par de llamadas telefónicas, pero finalmente claudicó. Fue así, tras un largo rato, como me habló finalmente de Oscar Corvison, un ingeniero y astrónomo cubano afincado en La Paz desde hacía dos años, y a quien el INAR autorizó para medir de nuevo las alineaciones solares de los templos de Tiahuanaco. La idea —aunque no se reconociera abiertamente— era repasar las antiguas y denostadas mediciones de don Arturo para darle o quitarle definitivamente la razón. Yo no lo sabía, pero Corvison acababa de presentar a la prensa
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los resultados de su trabajo, que proponían que los tiahuanacotas poseían un calendario agrícola milenario basado en el sistema vigesimal —con meses de veinte días, como los mayas—, y confeccionado gracias a una minuciosa observación del Sol a su paso por una peculiar pared de monolitos gigantes del lugar.

—Debe usted entrevistarse con él. —Rivera, convencido de mi genuino interés en la edad de «sus» ruinas, decidió ayudarme—. Si lo desea, puedo dejarle en la puerta de su casa. —¿Usted no me acompaña?

—No, prefiero que saque sus propias conclusiones. Corvison y yo no estamos muy de acuerdo en ciertos aspectos de sus mediciones, y en lo que cada uno de nosotros cree que implican.

—Está bien —admití—. Déjeme en la puerta.

Dicho y hecho. Un taxi no tardó en llevarnos frente a la casa de Corvison. Con un amable: «Entre usted. Ya nos veremos en otra ocasión», Rivera estrechó mi mano y me deseó suerte. «Tenga cuidado, Corvison es un tipo muy inteligente pero muy polémico», me advirtió.

Minutos más tarde, un impresionante anciano de algo más de 1,80 de estatura, de pobladas barbas blancas y sonrisa beatífica, abrió la puerta de su modesto apartamento y aguardó a que le explicara qué hacía allí aquel pertinaz extranjero. Fue mentar el recuerdo de don Arturo para que su sorpresa mudara en cordialidad. Corvison no dudó a partir de ahí ni un instante en hablarme de sus descubrimientos y en ponerme al corriente de su particular «cruzada».

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