—Usted examínelo bien, tome sus fotos, y después saque sus conclusiones —me dijo aquel joven de mirada sincera—. Por más veces que lo miro, no puedo dejar de ver un avión dibujado allá abajo.
—¿Un avión?
El piloto asintió con la cabeza.
—Si volaban en aviones —añadió—, no es de extrañar que necesitaran señales para aproximarse a tierra, ¿no cree?
El estupor de Alejandro era contagioso. Pero éste se convirtió en vértigo en cuanto llegamos a su objetivo. Sobre otra loma de Palpa, un gigantesco colibrí, similar al muy célebre pájaro grabado en la vecina Nazca, había sido dibujado con lo que parecía un «pequeño avioncito». El glifo estaba grabado en su interior, justo en el centro de su escuálido cuerpo. Era perfecto: alas rectas, morro puntiagudo y hasta una cola en forma de cruz similar a los timones de cola de los modernos aviones.
La escena parecía no ofrecer lugar a dudas. Pero ¿cómo era posible? ¿Aviones en la antigüedad? ¿O tal vez una broma para investigadores despistados como yo? Aunque la idea de la navegación aérea
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en el pasado era algo plausible para mí, sólo más tarde, al aterrizar, la experta en tradiciones andinas Rosa María Alzamora despejaría el misterio al explicarme que el dibujo se refería, sin duda, a un mito ancestral del lugar. Según esa leyenda —la del
Con Quente
—, un colibrí, obsesionado por ver la cara al Sol, se camufló entre las alas de un cóndor para cumplir su sueño. En los Andes creen que los cóndores son los únicos animales que pueden mirar de frente al astro rey por lo que el pequeño colibrí lo tomó como «vehículo». Dice la historia que el curioso logró su objetivo y que el Sol, admirado, lo convirtió en un pájaro de oro, nombrándole mensajero entre los hombres y los dioses. El geoglifo, pues, debía ser un homenaje a ese mensajero…
—Pero el pájaro sobre el que está el avión no parece un cóndor —fue mi única objeción.
—Cierto —admitió Rosa María—. Pero los símbolos y los cuentos no siempre gozan de la precisión que tanto les gusta a los occidentales como usted…
Mi viaje hasta las estribaciones de Palpa tenía, no obstante, otro objetivo: explorar el que, sin duda, es el más extraño, complejo y fascinante de los geoglifos descubiertos en la región hasta la fecha. Ubicado, según el GPS, a 14° 38' 39" latitud sur y 075° 10' 30" longitud oeste, el trazado de esta figura se compone de un círculo central con una cruz griega grabada en el interior, y flanqueada por otros tres círculos menores unidos a la figura principal por líneas rectas perfectas. En realidad, la impresión que da el conjunto es el de un juego geométrico de proporciones gigantescas en el que la cruz griega —en realidad, una cruz andina o
chakana
, representada a menudo por todas las culturas de los Andes— parece desempeñar un papel predominante.
Situada en la Hacienda de San Javier, esta figura de 64 metros de diámetro está formada por un círculo doble que fue visto por primera vez en 1984 por los pilotos de Aerocóndor. Sin embargo, sólo en 1998 se puso en marcha el primer intento serio de estudiar esta formación geométrica. Con la ayuda del ingeniero alemán Rudolf Gantenbrink —el mismo que construyera el pequeño robot oruga que en 1993 descubrió una pequeña «puerta» al fondo del canal sur de la Cámara de la Reina de la Gran Pirámide, en Egipto—, se tomaron medidas desde el suelo que, a la postre, parecen estar revelando que quien trazó este diseño disponía de unos sólidos conocimientos de trigonometría. Pero ¿de quién se trata?
Impresionante. Aquel geoglifo era un prodigio matemático y geométrico. Si se trazó a la vez que la «araña» o el «mono» de Nazca, era evidente que nos enfrentábamos a una cultura refinada capaz de elaborados diseños. Nada de un pueblo torpe y primitivo como quisieron hacernos creer.
Nuestra avioneta sobrevoló en círculos la formación, dejándonos ver la precisión inequívoca de sus formas. No se parecía a ninguna de las figuras que habíamos visto, ya que no se correspondía ni con animales, ni con simples formas geométricas como trapecios o líneas rectas ni, mucho menos, con las formaciones antropomorfas que existían en abundancia en sus inmediaciones.
Tan diferente es del resto de los geoglifos de la región que no son pocos los que recelan de su antigüedad y sospechan que se trata de alguna clase de dibujo moderno.
Uno de ellos es el arquitecto Carlos Milla. Autor de una documentada obra sobre los conocimientos geométricos y matemáticos de los antiguos habitantes del Perú
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, en su estudio de Lima me había avanzado días antes que él había visto varias fotografías de esa formación, y que ésta le parecía de factura muy reciente.
Carlos es un personaje de corta estatura, vivaracho, de ojos brillantes e ideas claras. Cree que los españoles, al llegar a América —y no le falta razón—, destrozaron todo un sistema de sabiduría milenario del que los incas que encontró Pizarra fueron sus últimos depositarios. Ese saber incluía poderosos conocimientos astronómicos, atesoraba abundante información sobre los movimientos de las estrellas en el transcurso de los siglos, sobre la esfericidad de la Tierra, e incluso el uso del número «pi» atribuido por Occidente a los griegos.
—Por eso debo confesarle —admitió al examinar con detenimiento las fotos de la «cruz de Palpa» que llevaba encima— que nadie sería más feliz que yo de que fuera una formación antigua, pues sería la prueba definitiva de que mis teorías sobre el saber científico de los andinos son rigurosamente ciertas.
Pero musitó algo más, recostado en el sofá de su estudio de pintura.
—Sin embargo… —dudó—, es demasiado bueno para ser verdad.
Rudolf Gantenbrink y Ricardo Herrán visitaron el emplazamiento del geoglifo por tierra a mediados de 1998. Al primero lo tenía ya «fichado» desde hacía tiempo, por ser el ingeniero que había construido el robot que descubrió la portezuela de piedra al final de uno de los «canales de ventilación» de la Gran Pirámide, a los que me referí en el capítulo primero. Sonreí. Era evidente que el sabor del misterio había impresionado al ingeniero, y éste había decidido poner su tecnología al servicio de lo inexplicable.
Pues bien, tanto Gantenbrink como Herrán descubrieron trazas inequívocas de que las líneas geométricas del suelo de Palpa que nos interesaban habían sido repasadas recientemente, e incluso descubrieron los restos de un campamento moderno en las cercanías. Cubiertas de libros en inglés de los años cuarenta, algún que otro desecho procedente de un vehículo motorizado y basura en pequeñas cantidades, daban una pista certera sobre la reciente presencia de humanos en la zona.
—Esto no es extraño —referirá Herrán cuando le abordé al respecto de la «cruz de San Javier»—, pues desde los años cuarenta son muchos los grupos esotéricos que acuden al desierto a practicar sus rituales.
Sin embargo, sus ojos de obsidiana brillaron antes de rematar su explicación:
—Pero atienda —dijo—: fuera quien fuese el que elaborara esa figura, disponía de grandes conocimientos matemáticos, poco comunes, como usted sabe, en los grupos esotéricos conocidos.
Conocimientos matemáticos, astronómicos, de cálculo del tiempo… Por un segundo calibré la posibilidad de abrir mi dossier ante Ricardo Herrán, y mostrarle algunas de las evidencias recogidas entre pueblos que eran siglos más antiguos que los Nazca. Sin embargo callé.
Eso sí, de regreso a casa, con Vicente Paris sentado a mi lado en el DC-10 de las líneas aéreas venezolanas que nos dejaría en Madrid, recordé una vieja historia. Una leyenda sobre otros «señores de las estrellas» aparentemente capaces de dominarlo todo.
Y como si de una cuestión de vida o muerte se tratara, garabateé en mi cuaderno de notas unas líneas para recordar que debía buscar en mi archivo las cartas, notas y apuntes de cierto «día perdido» —si la historia era cierta, claro— hace más de cuatro mil años…
JerusalénAquel día, el día en que Yahvé entregó a los amorreos en las manos de los hijos de Israel, habló Josué a Yahvé, y a la vista de Israel dijo: «Sol, detente sobre Gabaón; y tú, Luna, sobre el valle de Ayalón». Y el Sol se detuvo, y se paró la Luna.
Josué, 10,12-13
Israel resultó ser mucho más fascinante de lo que esperaba. Hereda del vecino Egipto el eco sordo de sus desiertos y los atardeceres llenos de contrastes de luz casi sobrenaturales. Sin embargo, a esas virtudes se les suma una atmósfera tensa, de siglos de antigüedad, casi petrificada, que el viajero percibe nada más desembarcar en el aeropuerto internacional Ben Gurión, en Tel Aviv.
Como tantos otros antes que yo, llegué a Tierra Santa cargado de investigaciones pendientes. La primera vez fue en 1993. Algunas de aquellas «causas», enunciadas en una lista larga y meticulosa, requerían mi presencia en los lugares donde se desarrollaron hechos que tuvieron a Yahvé como protagonista y que demostraban que aquel Dios de los judíos era mucho más que una simple idea abstracta o mística. Volveré sobre alguno de ellos en la quinta parte de este libro. Sin embargo, otras me exigían más trabajo burocrático: tediosas comprobaciones documentales y consultas a expertos que a menudo iban en detrimento de un estricto trabajo «de campo». Esta es una de ésas.
Todo empezó con la lectura de uno de los pasajes más particulares del Antiguo Testamento que recuerdo. Uno contenido en el Libro de Josué.
Es éste un tratado que narra las tribulaciones del célebre caudillo judío que da nombre al volumen, ayudante de Moisés durante el Éxodo por más señas, durante la conquista y posterior distribución de Canaán, la añorada «tierra prometida», entre las tribus de Israel. El libro —el sexto del Antiguo Testamento— narra en detalle las batallas en las que la larga mano de Yahvé se descargó contra los enemigos del «pueblo elegido», interviniendo en episodios tan célebres como la misteriosa desecación del río Jordán para que los hebreos entraran en zona cananea, o la caída de las murallas de Jericó al son de las trompetas de Josué.
Sin embargo, cualquiera de estas proezas palidece ante la que se desplegó durante la batalla que enfrentaría a los judíos con la coalición meridional de pueblos autóctonos que pretendían frenar el avance de los invasores. Después de la resurrección de Lázaro y de Jesús, narradas trece siglos más tarde por unos torpes cronistas que escribieron casi todo «de oídas», éste es el milagro que más quebraderos de cabeza ha causado a este curioso investigador.
El lector comprenderá por qué de inmediato.
Gustavo Doré plasmó así el momento en el que Yahvé detuvo el curso del Sol a petición de Josué.
Dice la Biblia que Josué, queriendo acabar con sus enemigos de una vez por todas, suplicó algo imposible a «su» Yahvé: que detuviera el Sol y la Luna en el cielo —es decir, que parara la rotación de la Tierra— para disponer de más horas de luz con las que poder fustigar a sus oponentes.
Yahvé, solícito, accedió a tamaño prodigio. «El sol —explica el redactor del Libro de Josué— se detuvo en medio del cielo, y no se apresuró a ponerse, casi un día entero.»
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Esta historia me sedujo años antes de mi visita a Israel por una singular razón: en una revista norteamericana titulada
The Gideon
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, hacía ya casi tres décadas, se atribuía a Harold Hill, uno de los consejeros técnicos del programa espacial de Estados Unidos y presidente de la Curtiss Machinery Company de Baltimore, Maryland, unas declaraciones que me dejaron sin habla. De ser ciertas, aquellas explicaciones confirmaban algo en lo que había creído desde niño: que el Universo no es sino un gigantesco mecanismo de relojería.
Pero iré por partes.
Hill explicó a aquella revista que en Greenbelt, Maryland, unos astrofísicos se encontraban calculando la posición de los principales cuerpos de nuestro sistema solar para los próximos siglos, cuando tropezaron con una insólita anomalía cósmica. Realizaban sus cálculos con la intención de diseñar las futuras trayectorias de satélites y sondas espaciales y evitar así choques imprevistos contra cuerpos celestes… Sin embargo, algo falló en los ordenadores. Éstos —cuenta Hill— se detuvieron bruscamente, como si hubieran detectado algún error de cálculo insuperable. Al principio, nadie encontró una explicación lógica a aquel comportamiento de la computadora hasta que, finalmente, el director del servicio de mantenimiento de aquellos potentes IBM determinó la causa del fallo: inexplicablemente, al pasado del cosmos le faltaba un día. «Alguien» o «algo» había robado veinticuatro horas al tiempo universal, y ese «hueco» impedía proseguir con los cálculos.