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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (2 page)

BOOK: En busca del rey
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Se unió a Ricardo, Baudoin y Guillermo. Los tres, acompañados por cuatro hombres a caballo, se apartaron del resto y se internaron al trote en las polvorientas callejuelas del pueblo. Los nativos retrocedían y los miraban pasar. Blondel volvió a reparar en lo oscuros y orientales que eran. Sería extraño, sin duda, encontrarse de nuevo entre gentes rubias. Los austríacos del norte eran encantadores, pensó Blondel, quien siempre había preferido el día a la noche. El mismo era de tez clara, si bien tenía el cabello castaño oscuro, casi tan oscuro como el de Ricardo.

Entraron en la plaza de la ciudad, un espacio abierto pequeño y humilde con una vieja fuente de estilo románico. Dominaba la plaza una iglesia nueva, y Blondel, quien prefería la arquitectura clásica, miró con cierto disgusto este edificio moderno, poblado de ornamentos y gárgolas. Alrededor de la plaza había puestos y carretas: era día de mercado y la gente hormigueaba de un lado al otro, llamándose a gritos y sin fijarse en los intrusos, concentrada en el oficio de vivir.

El rey echó un vistazo a su alrededor, miró el sol, determinó su posición y trotó entre la multitud rumbo al lado norte de la plaza, seguido por los otros.

—Creo que por esta calle encontraremos la posada —dijo.

Dos soldados, que Blondel supuso estaban al servicio del señor de Zara, los miraron con suspicacia al oír hablar francés, pero ellos marcharon apresuradamente de la plaza, internándose al trote largo en la calle mugrienta y con olor a orina.

Al cabo de unos minutos, Zara, una mezcolanza de edificios grises y rosados, quedó atrás, ocultándoles el Adriático. Estaban frente a un campo abierto y cultivado, plagado de chozas de labriegos. En una elevación se erguía un castillo, pequeño e impersonal, hecho más de madera que de piedra; sin duda era el castillo del señor de Zara. Atravesaron un puente angosto que indicaba el linde de la ciudad. Un soldado harapiento, armado con una pica, los dejó pasar.

Blondel respiró profundamente. Aquí el aire era limpio y podía percibirse el familiar olor de las hojas pudriéndose, de la tierra húmeda: evocó Artois, y los pueblos de la Picardía; en otoño ofrecían un espectáculo parecido, claro que más hermoso, aunque no tan cerca del mar. De niño había amado el mar como lo aman las gentes que no viven en sus orillas sino en sus cercanías: el fragor de las olas, la visión de distancias inconmensurables y la sensación de una violencia observada en días borrascosos pero jamás experimentada, salvo en los románticos devaneos que se agolpan en la imaginación del observador.

—Ya hemos llegado —dijo Ricardo, indicando un amplio edificio de una sola planta hecho de madera y argamasa, bastante deteriorado. El posadero, un hombre alto, flaco y con los dientes rotos, salió de la casa, sonriendo y obviamente atemorizado.

—Somos mercaderes —dijo Ricardo con solemnidad—. Acabamos de llegar de la isla de Corfú y tenemos entendido que das refugio a los viajeros.

El hombre parpadeó y luego respondió en su vacilante latín:

—Doy refugio por dinero.

—Bien —dijo Ricardo, apeándose—. Esta noche nos agasajarás a nosotros tres; nuestros servidores pueden dormir con los caballos.

El hombre hizo una reverencia, sin duda impresionado por los modales cortesanos de Ricardo y el costoso atuendo de Baudoin. Tanto Guillermo como Blondel vestían con simplicidad, mientras que el rey, con su hábito de monje, conseguía ser el que más se destacaba.

Entraron. Unas vigas pesadas, ennegrecidas por el humo, sustentaban un techo de baja altura. A cada lado del salón principal se alineaban varias mesas largas con sus bancos. El suelo estaba alfombrado de juncos y los perros husmeaban el lugar en busca de huesos.

—Detestable —dijo Baudoin.

—Mejor que algunos castillos —dijo Blondel, con una voz que sugería vagamente un parecido entre el castillo del propio Baudoin y la posada.

—Naturalmente, depende de los castillos que visites —replicó Baudoin con acritud.

—Tú, Baudoin, y tú, Guillermo —dijo Ricardo—, poneos de acuerdo con el posadero en lo que respecta a los víveres. Llevaremos tantos como sea posible, porque a partir de mañana nos mantendremos alejados de pueblos y ciudades.

Los dos hombres salieron de la sala en busca del posadero, y Ricardo se volvió a Blondel.

—Ahora ayúdame con una balada. Hay algo que no puedo resolver…

Salieon, componiendo la balada de Ricardo.

2

Millas de campo se extendían frente a ellos, parcelas separadas por bosques y concentradas alrededor de aldeas y algún que otro castillo. En esta época del año los campos estaban sembrados de rastrojos, oscuros como la tierra, y el sol Ixillaba, si brillaba, con dureza e intensidad. El aire era diáfano y el viento soplaba con fuerza, refrescaba los días, creaba una transparencia singular, arrancaba hojas rojas de los árboles.

Caía el otoño: hojas secas cubrían ese angosto camino de campo, arado por la profunda huella de muchos carros; caminos polvorientos, pues eran días secos y claros. Era tiempo de componer baladas, pensaba Blondel, y las palabras acudían a él con facilidad mientras cabalgaban al oeste, al noroeste rumbo a Austria, la costa de Europa y la isla del rey.

Después de dos días de cruzar planicies y campos cultivados, se encontraron entre colinas sin árboles, cubiertas de matorrales y viñas y musgo y, tal vez en otra estación, de flores. Entre esas colinas vivía poca gente. Les habían aconsejado cuidarse de los bandidos, pero hasta ahora sólo habían visto pastores, hombres rústicos y barbudos, hoscos y temerosos de los extraños.

Una mañana, el tercer día, pudieron mirar atrás desde la cima de la primera colina, y contemplar la tierra parda y fértil que bajaba hacia un mar vívido; y a orillas del mar, un conglomerado de edificios blancuzcos como huesos abandonados al sol: Zara.

Luego volvieron la espalda al mar y cabalgaron entre las colinas, por valles angostos donde, notó Blondel, no cantaba ningún pájaro: era una comarca extraña y luminosa, al parecer desierta, que existía en el esplendor y el silencio. Al romper el alba y al caer la tarde, las sombras se cernían sobre los valles, las sombras de imponentes peñascos.

En los valles crecían árboles, la mayoría con las ramas casi desnudas: las hojas, amarronadas y medio podridas, alfombraban el suelo, crujían y susurraban cuando las rozaban los cascos de los caballos, cascos que a veces arrancaban un resonante sonido a un guijarro oculto entre las hojas.

Durante varios días bordearon un manantial. En las riberas crecían sauces y las aguas limpias corrían con ligereza, arremolinándose y burbujeando entre guijarros y raíces de árboles expuestas por el agua. Todas las noches dormían al raso y el rumor del agua los acunaba.

Ricardo y Blondel solían cantar a dúo cuando cabalgaban juntos a la cabeza del pequeño grupo: los seguían Baudoin y Guillermo; luego iban los servidores y el equipaje. Blondel, que nunca había llegado a conocer bien a Guillermo, le tomó afecto durante el viaje; tenía poco más de veinte años, como la mayoría de los caballeros más allegados al rey, pues Ricardo prefería la compañía de los jóvenes; los hombres de más edad tendían no sólo a ser menos intrépidos sino, oh herejía, a criticar a los mismos reyes. Guillermo era de tez oscura, y tenía las cejas unidas en una franja recta. Parecía huraño pero no lo era: era afable, no demasiado inteligente, dócil y, ante todo, estaba completamente consagrado a su rey. Ricardo lo prefería a él antes que a Baudoin, quien además de contar más años sabia demasiado, sospechaba Blondel, acerca de la vida de Ricardo antes de Chinon.

Cuando Ricardo se cansaba de cantar, solían cabalgar en silencio entre los árboles, escuchando el crujido de las sillas de montar, el murmullo de las voces de los servidores detrás de ellos. En una ocasión, después de un silencio muy prolongado, mientras cabalgaban por una colina yerma, el rey, tal vez pensando en la muerte al ver las rocas con forma de calavera que coronaban la cima, habló de su hermano Juan y la sucesión.

—Él sabe que ya he decidido la sucesión. —Por su modo de decir «él», Blondel sabía que Ricardo ahora hablaba de Juan—. Él sabe que el trono le corresponderá a Arturo cuando yo muera. Entonces, ¿qué está haciendo? No tiene el menor talento político, en absoluto. Tampoco sirve demasiado para intrigante, aunque podría equivocarme, y sin embargo… —Se interrumpió y miró de soslayo hacia el oeste. Delante de ellos se veían más colinas, y más allá, valles, y más lejos todavía, el perfil de remotas montañas. De noche el rey solía confirmar dónde se encontraban guiándose por la Estrella Norte; durante el día, sin embargo, hacia sus cálculos guiándose por el sol y un mapa no muy exacto que Blondel había encontrado en Corfú.

Descendieron por la colina hacia otro valle boscoso, un valle extenso con forma de cuenco abollado.

—Bien, ya verán qué pasa cuando yo vuelva, y Juan descubrirá… —Se interrumpió de golpe; Blondel sabia que rara vez criticaba abiertamente a sus propios familiares, pues criticarlos en cierto modo equivalía a criticarse a sí mismo, a admitir la falibilidad de los Plantagenet. Reanudó su discurso en voz baja esta vez, los ojos fijos en el valle—. Supongo que la culpa es de Longchamp. Es fiel y digno de confianza, pero ahí se acaban sus aptitudes. Es vergonzoso que los pocos hombres en quienes uno querria depositar su confianza, no la merezcan.

—¿A los ingleses les gusta? —Blondel sabia perfectamente qué opinaban los ingleses del canciller de Ricardo.

—Nos detestan a todos. Pero a veces creo que sería útil que Longchamp aprendiera un poco de inglés, aunque sólo fuera para poder leer algún discurso.

—Creía que sabía inglés.

—No, nunca lo ha aprendido, y son justamente esas cosas las que disgustan a los barones. Aunque eso no tiene tanta importancia. Lo que sí debió hacer es mostrar una actitud resuelta cuando Juan intentó dividir los ducados. Habría sido tan fácil marchar hacia Nottingham…

Siguieron cabalgando en silencio. Pasó casi una hora antes de que Ricardo volviera a hablar; cuando habló, sin embargo, fue para referirse nuevamente a la sucesión. La tenía en su mente desde que habían salido de Inglaterra. Hablaba de la sucesión con cierta perplejidad, como si se tratara de un problema fascinante pero abstracto sobre el que debía, quisiéralo o no, meditar.

Esa noche durmieron en el valle. Al caer el sol Ricardo escogió un sitio para acampar en un claro al pie de una pequeña colina. Otros viajeros habían pasado recientemente por allí, pues había un circulo de piedras planas en el medio del claro, y en el interior del círculo cenizas y troncos con las puntas chamuscadas. En el linde del claro, señalado por helechos y hierbas altas, había un manantial.

Los servidores encendieron una fogata, trajeron agua y prepararon la cena.

Ricardo se sentó en un tronco frente al fuego y examinó con aire soñador la empuñadura de su espada. Baudoin inspeccionó los caballos e impartió órdenes a los palafreneros en voz baja. Todos hablaban quedamente, como por respeto a la desolación que los rodeaba. Blondel, a falta de otras tareas, caminó hasta el pie de una colina y se paró junto a un pedrejón cubierto de musgo y miró el claro y meditó acerca de las palabras. Era la hora del crepúsculo y Venus, una esquirla de plata, resplandecía en el cielo pálido. El sol se había puesto detrás de los montes y en el este, por encima de los altos árboles del bosque, el cielo tenía ahora un color de pizarra. Permaneció a solas, olvidándose de los demás, y observó la oscuridad que se extendía hasta el cielo, se elevaba desde el bosque y avanzaba sigilosamente, ya moteada de estrellas, hacia las colinas color de hierro. Los árboles se transformaron en esqueletos negros y retorcidos; ni una brisa agitaba las ramas donde unas pocas hojas muertas, pardas y frágiles, quebraban con sus formas irregulares los afilados perfiles de la arboleda. Los árboles semejaban un espectral ejército de figuras congeladas, una tropa hostil, engendrada por la noche, vigilada por las estrellas.

Entonces el repentino resplandor del fuego en el centro del claro transformó el cielo, el bosque y los sentimientos de Blondel. Una luz roja salpicó los árboles más próximos y, al agigantarse las llamas, las sombras danzaron en el linde del bosque. Por contraste, ahora el cielo estaba oscuro y las estrellas brillaban, frías y remotas. Los hombres se reunieron alrededor del fuego. Uno de ellos, el cocinero, asaba los animales que habían cazado ese día, y los otros lo observaban. Blondel, algo reanimado por la vista del fuego (fuego equivalía a hogar), caminó hasta el manantial y se lavó el polvo de la cara y de la corta barba rubia. En Picardía la gente era muy limpia, mucho más limpia que los ingleses, por ejemplo; en Picardía se lavaban el cuerpo varias veces al mes y la cara con más frecuencia. Con la cara limpia, se acercó al rey.

Ricardo estaba sentado junto al fuego, a cierta distancia de los demás, sumido en sus ensoñaciones. Blondel se sentó a su lado. Había fatiga en la cara de Ricardo, y sus finos labios colgaban, sobre la barba oscura. Estudiaba las llamas con los ojos entornados. Se había quitado las botas, y los pies cuadrados, de venas abultadas, apuntaban hacia el fuego. Sin volver la cabeza apoyó la mano en el hombro de Blondel; casi nunca miraba a los demás directamente a la cara, porque sus ojos azules y juntos solían ponerlos nerviosos: ojos fríos y vigilantes, que parecían ver tantas cosas y en realidad, Blondel lo sabía, veían muy poco, no querían reconocer la realidad o los sueños de los otros.

—¿Debemos atravesar Austria? —preguntó finalmente Blondel; la mano de Ricardo le pesaba en el hombro.

—Si —dijo el rey. Apartó la mano, se estiró, y luego se aferró las rodillas, apoyando la barbilla en los brazos—. Hacer el viaje por Italia nos llevaría mucho tiempo, es demasiado montañosa. No, tenemos que correr el riesgo de cruzar Austria. Pronto estaremos en Viena.

—¿Vamos a Viena? —Blondel no disimuló su sorpresa.

—En cualquier caso pasaremos cerca de Viena; no podemos evitarlo.

—Sería aconsejable —aventuró Blondel que lo evitáramos.

Ricardo no replicó. Con el dedo gordo del pie trazó un mapa en la tierra: un punto para Zara, otro para Goritz (la siguiente ciudad en su ruta), otro para Barrin y, finalmente, un círculo para Viena. Luego bosquejó el Danubio, las montañas, todo bastante detallado. Su memoria era excelente; podía recordar mapas, detalles de ciudades visitadas sólo una vez, y también todas las baladas de Blondel, lo que resultaba halagüeño; sin embargo, le costaba recordar los nombres, y nunca se acordaba de las personas.

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