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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (8 page)

BOOK: En busca del rey
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Aspiró el aire frío y pensó si se atrevería a cantar algo. No, no aquí. Alguien podría oírlo, y un trovador cantando en francés despertaría sospechas. Pero era la primera vez en semanas que tenía ganas de cantar.

La carretera bordeó por un tiempo el ancho río y Blondel, quien consideraba a Francia el más hermoso de los países, debió admitir que esta campiña, aun en invierno, era hermosa, austera, y, en esta época, melancólica. En la otra margen del veloz río pardo había campos y valles, colinas, aldeas, montañas y castillos: una bruma pálida, blancoazulada, flotaba como humo en las cuencas de los valles, o como un plumaje en reposo: jirones de cielo invernal.

Crecían árboles en las riberas; los sauces se curvaban y rozaban el agua con las ramas desnudas. Pequeñas barcas se deslizaban por el río, con pescadores a bordo. Recordó que de niño solía salir al Atlántico con sus primos pescadores, y aún podía recordar con todo detalle el sol tórrido reflejándose en el mar verde y rutilante, y los brazos morenos y musculosos de sus primos arrojando las redes. Ahora añoraba ese calor, pese a que no era desagradable caminar a solas por aquel paisaje invernal. Fragmentos del verso le vinieron a la cabeza. Había una dama que había conocido en Blois… ¿cómo se llamaba? Había sido la dama en varias baladas, y ahora volvió a pensar en ella. Tal vez compusiera una buena balada mientras caminaba. Palabras, frases y rimas acudieron a su mente y empezó a canturrear una melodía experimental; luego recordó a Ricardo y se interrumpió, sintiéndose culpable. En esos momentos no debía ser feliz componiendo baladas. De componer alguna, tendría que ser acerca de Ricardo. ¿Qué rimaba con Ricardo?, se preguntó.

Ya era de noche cuando llegó a Viena. Aun en la oscuridad advirtió que se trataba de una gran ciudad; pudo percibir su inquieta respiración. Los edificios diferían en altura y los tejados terminaban en punta. Las calles eran estrechas, y algunas estaban adoquinadas. La gente decía que un día Viena seria la ciudad más grande de Europa, más grande y hermosa que Roma y Paris. Y se decía que Leopoldo albergaba grandes ambiciones, tanto para la ciudad como para si mismo.

La noche era neblinosa y la luz de la luna difusa; un aura oscura coronaba los tejados inclinados. Pudo ver los chapiteles de una gran iglesia y, cerca, la fachada de lo que parecía un palacio. Los jinetes atravesaban rápidamente las calles, haciendo retumbar los adoquines. Criados con teas humeantes alumbraban el camino para los cortesanos que se dirigían al cumplimiento de sus importantes funciones montados en litera, a hombros de robustos campesinos.

Vagabundeó por las calles con una mano siempre sobre la empuñadura de la espada, pues en cualquier ciudad las calles son peligrosas y abundan los ladrones y las amenazas para los extraños, hasta que por fin encontró una posada. En los viejos tiempos sólo había locales donde los viajeros compraban vino y comida y dormían a la intemperie o en el establo o, si tenían suerte, en el castillo de un noble o un monasterio, aceptando la hospitalidad en caso de ser ricos, la caridad en caso de ser pobres. Pero ahora existían lugares donde, por dinero, uno podía comer, beber y dormir, a veces en camas, más a menudo en el suelo frente al hogar.

Llamó a una pesada puerta y el dueño de la posada abrió. Al comprobar que estaba solo y parecía inofensivo, lo dejó entrar. Hablando en alemán, llegaron a un acuerdo para esa noche.

Entonces Blondel se sentó a un extremo de una larga mesa con caballete. Una docena de hombres, todos austríacos, ocupaban la misma mesa, comiendo y bebiendo ruidosamente; al verlo entrar se interrumpieron y le miraron con curiosidad, y una vez satisfechos siguieron comiendo y charlando.

—¿Eres trovador? —preguntó un hombre corpulento en voz alta, pronunciando cuidadosamente las palabras, como suele hacerse con los extranjeros.

Blondel rozó instintivamente la viola y respondió que sí, que era trovador.

—Canta entonces —dijo un hombre con cara de rata, un mercader, pues lucía un trozo de piel en la gorra y su túnica, debajo de las manchas de vino y de grasa, era de hilo de oro.

—Canta sólo en francés —dijo Blondel, desgarrando un trozo de carne de cordero con los dedos; estaba extenuado y le dolían las piernas de caminar; la espalda aún le ardía cuando pensaba en ella.

—Sabemos algo de francés, bastante francés —dijo presuntuosamente la rata.

—Cuando termine de comer… si me permiten —añadió en francés; nadie lo entendió. Todos asintieron pesadamente. Cuando se hartó de comer, y se sintió caliente y confortable gracias al fuego y al vino, arrastró un taburete hasta el fuego, a una distancia prudente, pues su espalda aún era sensible al calor, y luego empezó a afinar la viola perezosamente, preguntándose qué cantar: ¿entonaría una vieja canción o improvisaría? Decidió entonar una vieja canción, pues para improvisar necesitaba excitación y competidores y una audiencia que apreciara su labor. Con voz suave empezó a cantar una de sus viejas baladas acerca de la dama de Blois. Hacía mucho que no cantaba en un salón como éste, o en cualquier salón. Su voz era ligera y resonante. No tenía el registro de Peire Vidal ni los matices tonales de Raimbaud de Vaquerías, pero sabía que su voz poseía cierta facultad, una dulzura que conmovía a hombres y mujeres por igual, que podía hacerlos llorar si él lo deseaba: aunque se tratara de mercaderes austriacos.

Mientras cantaba acerca de la dama, se preguntó a qué dama se había referido al componer esta balada. La dama de Blois, había creído al empezar, pero ahora no estaba tan seguro: era una balada más tardía y la dama tal vez era Adelaide. La había amado durante un tiempo: era una mujer delgada, de cuello esbelto, muy pálida y con dientes blancos y desiguales. El marido había viajado a Italia y Blondel había sido, por un tiempo, su compañero inseparable. Sus baladas hablaban de frustración y de solicitud constante: eran baladas convencionales y no había que tomarlas al pie de la letra. Era habitual escribir con nostalgia acerca de la dama inalcanzable, de ojos remotos y despiadados, la dama glacial que a lo sumo concedería una flor o una sonrisa de conmiseración para aliviar la terrible angustia de su devoto amante.

Había conocido a tantas damas, tantas mujeres, y eran pocas las que no había conocido tan íntimamente como había querido. Pero por mor de la forma, de su medio de expresión, del esquema convencional de su arte, escribía sobre eternas angustias y todas las damas se sentían halagadas, pues las mostraba tal como les hubiera gustado ser: bellas, remotas, inescrutables y amadas. Sonreía al cantar, pensando en esto. Por lo que podía recordar, él sólo había amado a una mujer: se llamaba Margarita, y era una muchacha de diecinueve años cuando él no tenía muchos más y era trovador en la corte de Blois. Un verano, habían paseado juntos por las riberas del Loira y él la había cogido de la mano, había cantado, improvisando para ella, y ella lo había observado con sus oscuros ojos grises, dichosa y serena, pues tener diecinueve años y ser amada es todo cuanto puede anhelar una mujer. Después, al año siguiente, ella se casó con un noble de Lorena y Blondel, pese a que siempre había sabido que ella se casaría y se iría de su lado, porque un campesino como él no podía pedirla en matrimonio, pese a que sabía todo esto, lloró a menudo en el verano siguiente mientras caminaba a solas junto al río, indiferente al esplendor de las colinas verdes y amarillas y al trinar de los pájaros. Compuso entonces baladas, y eran tan tristes que en la corte todos lloraban, felices, cada vez que él las cantaba.

Y después hubo muchas otras damas. Tantas, que Blondel no recordaba sino a unas pocas, aquellas a quienes había dedicado alguna balada. Todas se habían sentido halagadas de que las amara un trovador, pues los trovadores eran los hombres más encomiados y aun los reyes, Ricardo por ejemplo, trataban de escribir baladas y cantarlas, intentaban ser trovadores. Las baladas de Ricardo a menudo eran excelentes: armoniosas, románticas, pero lamentablemente no tenía voz; cantaba mucho, sin embargo, y lo aplaudían con entusiasmo: Nerón recibiendo laureles en Atenas.

Ahora, cuando Blondel cantaba al amor no pensaba en nadie: sólo en las dulzuras del amor, en la idea de la despedida y la tristeza. Incluso pensaba en el rey, pero más como idea que como persona. Pensaba en los jardines y en el río Loira, en Picardía, en el castillo de Blois y en los días de su juventud, cuando nunca le faltaba el calor, no como ahora solía ocurrirle en esta vida de invierno constante que llevaba desde el principio de la cruzada: tantas damas, tantos jardine…, y descubrió que había lágrimas en sus ojos al entonar suavemente el
envoi
. Ése sí era un signo de envejecimiento.

Los austríacos, pese a que no habían entendido casi nada, lloraban satisfechos, conmovidos por su voz, por los recuerdos que todos tenían o se creían obligados a tener; hasta la rata estaba convencida de que una vez había sido un joven apuesto, enamorado sin esperanza de una princesa indiferente a su amor. Le pidieron más y Blondel, con ánimo sociable y ganas de rimar, cantó acerca de la primavera en Francia, y al cantar olvidó el invierno y esta ciudad extraña y hostil.

Al cabo de un rato se cansó y dejó de cantar y, pese a las súplicas de los demás, se negó a seguir y permaneció sentado, quieto y triste, aún más triste que sus propias baladas.

Un hombre apareció a sus espaldas y preguntó en francés, con acento normando:

—¿Tú no eres el trovador de Ricardo? ¿No eres Blondel?

Blondel alzó los ojos y vio a un hombre rubio y alto, vestido con hábitos de peregrino que, Blondel estaba seguro, cubrían una cota de malla.

—Sí —respondió para su propio asombro, confiando en el otro—. ¿Y tú?

—Soy un caballero inglés que regresa de Palestina.

—Siéntate —dijo Blondel, indicándole un sitio en el suelo, junto a él. Un leve chasquido metálico sonó cuando el hombre se acomodó en el suelo. Blondel echó un vistazo al salón y vio que los austríacos estaban ocupados en sus propios asuntos: algunos bebían, otros se preparaban para dormir en los bancos o en el suelo… Nadie reparaba en ellos dos.

—¿Te has enterado de las últimas noticias? —preguntó Blondel.

—Sólo he oído rumores… ¿Qué ha sucedido? —El inglés se quedó perplejo al enterarse—. ¿Pero cómo se atrevieron a tocarlo? ¿Por qué lo capturó Leopoldo? Estallará una guerra.

Blondel se encogió de hombros.

—Por el rescate, y existe una vieja rencilla; además, creo que fue por orden del emperador.

—¿Estabas con él cuando lo arrestaron? ¿Con Ricardo?

—Sí. —Y Blondel describió lo que había ocurrido. Cuando concluyó, el caballero inglés exhaló un suspiro.

—Ahora Juan será rey, y ése será el fin de todos nosotros. Ricardo era el rey normando ideal: nunca visitaba Inglaterra, pero Juan nunca la dejará.

—Ricardo no ha muerto todavía —replicó con aspereza Blondel.

—Más le valdrá estar muerto si no regresa pronto a Inglaterra. He oído que Longchamp ha sido depuesto, y que Juan ha asumido el gobierno y ha concertado una alianza con Felipe; oh, sin duda no ha perdido el tiempo durante la ausencia de su hermano.

—Los rumores se exageran tan lejos de Inglaterra. —Pero tenía miedo—. Quizá.

—¿Dispones de caballo?

—Por supuesto.

—Entonces, quiero que entregues un mensaje a la reina Leonor. ¿Lo harás?

El caballero asintió.

—No estoy de parte de Juan.

Blondel encontró un trozo de pergamino en su talego y después, con un pedazo de carbón puntiagudo del hogar, describió brevemente, en latín, la captura de Ricardo y el comienzo de su búsqueda. Al terminar, cogió el anillo de Ricardo, frotó carbón en el escudo de armas y lo presionó, como si fuera un sello, debajo de su firma. Entregó el mensaje al caballero, quien lo guardó en su talego.

—Dentro de poco tiempo llegaré a Normandía. ¿Dónde encontraré a la reina?

—No lo sé, pero la encontrarás. —Durmieron uno junto al otro frente al fuego y Blondel, pese al dolor que sentía en la espalda, durmió bien. Cuando despertó a la mañana siguiente, el caballero inglés ya se había marchado; lamentó no haberle preguntado el nombre.

Ese día caminó por las calles de Viena, escuchando lo que se rumoreaba en las tabernas. Siguió a los nobles por la calle, tratando de oir sus conversaciones. Finalmente, como sólo oía chismes triviales, los precios y opi~iiones del día, se dirigió a una iglesia. El sacerdote, un hombre apacible y cordial, trabó conversación con él al saber que era francés y acababa de llegar de Palestina. Así que era trovador. Los buenos trovadores eran populares en Austria. Leopoldo sentía especial predilección por ellos. ¿Dónde se encontraba el duque? Bueno, justo esa mañana había oído que el duque se dirigía a su castillo de Tiernstein, a cierta distancia de Viena. También circulaba el extraño rumor de que Corazón de León era su huésped o, según algunos, su prisionero. Probablemente era un rumor infundado, pues todos estaban al tanto de la desavenencia producida en Acre y con esa desavenencia de por medio ¿por qué Ricardo iba a venir a Austria? No obstante, esa misma mañana le habían dicho…

2

De haber tenido dinero, sin duda habría comprado un caballo; y de haberse presentado la oportunidad, sin duda habría robado uno, pero a falta de oportunidad y de dinero, tuvo que caminar.

Los días aún eran fríos aunque por suerte soplaba poco viento, y buena parte de su proyecto lo condujo por bosques, oscuros bosques austríacos con un clima propio, diferente del que reinaba en el campo abierto donde vivían los hombres.

Vio a poca gente en los bosques, pues los labriegos temían a los espíritus malignos y a los ladrones que habitaban las tinieblas infestadas de dragones y frecuentadas por gigantes, en silenciosos corredores entre árboles añosos. Pero los espíritus malignos nunca lo atacaron, y los únicos ladrones que encontró le pidieron que se quedara con ellos y les cantara, pues no había música en el bosque.

El camino a Tiernstein, una carretera ancha y poblada de surcos en campo abierto, se estrechaba en el bosque convirtiéndose en un sendero. Blondel caminaba, canturreando en voz baja, preguntándose qué tal resultaría una balada acerca del bosque en invierno, comparando su corazón atribulado con el invierno: ¿o era demasiado obvio? «Arboles negros como dedos en el hielo», «aves en las frondas», «congeladas en pleno vuelo», «el aullido de los lobos». Después olvidó la balada y pensó seriamente en los lobos. Éstos eran, desde luego, días de lobos, y él estaba solo en un bosque donde sin duda sólo habitaban los lobos. Miró alrededor mientras caminaba, buscando un indicio, un rastro…, pero el terreno era demasiado duro, y además estaba a salvo durante el día. De noche dormiría en la copa de un árbol.

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