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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (9 page)

BOOK: En busca del rey
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Esa noche hubo luna llena; pudo verla brillar, redonda y con un aspecto extrañamente sucio, sustentada por los extremos puntiagudos de los árboles, como una calavera fantasmagórica sobre dos lanzas.

Encendió una fogata, se calentó. Detrás de él había un árbol con ramas amplias, de aspecto relativamente cómodo. Al menos podría subir sin dificultad, como por una escalera. No trepaba a un árbol desde que era niño y estaba en Picardía, y los árboles de su niñez eran brillantes, diferentes de estas formas siniestras; tal vez todos los bosques austríacos eran ciudades transformadas por la magia, maldecidas por hechiceros, a la espera de príncipes, muertes de dragones y el despertar de princesas encerradas en torres.

Mientras cenaba oyó, como era previsible, el profundo aullido de los lobos en el bosque. Echó más leña al fuego; ya podía ver, o imaginaba ver, ojos purpúreos luminosos como el fuego, mirándolo desde la oscuridad. Se encaramó a su árbol; dos grandes ramas crecían juntas y se acomodó sobre ellas, arrebujado en su capa y con la espada a medio desenvainar. Apenas sentía el calor del fuego que ardía abajo. Tiritando, cerró los ojos y trató de dormir, pero se despertaba sobresaltado cada vez que aullaba un lobo; decidió que después de esa noche dormiría de día y viajaría de noche; despierto, le parecía que podía enfrentarse con los lobos.

Debió de dormir un rato, pues cuando se despertó de pronto, descubrió que tenía el cuerpo rígido y entumecido; había percibido el peligro como un animal. La luna se había alejado de las lanzas, perdiéndose de vista: sin duda rodaba cuesta abajo por los negros montes que ponían límite a la tierra. La fogata estaba casi apagada; sólo refulgían unos rescoldos. Blondel tenía frío y le dolía la espalda de tenerla apoyada en la corteza áspera. Estaba cambiando de posición cuando un lobo aulló tan cerca de él que casi perdió el equilibrio. Sacó la espada, y al hacerlo sí perdió el equilibrio: cayó del árbol, con la espada en la mano, y aterrizó de pie, dando un brinco. Miró en torno pero no vio nada, ni siquiera ojos. Tal vez el aullido no procedía de tan cerca como suponía: en un bosque invernal desierto, el sonido llegaba muy lejos.

Entonces oyó a alguien detrás de él; se volvió y vio a un hombre al pie del árbol. El hombre era corpulento, fornido, con una barba larga y canosa. Vestía una túnica hecha de pieles de lobo.

—¿Quién eres? —preguntó Blondel en alemán, con voz insegura.

—Ya que tú eres el intruso, soy yo quien debe formularte esa pregunta. ¿Quién eres? —preguntó el otro.

—Blondel, un trovador francés, de regreso de Tierra Santa.

Dijo todo esto con apresuramiento y candor, para defenderse con la verdad de toda amenaza.

—¿Un trovador? —El hombre observó pensativo la viola de Blondel.

—¿Y tú? —preguntó Blondel.

—Stefan…, rey de los hombres-lobo.

Blondel se preguntó si, en caso de desmayarse, todo se desvanecería como un sueño: el bosque, la noche, el hombre-lobo…

Stefan sonrió.

—Si, somos muchos en estos bosques. Pero en lugar de comer carne humana nos alimentamos del oro que cogemos a los visitantes humanos.

Eso era mejor. Con los ladrones podía entenderse.

—No tengo oro —empezó.

—Pero sabes cantar. Ven —dijo Stefan, y Blondel lo siguió dócilmente. Caminaron un corto trecho: la guarida estaba cerca de allí. Era una gruta situada en una pequeña colina. Una pesada puerta de madera, reforzada con metal, permanecía abierta. Blondel notó que había una parra colgada sobre la entrada y que la puerta, en cuanto la cerraban, desaparecía en el flanco de la colina. Entraron en la gruta, y Blondel se encontró en un amplio salón de tierra con pilotes de madera que sustentaban un techo de escasa altura; en un extremo de la habitación, un fuego ardía en una plataforma de piedra, y un agujero en el techo sacaba el humo de la cueva. Había una mesa dispuesta a lo ancho de la habitación, y sentados en los bancos, vestidos con pieles de lobo igual que su jefe, estaban los bandidos. Comían y charlaban ruidosamente. Miraron a Blondel con suspicacia, pero no hicieron nada, pues venía con Stefan. En un extremo de la habitación sobre una tarima, estaba la silla de Stefan, frente a una mesa. Stefan hizo una seña a uno de los jóvenes que servían.

—Trae un banco para el trovador y comida para los dos. —Se volvió hacia Blondel—. Casi ha amanecido —añadió— y a estas horas acostumbramos dormir. Esta noche hemos cazado durante muchas horas.

—¿Y habéis tenido éxito?

—Oh, sí. En nuestro bosque siempre hay buena caza —y señaló un venado que se asaba al fuego.

—¿De modo que vivís del bosque?

—Y de los viajeros. —Stefan sonrió y Blondel advirtió, alarmado, que sus dientes eran amarillos y afilados. ¿Los hombres podrían de veras convertirse en lobos? ¿Era posible que de golpe se encontrara rodeado de lobos en esa gruta? Se estremeció y Stefan, advirtiéndolo rió y dijo—: Sólo nos interesan los viajeros ricos; los abades y sacerdotes, los mercaderes con caravanas y los nobles que viajan con una escolta reducida. Saltear caminos suele ser una tarea diurna, pues ahora muy poca gente atraviesa mi bosque de noche, por temor a los lobos.

El joven colocó un banco frente a la mesa, y Blondel se sentó frente a Stefan. Otro muchacho trajo vino y carne de venado. Los platos eran de plata maciza, y las copas de oro.

—Propiedad —dijo Stefan señalando su copa de un príncipe de la Iglesia. A veces me complace pensar que, tal vez, el santo padre bebió de esta copa—. Y se persignó piadosamente ante este pensamiento.

Cuando terminaron de comer, Stefan paseó a Blondel por la sala, mostrándole las puertas con cerrojo de las cámaras de tesoros, y las de los pasajes subterráneos que corrían debajo del bosque. En caso de que los atacaran en la gruta, los hombres-lobo podían desaparecer bajo tierra en pocos instantes. De cualquier modo, destacó Stefan, la mayor parte de sus riquezas no se encontraban allí. Ahora, los hombres estaban reunidos alrededor del fuego, bebiendo y jugando a los dados.

—Muy bien, trovador —dijo Stefan—, págate la cena. —Y Blondel cogió la viola y tocó para ellos. Cantando se olvidó de todo, olvidó los hombres-lobo y el peligro, olvidó incluso al rey prisionero.

Luego, cuando por fin se cansó y quiso interrumpirse, los hombres pidieron a gritos que siguiera y cantó hasta que su voz se puso ronca y, a través de la puerta abierta, pudo ver cómo la mañana teñía el bosque de blanco. Finalmente se detuvo, le permitieron que dejase de cantar, y los hombres durmieron en el suelo, arropados en sus pieles, mientras el gran fuego siseaba y crepitaba, y un guardia cabeceaba junto a la puerta. Encima de la mesa sólo quedaban huesos y vino derramado.

—Quédate con nosotros —dijo Stefan. Eran los únicos que estaban despiertos en todo el salón.

—No puedo —dijo Blondel, y le refirió la captura de Ricardo.

Stefan asintió al escuchar la historia, sin demostrar asombro alguno.

—En el bosque ya nos habíamos enterado. Leopoldo y un gran cortejo pasaron por aquí camino de Tiernstein. Alguien dijo que Corazón de León iba con ellos. —Stefan suspiró—. A menudo he deseado que el duque pasara por aquí con un pequeño cortejo…, pero siempre lo acompaña un ejército. —Stefan se incorporó y se acercó a uno de los baúles que había detrás de su silla. Lo abrió y sacó un medallón de plata con una cadena. Se lo entregó a Blondel—. Tómalo —le dijo—. Es el pentagrama, nuestra insignia. Te permitirá atravesar sin peligro cualquier bosque de Austria.

Blondel le dio las gracias y se ciñó la cadena alrededor del cuello.

—Nunca hallarás el camino para volver aquí —dijo Stefan—, pero si alguna vez llegas a pasar de nuevo por mi bosque y uno de mis hombres te detiene, dile que te conduzca a este lugar. La música es buena para nosotros, trovador; aquí echamos de menos esas cosas. —Stefan exhibió con aire pensativo sus dientes amarillos; luego dijo—: Ven, te mostraré el camino a Tiernstein.

Unos pocos pájaros invernales parloteaban entre las ramas desnudas. Un venado los observó un instante, luego escapó. El aire era frío y olía a musgo y piedra húmeda, a madera y humo. Encontraron nuevamente el sendero y Blondel, mirando a su alrededor, se sorprendió al descubrir que no tenía idea de por dónde había venido.

—Adiós —dijo Stefan, y lo abrazó efusivamente—. Ese es el camino que conduce a Tiernstein. —Blondel observó el camino que se extendía frente a él, un rastro confuso en el bosque. Luego se volvió para despedirse de Stefan, pero el hombre-lobo ya se había ido.

El castillo, tosco y sin ornamentos, se erguía sobre una colina. Los castillos de Austria no diferían mucho de los normandos, salvo que a menudo eran más sólidos, diseñados no sólo para contener a los belicosos ejércitos de los reyes cristianos sino también a los bárbaros: las populosas tribus paganas de Asia que, de vez en cuando, asolaban las tierras de Europa, saqueando y matando.

El capitán de la guardia saludó a Blondel con más cordialidad de la que los guardias suelen reservar para los extraños. Era un hombre delgado y apuesto, con pelo lacio del color de la plata y ojos azul violáceo.

—¡Un trovador! Lástima que no vinieras la semana pasada, pero entra, entra. ¿De Francia? Los mejores trovadores son franceses, siempre lo digo. No vemos a muchos aquí, en Tiernstein. Viena es el sitio apropiado para esas cosas. ¿Vienes de allí? ¿Por el bosque? ¿Y solo? Hace falta coraje; ésta es tierra de hombres-lobo, ¿sabes?: hombres-lobo y ladrones. Has tenido suerte de no encontrarte ni con unos ni con otros. —Condujo a Blondel a una sala de guardia cerca del portón y se sentaron en un banco.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte? ¿Sólo estás de paso? Si, sé lo que significa querer viajar por países extranjeros, estar a cientos, miles de millas de las gentes que conoces. Me encantaría ver Italia. ¿Has estado allí? Dicen que en el sur nunca llega el frío, nunca cae la nieve. Eso me gustaría. ¿Quieres que hable en francés? ¿Puedes entenderme? Bien. Qué extraño que la gente hable lenguas diferentes, que las palabras nos separen. —El capitán de la guardia reflexionó un instante y su cara se entristeció; era una cara de dios nórdico, hermosa pero curiosamente débil: un dios cuyas fuerzas se habían disipado cuando un pueblo se convirtió al cristianismo y dejó de ponerle flores en el altar.

—Permanecerás un tiempo aquí —dijo, casi en tono de súplica—. Cantarás para nosotros, por supuesto. Escuchamos música tan pocas veces, sólo los berridos de cantores campesinos y trovadores ocasionales, generalmente viejos de voz gastada. Tu voz no está gastada: de eso me doy cuenta, y además, por supuesto, eres joven. ¿Vienes de Palestina? Yo estuve allí un tiempo, pero tuve que volver antes de la caída de Acre. Aunque ésa es la única vida posible para un hombre: el ejército y una causa que defender. Pero el dolor es malo —se pasó una mano pálida y musculosa por el pelo—. Seria perfecto si no hubiera dolor en las batallas. Un hombre pierde una pelea y se convierte en humo, sin sangre, sin que le cuelguen las entrañas…, sin alaridos. —Se estremeció y Blondel, a pesar de lo fatigado y hambriento que estaba, lo escuchó y recordó también el aspecto de los parapetos de Acre la mañana siguiente a la conquista de la ciudadela—. Sí, el dolor es lo peor. Sin embargo, los trovadores nunca cantáis sobre eso. Supongo que no podríais hacerlo, pues no hay música que pueda acompañar palabras como ésas, una canción de dolor. —Se rascó con aire pensativo el cuello; Blondel observó que gruesos rizos de pelo rubio asomaban por la túnica, en extraña contradicción con el pelo plateado de la cabeza—. Pero aun así la vida militar es la más placentera para un hombre… después de una vida como la tuya. En el ejército, un hombre nunca se siente solo; tu vida es diferente, claro, estás completamente solo pero gozas de cierta libertad, y además debe de ser maravilloso componer canciones y cantarlas. —El capitán de la guardia lo miró y sonrió: sus dientes eran blancos y regulares, casi los dientes más blancos que Blondel había visto en un hombre adulto—. Pero como te decía, lástima que no llegaras hace una semana cuando estaba aquí nuestro duque, Leopoldo. Tiene buen gusto para la música…

—¿El duque se ha ido?

—Sí, antes de ayer. A Francfort, creo; o tal vez volvió a Viena. Ha estallado una especie de crisis, y dicen que tiene que encontrarse pronto con el emperador. Ojalá estén proyectando una nueva cruzada.

—Dicen que tiene prisionero al rey Ricardo —dijo Blondel, optando por ser directo.

El capitán frunció el ceño.

—¿Dónde has oído eso?

—Oh, en Viena… Todo el mundo habla de ello.

—Supongo que nada en este mundo es un secreto —dijo irritado el joven capitán—. Ricardo era el huésped del duque. Al fin y al cabo, es un rey y no estamos en guerra con los ingleses. ¿Cómo iba a ser el prisionero del duque?

—¿Estuvo aquí con el duque? —Sí, así es.

—¿Qué clase de hombre es? —se apresuró a preguntar Blondel, tratando de manifestar cierta curiosidad y, al mismo tiempo, no mostrarse muy interesado.

—De aspecto fornido, con la cara cuadrada: una nariz grande, demasiado delicada para ser normando. Era muy… —Se interrumpió y entrecerró los ojos como para recordar con más nitidez, para evocar una imagen en su memoria.

—Se suponía que yo debía cantar para él una vez, justo después de la caída de Acre —dijo Blondel, fingiendo ansiedad. Iba a cantar para él, pero tuvo una desavenencia con el rey Felipe, como sabrás, y claro, yo no pude cantar. Fue justo antes de que el rey Felipe regresara a Francia.

—Dicen que es prácticamente incapaz de dominarse. Se supone que mató a Conrado de Montferrat. No es que fuera una gran pérdida para el mundo… Pero te estoy entreteniendo hablando de estas cosas cuando debes de estar agotado después de tu travesía por el bosque. Oh, poder viajar a cualquier parte…, atravesar bosques y ver las ciudades italianas. —Se puso de pie—. Te mostraré dónde puedes comer y dormir y después, esta noche, cantarás para nosotros. Anunciaré tu llegada al señor de Tiernstein. ¿Cuál es tu nombre?

—Raimond de Toulouse —dijo Blondel, ya preparado para esa pregunta: Raimond era un cantor célebre, un amigo suyo que, por suerte, no había ido a Palestina y al que, sin duda, nadie conocía personalmente en Tiernstein. Pero reconocerían sus canciones.

—¿El famoso Raimond, quieres decir?

Blondel sonrió con modestia y asintió, preguntándose qué efecto habría producido su propio nombre en el joven soldado; lamentablemente, era probable que nunca lo supiera. El capitán estaba encantado y se presentó como Otto.

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