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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (20 page)

BOOK: En busca del rey
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El trovador hizo un gesto de aprobación, tan satisfecho con su frase como con la familia del emperador; Blondel asintió a su vez, gravemente, aceptando la exactitud de la información como si excediera todo cuanto él podía llegar a conocer.

—Bueno, sea cual fuere la decisión —dijo un trovador joven, inclinándose hacia adelante y observando a Ricardo mientras hablaba—, nunca dejarán de temerlo. Apuesto a que si deciden matarlo le darán veneno. No creo que exista el verdugo que se atreva a tocarlo.

—¿Y qué opina el papa? preguntó Blondel.

El trovador informado clavó en él unos ojos glaciales, como reprochándole un comentario, si no impertinente, al menos desagradable.

—Nadie lo sabe —afirmó, como si eso respondiera a la pregunta.

—Pero ése es el problema, he oído decir —comentó el otro trovador, un simpático joven de pelo anaranjado y cara pecosa; parecía partidario de Ricardo—. El emperador no moverá un dedo, eso es seguro, a menos que el papa dé su consentimiento, y estoy seguro de que el papa no le permitirá matar a Ricardo.

—Yo también he oído eso —dijo Blondel, mirando al trovador informado, quien, pese a tener tan poca información que ofrecer, habló cautelosamente, custodio de grandes secretos:

—El emperador es el favorito del papa, puesto que es el primer príncipe. Si yo fuera el papa… —y aquí el trovador se ajustó inconscientemente la indumentaria papal, frunció el ceño bajo el peso de tres coronas y dijo lo que haría si él fuera el papa: obedecer al emperador.

Blondel perdió interés por la charla; miró de reojo la mesa principal y vio que Ricardo estaba contando una de sus complicadas historias obscenas. Podía adivinarlo por la expresión de su cara y por la expresión de las caras de los demás. Las damas se habían puesto muy pálidas y miraban hacia otro lado. Ricardo gesticulaba al hablar; los ojos azules le brillaban con un destello malicioso. Los hombres parecían incómodos; el señor de Durenstein se puso más rojo que de costumbre y jugueteó con los pesados anillos de sus dedos. Finalmente, cuando Ricardo terminó, los hombres rieron y las mujeres esbozaron una sonrisa, mientras las carcajadas del propio Ricardo, roncas y fuertes, retumbaban en el salón; todos reían imitándolo: los chacales respondiendo al león.

De pronto Blondel empezó a transpirar; tenía las axilas húmedas y sentía el sudor bajándole por el costado izquierdo; tenía miedo de cantar. Era el momento más aterrador que vivía desde su primera actuación en una corte, años atrás. Tembló y trató de componer su expresión, bostezó para relajarse, pero el miedo, el miedo inexplicable persistió. Temía que le fallara la voz, que ni siquiera pudiera pronunciar las palabras iniciales. Entonces se las murmuró a sí mismo: debía cantar, su voz debía conservar la firmeza, pero no dejaba de temblar y, por primera vez en muchos años, el público lo asustaba en vez de estimularlo. Se preguntó desesperadamente qué había ocurrido, qué estaba ocurriendo, y escuchó a los otros trovadores con el cuerpo frío y tembloroso. Raimond de Toulouse fue anunciado y, por un momento, Blondel no reconoció el nombre; entonces alguien lo empujó y él caminó entre esa confusión de rostros y sonidos, se presentó al señor y la señora de Durenstein, se inclinó ante Ricardo y sin pensar, con la conciencia paralizada, empezó a cantar. Los primeros acordes congelaron al mundo, dieron rigidez a cuanto lo rodeaba, volvieron nítido y vívido cada perfil; entonces se dio cuenta de que estaba cantando. Al principio su voz era ahogada y forzada, pero cuando las caras se diferenciaron, cuando se acabó la confusión de color y sonido, la voz se volvió clara y segura, y Blondel pronto la sintió brotar del pecho y reverberar en los rincones del salón, enérgica y fluida. Al principio cantó para la señora de Durenstein. Luego entonó una canción de un corazón prisionero, y al cantar miraba directamente a Ricardo; la cara del rey no reflejaba expresión alguna.

Cuando terminó estalló un gran aplauso y, pese a que le pidieron más, rehusó cantar otra vez. Se sentía débil, empapado de transpiración; cuando se sentó de nuevo a la mesa y empuñó una jarra, la mano le temblaba tanto que el vino se le derramó encima. De pronto, en medio de las felicitaciones, oyó la voz de Ricardo. Levantó la vista y vio al rey de pie, hablando.

—Ese canto privilegiado ha tenido la virtud de inspirarme —dijo sonriendo, y Blondel reconoció esa peligrosa sonrisa y se preguntó qué se proponía—. Me gustaría deleitar a mis generosos anfitriones con una de mis baladas. —El señor de Durenstein quiso levantarse para protestar, pero Ricardo le tocó el hombro y el señor de Durenstein volvió a sentarse abruptamente.

Un sirviente le trajo a Ricardo una viola y éste cantó. Cantó acerca de la traición, de los cortesanos de Inglaterra que lo habían abandonado, dejándolo cautivo; cantó sus nombres uno por uno; vituperó a sus captores y nadie se atrevió a interrumpirlo. La audiencia permaneció azorada y atónita. Ricardo susurró el
envoi
y las últimas y amargas palabras fueron casi un gruñido. Cuando terminó, todos guardaron silencio. El señor de Durenstein se había puesto alarmantemente pálido para un hombre tan rubicundo. Nadie se atrevió a aplaudir y Ricardo se sentó, miró a su alrededor, soltó una risotada y pidió dados a voz en grito, quebrando de ese modo el hechizo. Un alboroto de charlas indignadas se extendió por el salón.

Ricardo miró a Blondel solo una vez: él asintió y sonrió, y por un instante los ojos azules parecieron verlo de veras. Después Ricardo desvió la mirada. Blondel sabía lo que debía hacer; comprendía el peligro. La orden era inequívoca y podía volver a ponerse en marcha, alejarse del centro: seguro, al fin.

2

Se marchó de Durenstein. Había vendido algunos de los diamantes de la condesa Valeria y ahora, con caballo, arreos y provisiones, se dirigía hacia el oeste, hacia las colinas de Francia, más verdes y más suaves, alejándose de Alemania y sus bosques encantados.

Cabalgó durante una semana. Cabalgó solo, deteniéndose en castillos, en posadas, a menudo pernoctando en los bosques. Cruzó anchos ríos cubiertos de hielo quebradizo y se detuvo en cerros altos y vio lagos como espejos de plata, vio bosques pardos y, donde vivían hombres, vio la tierra oscura y resquebrajada de sus campos. Los pueblos eran pequeños en esta parte del mundo; los edificios se apretujaban como temerosos de los bosques, de la naturaleza más que de los hombres; las gentes eran parcas y hablaban con lentitud, hombres tranquilos y oscuros arraigados en el paisaje.

Luego cabalgó a través de una región lacustre, y en las márgenes de uno de los lagos observó la huida del invierno: el hielo del lago se resquebrajaba y los pájaros surcaban el cielo, el sol brillaba con plenitud y el aire era cálido. Una tarde pasó casi una hora observando ese lago. Luego, satisfecho, reanudó la marcha, sin dejar rastros ni cicatrices en la tierra.

La segunda semana llegó a una gran ciudad junto a un río. Muchas iglesias rozaban el pálido cielo azul, y como era domingo repicaban las campanas, un sonido múltiple y antiguo. Las gentes caminaban sonriendo por las calles, se paseaban cogidas del brazo: aquí reinaba cierta ligereza, en parte debida al regreso de la primavera, pero más, tal vez, a que los bosques de Alemania terminaban en la ribera del río y aquí empezaba una comarca más feliz o, al menos para Blondel, menos extraña.

Bajó por una calle angosta y embarrada, escuchando los gritos de los niños, la risa de las mujeres y la cháchara de los hombres. La plaza era ancha, con una trabajada fuente en el centro. Mucha gente se paseaba por la plaza: gente de pelo claro en una ciudad sin sombras, moviéndose animosamente bajo el sol.

Permaneció un rato sentado en el borde de la fuente, mirando: su cabalío, un paciente bayo, estaba allí cerca, atado a un mojón de piedra.

—No eres de aquí, ¿no es cierto?

Giró la cabeza y vio a un joven de pie junto a él: un muchacho de pelo amarillo claro, lacio y sedoso, y ojos castaños y rasgados; estaba sonriéndole.

—No —dijo Blondel, devolviendo la sonrisa.

—Me lo ha parecido, se te ve distinto. La gente de un pueblo siempre distingue a los extraños. ¿Adónde vas? —El muchacho se sentó a su lado. Blondel había olvidado cómo era la gente amigable, la sensación de hablar con un extraño sin presentir un peligro.

Le dijo adónde se dirigía y más o menos dónde había estado. El muchacho lo escuchó: era de complexión robusta, limpio y sonrosado, y tenía las manos grandes y rojas; la túnica era pulcra pero vieja.

—Oh, eso es vida —dijo cuando Blondel le hubo contado un poco acerca de la cruzada—. Ya he oído historias así, por supuesto. Acostumbro venir a la fuente cuando no estoy trabajando en la posada de mi padre. Así que puedo hablar más cómodamente con los viajeros, sin que él me esté vigilando todo el tiempo.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecioch…, apenas. Quise servir en la guardia de nuestro duque; ése es su castillo —señaló un grupo de torres hacia el este, por encima de los tejados de la ciudad—, pero mi padre no quiso. ¿Cómo te llamas, por cierto? Mi nombre es Karl.

Blondel le dio su nombre, el verdadero. El joven lo miró con asombro y respeto.

—No serás el Blondel de Ricardo, ¿verdad?

—No sabia que me llamaban así —rió Blondel.

—He oído muchas de tus canciones. Casi todos los trovadores que vienen aquí cantan algunas de tus baladas y narran historias acerca de Ricardo y tú.

Y Blondel, a quien le gustaban los elogios, escuchó satisfecho su propia leyenda de labios de Karl. Al oírla, pensaba en las cosas extrañas que la gente decía acerca de uno: las historias que inventaban, el personaje que —para bien o para mal modelaban de acuerdo con sus propias necesidades; los hechos sólo eran relevantes si se ajustaban a la imagen requerida, un marco para sustentar el núcleo de la leyenda. Descubrió que la figura descrita no se parecía mucho a la vida, sino más bien a un personaje de ensueño, una criatura que reflejaba las carencias de sus múltiples creadores, lo que anhelaban pero nunca veían en la realidad, lo que nunca podían lograr a la luz de su vida cotidiana. De modo que escuchó la historia de Ricardo y Blondel en Palestina, escuchó al joven de grandes ojos que lo observaba, que veía, en vez de a un trovador fatigado por los años y los viajes, a un mágico compositor de baladas, amigo de un rey y testigo de batallas. Blondel sintió una repentina tristeza al darse cuenta de que en verdad había sido todo cuanto describía el muchacho; había querido convertirse en lo que el muchacho sostenía que era según la leyenda, pero, como siempre vivía en el minucioso presente, vivía en la realidad, experimentando el miedo y el dolor, no había tenido tiempo de considerar lo que era como ser humano, lo que podía significar para los otros, para los jóvenes que vivían en agradables ciudades junto a grandes ríos, ciudades donde Ricardo era conocido como el instrumento de un dios guerrero y Saladino como el agente del demonio. Se preguntó, entonces, si este largo viaje alguna vez tocaría a su fin; si alguna vez podría detenerse a considerar el hecho de su propio vivir, evocar los acontecimientos más allá de los límites inmediatos de la emoción… Suspiró. Era inútil. Era como un fragmento de hielo en el río, rozando otros fragmentos, avanzando rápida e involuntariamente hasta la disolución definitiva, agua en agua, río en mar, vida en muerte, y quizá, muerte en otra cosa, todo en ello, sin embargo, dentro de la corriente, fluyendo con el río, siempre en movimiento, bajo el gobierno de la luna y las mareas.

—¿No te sientes bien? —preguntó el muchacho—. ¿No has comido nada?

—¿Cómo…? Oh, si, me siento bien. Estoy un poco cansado, eso es todo. Hace varios meses que estoy de viaje. Sí, me gustaría comer algo.

—Bien, puedes venir a la posada de mi padre. Los domingos por la tarde no trabajo, a veces; pero te llevaré allí de todos modos. A él le encantará que seas su huésped.

El padre era un hombre flaco e irascible; respetaba, sin embargo, el dinero. Blondel, el único viajero de importancia en la posada, recibió un cuarto para él solo. Cenó temprano, antes que los demás viajeros, servido por Karl. Luego, extenuado, se retiró a su habitación; no podía más. Se tendió de espaldas. Desde la cama, a través de la pequeña ventana entreabierta, escuchó el lejano tañido de las campanas, el sonido de todos los domingos de su niñez.

De pronto se despertó. La luz de la luna entraba a raudales por la ventana y el cuarto resplandecía con un fulgor de plata. Frunció el ceño, tratando de pensar dónde estaba: luego, al recordarlo, se dispuso a cerrar la ventana para que no entrara la luz de la luna.

—No, déjala abierta —dijo una voz.

—¿Quién es?

—Karl. Espero no molestarte. Sé que debes estar muy fatigado, pero tengo que hablar contigo.

—¿Sobre qué?

Blondel se incorporó en la cama, apoyando la espalda en la áspera pared de madera. El muchacho salió de un rincón en sombras y se paró a la luz de la luna. Parecía totalmente irreal, una estatua de plata esculpida en una época clásica. Se detuvo junto a la cama, mirando a Blondel; luego dijo:

—Quiero irme de aquí y me gustaría viajar contigo, si me lo permites. No tengo dinero pero puedo serte útil; soy muy fuerte y hablo francés y alemán, y me gusta pelear. No temería los peligros; al menos no los temería demasiado, y además sé cocinar, y cuando estás de viaje eso es importante y… bueno, ¿puedo ir contigo? Por favor.

Blondel sonrió ante tanta vehemencia, pero su sonrisa no era visible a la luz de la luna.

—¿Pero qué harías cuando yo llegara a Inglaterra? No voy a pasarme la vida viajando, al menos espero que no.

—Oh, me alistaría en el ejército de Ricardo y me iría con los cruzados. Eso es realmente lo que quiero hacer. Es decir, claro que quiero viajar contigo, pero además me gustaría ir a Palestina. No tienes idea de lo que es vivir en un lugar como éste, donde nunca pasa nada, o al menos no pasa desde que vivo yo, donde todos los días ves a las mismas personas y les oyes decir lo mismo de siempre.

—Sé lo que es —dijo Blondel, y recordó su propia infancia en Artois, añorándola, preguntándose si alguna vez podría volver a vivir como en su niñez, como Karl ahora: seguro, contento, apresado en un ritmo familiar, rodeado por gentes que siempre había conocido, gentes que no podían sorprenderlo ni amenazarlo. Envidió al muchacho, pero dijo—: Si quieres viajar conmigo, bienvenido seas. Pero, ¿y tu padre? ¿Qué dirá él?

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