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Authors: Ken Follett

En el blanco (28 page)

BOOK: En el blanco
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Daisy se alisó la peluca rubia.

—Atarla y esconderla en algún sitio.

Kit empezó a reaccionar tras la consternación que le había producido aquel súbito estallido de violencia.

—Vale —dijo—. La pondremos en el NBS4. Los guardias no pueden entrar allí.

—Arrástrala hasta el laboratorio —ordenó Nigel a Daisy—. Yo buscaré algo con lo que atarla —añadió, y entró en uno de los despachos que daban al pasillo.

El móvil de Kit empezó a sonar. Decidió no cogerlo. Utilizó la tarjeta para volver a abrir la puerta, que se había cerrado automáticamente. Daisy cogió un extintor rojo y lo usó para mantener la puerta entreabierta.

—No puedes hacer eso; saltará la alarma. Quitó el extintor.

Daisy lo miraba con gesto incrédulo.

—¿Que la alarma salta si dejas una puerta abierta?

—¡Sí! —replicó Kit con impaciencia—. En los laboratorios hay una cosa llamada sistema de tratamiento del aire. Lo sé porque instalé las alarmas con mis propias manos. ¡Y ahora cierra el pico y haz lo que se te ordena!

Daisy rodeó el pecho de Susan con los brazos y la arrastro sobre la moqueta. Nigel salió del despacho cargando un largo trozo de cable eléctrico. Entraron todos en el NBS4 y la puerta se cerró tras ellos.

Estaban en una pequeña antesala desde el que se accedía a los vestuarios. Daisy apoyó a Susan contra la pared debajo de un autoclave que permitía esterilizar los objetos antes de sacarlos del laboratorio mientras Nigel la ataba de pies y manos con el cable eléctrico.

El teléfono de Kit dejó de sonar.

Salieron los tres al exterior. Para salir no hacía falta la tarjeta; la puerta se abría con solo pulsar un botón verde empotrado en la pared.

Kit se esforzaba por anticiparse a los acontecimientos. Todo su plan se había venido abajo. Ahora era imposible que el robo pasara inadvertido.

—No tardarán en notar la ausencia de Susan —dijo, obligándose a conservar la calma—. Don y Stuart verán que ha desaparecido de los monitores. Y si ellos no lo hacen, Steve se dará cuenta de que algo va mal cuando no vuelva de su ronda en el tiempo previsto. Sea como sea, no podemos entrar en el laboratorio y volver a salir antes de que den la voz de alarma. ¡Mi plan se ha ido a la mierda!

—Tranquilízate —dijo Nigel—. Todo irá bien, siempre que no te dejes vencer por el pánico. Lo único que tenemos que hacer es encargarnos de los demás guardias, tal como lo hemos hecho con ella.

El móvil de Kit volvió a sonar. Sin su ordenador no podía saber quién estaba llamando.

—Seguramente es Toni Gallo —dijo—. ¿Qué hacemos si se presenta aquí? ¡No podemos fingir que no pasa nada con todos los guardias atados!

—Muy sencillo: nos encargaremos de ella en cuanto llegue.

El móvil seguía sonando.

00.30

Toni avanzaba a quince kilómetros por hora, echada sobre el volante para poder escudriñar la nieve cegadora e intentar adivinar el trazado de la carretera. Los faros del coche alumbraban una nube de grandes y blandos copos de nieve que parecían llenar el universo. Llevaba tanto tiempo forzando la vista que le escocían los ojos como si les hubiera entrado jabón.

Su móvil se convertía en un manos libres cuando lo insertaba en el soporte del salpicadero. Llamó al Kremlin, pero no obtuvo respuesta.

—Me parece que no hay nadie —observó su madre.

«Los de la compañía telefónica habrán desconectado todas las líneas», pensó Toni. ¿Funcionarían las alarmas? ¿Y si pasaba algo grave mientras estaban sin línea? Con una mezcla de angustia y frustración, presionó un botón para poner fin a la llamada.

—¿Dónde estamos? —preguntó la señora Gallo.

—Buena pregunta. —Toni conocía aquella carretera, pero apenas la veía. Tenía la impresión de llevar siglos al volante. De vez en cuando echaba un vistazo a los lados, en busca de algún punto de referencia. Creyó reconocer una casa de piedra con una característica verja de hierro forjado que, si no le fallaba la memoria, quedaba a unos tres kilómetros del Kremlin. Eso la animó—. En quince minutos habremos llegado, madre —anuncio.

Miró por el espejo retrovisor y vio los faros que la habían acompañado desde Inverburn. El pesado de Carl Osborne la seguía obstinadamente en su Jaguar, a su mismo paso de tortuga. En otras circunstancias habría disfrutado dándole esquinazo.

¿Estaría perdiendo el tiempo? Nada le gustaría más que llegar al Kremlin y encontrarlo todo en perfecto estado de revista: los teléfonos reparados, las alarmas funcionando, los guardias aburridos y soñolientos. Entonces se iría a casa, se metería en la cama y pensaría en su cita del día siguiente con Stanley.

Por lo menos disfrutaría viendo la cara de Carl Osborne cuando se diera cuenta de que había conducido durante horas bajo la nieve, en plena Nochebuena, para cubrir la noticia de una avería telefónica.

Parecían estar en un tramo recto de la carretera, y se arriesgó a pisar el acelerador. Pero el trazado de la calzada no tardó en cambiar, y de pronto se encontró ante una curva a la derecha. No podía usar los frenos por temor a derrapar, así que puso una marcha más corta y mantuvo el pie en el acelerador mientras tomaba la curva. La parte de atrás del Porsche quería irse por su cuenta, lo notaba, pero los anchos neumáticos traseros se mantuvieron firmes.

Dos faros se le acercaban por detrás, y para variar había ahora sus buenos cien metros de distancia entre los dos vehículos. Hacia delante no había mucho que ver: una capa de nieve de unos veinte centímetros de grosor en el suelo, un muro de mampostería a su izquierda, una colina blanca a su derecha. Toni se dio cuenta de que el coche de atrás avanzaba a bastante velocidad.

Recordaba aquel tramo de carretera. Era una larga y amplia curva que bordeaba la colina describiendo un ángulo de noventa grados, pero se las arregló para no salirse de su carril. El otro coche no tuvo tanta suerte.

Toni vio cómo derrapaba hasta el centro de la calzada, y pensó: «Idiota, has frenado en plena curva y se te ha ido el coche».

No bien lo había pensado, se percató horrorizada de que el otro vehículo venía derecho hacia ella.

El coche cruzó la calzada y parecía a punto de embestirla por un costado. Era un utilitario con cuatro hombres en su interior. Se reían a carcajadas, y le bastó la fracción de segundo en que pudo mirarlos para saber que eran jóvenes juerguistas demasiado borrachos para darse cuenta del peligro que corrían

—¡Cuidado! —gritó inútilmente.

El morro del Porsche estaba a punto de empotrarse contra el lateral del utilitario, que derrapaba sin control. Toni se dejó guiar por sus reflejos. Sin pensarlo, pegó un volantazo a la izquierda. El morro del coche giró en esa dirección. Casi simultáneamente, pisó el acelerador. El coche saltó hacia delante y derrapó. Por unos segundos, se situó en paralelo con el utilitario, a escasos centímetros de distancia.

El Porsche estaba escorado hacia la izquierda y se deslizaba hacia delante. Toni giró el volante para corregir el desvío y rozó muy suavemente el acelerador. El coche se enderezó y los neumáticos se agarraron a la carretera.

Pensó que el utilitario se daría con su guardabarros trasero. Luego pensó que la esquivaría por poco. Entonces oyó un golpe metálico, sonoro pero superficial, y se dio cuenta de que le habían dado en el parachoques.

No había sido un golpe fuerte, pero sí lo bastante para desestabilizar el Porsche, cuya cola se desvió hacia la izquierda, de nuevo fuera de control. Toni pegó un volantazo hacia ese mismo lado para tratar de corregir el derrape, pero antes de que la medida surtiera el efecto deseado el coche se empotró contra el muro de piedra que se alzaba al borde de la carretera. Se oyó un gran estruendo y un sonido de cristales rotos. El coche se detuvo.

Toni se volvió hacia su madre. Esta miraba fijamente hacia delante, boquiabierta y desconcertada, pero ilesa. Toni suspiró de alivio, y entonces se acordó de Osborne.

Miró por el espejo retrovisor, temerosa de que el utilitario se estrellara contra el Jaguar del periodista. En su campo de visión aparecieron los faros traseros del utilitario, de color rojo y los faros delanteros del Jaguar, blancos. Entonces el utilitario coleó y el Jaguar giró bruscamente hacia el borde de la carretera. El utilitario enderezó el rumbo y pasó de largo.

El Jaguar se detuvo y el coche repleto de jóvenes borrachos se perdió en la noche. Seguramente seguían riéndose.

La señora Gallo dijo con voz temblorosa:

—He oído un golpe. ¿Nos han dado?

—Sí —contestó Toni—. Suerte tenemos de que no haya sido peor.

—Creo que deberías conducir con más prudencia— observó la anciana.

00.35

Kit trataba de dominar el pánico. Su brillante plan se había venido abajo como un castillo de naipes. Ahora era imposible que el robo pasara desapercibido, tal como había planeado, hasta que el personal del laboratorio volviera al trabajo después de las vacaciones. Como mucho, seguiría siendo un secreto hasta las seis de la mañana de aquel mismo día, cuando llegara el siguiente turno de guardias. Pero si Toni Gallo iba hacia el Kremlin, el tiempo disponible era incluso menor.

Si su plan hubiera funcionado correctamente no habría habido necesidad de recurrir a la violencia. Ni siquiera ahora resultaba estrictamente necesaria, pensaba con impotente frustración. Podían haber apresado y atado a la guardia sin hacerle daño. Por desgracia, Daisy no podía resistirse a ejercer la violencia. Kit deseaba con todas sus fuerzas que pudieran neutralizar a los demás guardias sin más derramamiento de sangre.

Mientras se dirigían corriendo a la sala de control, Nigel y Daisy empuñaron sendas pistolas. Kit los miró horrorizado.

—¡Habíamos dicho que nada de armas! —protestó.

—Menos mal que no te hicimos caso —replicó Nigel.

Se detuvieron frente a la puerta. Kit miraba las armas de hito en hito, sumido en el estupor. Eran pequeñas pistolas automáticas con gruesas culatas.

—Esto nos hace culpables de robo a mano armada, lo sabéis, ¿verdad?

—Solo si nos cogen. —Nigel giró la empuñadura y abrió la puerta de una patada.

Daisy irrumpió en la habitación gritando:

—¡Al suelo los dos! ¡Al suelo, he dicho!

Hubo un instante de vacilación, mientras los dos guardias de seguridad pasaban de la perplejidad y el desconcierto al temor, pero enseguida obedecieron.

Kit se sentía impotente. Su intención era entrar primero en la sala y decirles «Por favor, mantened la calma y haced lo que se os dice, y no os pasará nada». Pero había perdido el control. Ahora no podía hacer nada excepto seguir los acontecimientos y hacer todo lo que estuviera en su mano para impedir que las cosas se acabaran de torcer.

Elton asomó por la puerta de la sala de máquinas. Un vistazo le bastó para comprender lo ocurrido.

—¡Boca abajo, las manos en la espalda, los ojos cerrados! —gritó Daisy a los guardias—. ¡Daos prisa si no queréis que os vuele los huevos!

Los guardias obedecieron sin rechistar, pero aun así Daisy pateó el rostro de Don con su pesada bota. El hombre soltó un grito y se encogió de dolor, pero no se movió del suelo.

Kit se interpuso entre Daisy y los guardias.

—¡Basta ya! —gritó.

Elton movía la cabeza en señal de negación, estupefacto.

—Esta tía está como una puta cabra.

El alegre sadismo de Daisy asustaba a Kit, pero se obligó a mirarla a los ojos. Había demasiado en juego para dejar que lo echara todo a perder.

—¡Escúchame! —le gritó—. Todavía no estamos en el laboratorio, y a este paso nunca llegaremos. Si quieres presentarte ante tu cliente a las diez con las manos vacías, vas por buen camino. —Daisy volvió la espalda a su dedo acusador, pero él la siguió—. ¡Basta de violencia!

Nigel se puso de su parte.

—Tómatelo con calma, Daisy —le aconsejó—. Haz lo que él dice. A ver si consigues atar a estos dos sin romperles el cráneo de una patada.

—Los pondremos con la chica —indicó Kit.

Daisy ató las manos de los guardias con cable eléctrico, y luego Nigel y ella los hicieron salir de la habitación a punta de pistola. Elton se quedó atrás, controlando los monitores y vigilando a Steve, que seguía en recepción. Kit siguió a los prisioneros hasta el NBS4 y abrió la puerta. Dejaron a Don y Stu en el suelo, junto a Susan, y les ataron los tobillos. Don tenía una herida en la frente que sangraba profusamente. Susan parecía consciente pero aturdida.

—Queda uno —recordó Kit mientras salían—. Steve, en el vestíbulo principal. ¡Y no os paséis ni un pelo!

Daisy emitió un gruñido a modo de respuesta.

—Kit, trata de no decir nada más sobre el cliente y nuestra cita de las diez delante de los guardias —le advirtió Nigel—. Si les cuentas demasiado, quizá nos veamos obligados a matarlos.

Solo entonces cayó Kit en la cuenta de lo que había hecho. Se sintió como un perfecto imbécil.

Su móvil empezó a sonar.

—Puede que sea Toni —dijo—. Voy a comprobarlo.

Volvió corriendo a la sala de máquinas. La pantalla de su portátil mostraba el mensaje: «Toni llamando al Kremlin». Pasó la llamada al teléfono de recepción y permaneció a la escucha.

—Hola, Steve. Soy Toni. ¿Alguna novedad?

—Los de mantenimiento siguen aquí.

—Por lo demás, ¿va todo bien?

Con el teléfono pegado al oído, Kit pasó a la sala de control y se puso detrás de Elton para ver a Steve por el monitor.

—Sí, eso creo. Susan Mackintosh ya debería haber vuelto de su ronda, pero a lo mejor ha ido al lavabo.

Kit soltó una maldición.

—¿Cuánto hace que debería haber vuelto?

En el monitor en blanco y negro, se vio a Steve consultando su reloj de muñeca.

—Cinco minutos.

—Dale cinco más y luego ve a buscarla.

—De acuerdo. ¿Dónde estás?

—No muy lejos, pero acabo de tener un accidente. Un coche lleno de borrachos me ha dado por detrás.

«Lástima que no te mataran», pensó Kit.

—¿Estás bien? —preguntó Steve.

—Perfectamente, pero mi Porsche no tanto. Por suerte, venía otra persona detrás de mí, y ahora vamos hacia ahí en su coche.

«¿Quién coño será?», se preguntó Kit.

—Mierda —dijo en voz alta—. Lo que faltaba.

—¿Cuándo llegarás?

—En veinte minutos, quizá treinta.

Kit sintió que le flaqueaban las piernas y fue a sentarse en la silla del guardia. ¡Veinte minutos, treinta como mucho! ¡Necesitaba veinte minutos solo para vestirse antes de entrar en el NBS4!

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