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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

En el jardín de las bestias (15 page)

BOOK: En el jardín de las bestias
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El ataque siguió un modelo que resultaría muy familiar posteriormente. La noche del martes 15 de agosto, Mulvihill iba andando por Unter den Linden de camino a una farmacia cuando se detuvo a mirar a unos miembros uniformados de las SA que se acercaban desfilando. Las Tropas de Asalto representaban para una película de propaganda la gran marcha a través de la puerta de Brandenburgo que tuvo lugar la noche del nombramiento de Hitler como canciller. Mulvihill se quedó mirando, sin darse cuenta de que un hombre de las SA había dejado el desfile y se dirigía hacia él. Ese hombre, sin preámbulo alguno, le dio un fuerte golpe a Mulvihill en la parte izquierda de la cabeza y luego se volvió a unir tranquilamente al desfile. Los transeúntes dijeron al asombrado cirujano que el ataque había ocurrido porque Mulvihill no había hecho el saludo hitleriano al pasar el desfile. Era el duodécimo ataque violento a un norteamericano desde el 4 de marzo.

El consulado de Estados Unidos protestó de inmediato, y el viernes por la noche la Gestapo aseguró que había detenido al atacante. Al día siguiente, sábado 19 de agosto, un alto funcionario del gobierno notificó al vicecónsul Raymond Geist que se había emitido una orden a las SA y las SS diciendo que los extranjeros no tenían que hacer ni devolver el saludo hitleriano. El funcionario aseguraba también que el jefe de la división de Berlín de las SA, un joven oficial llamado Karl Ernst, acudiría a ver personalmente a Dodd la semana siguiente para disculparse por el incidente. El cónsul general Messersmith, que ya había hablado antes con Ernst, decía de él que era «muy joven, muy enérgico, directo, entusiasta»
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pero que irradiaba «ese aire de brutalidad y fuerza característico de las SA».

Ernst llegó como habían prometido. Entrechocó los talones y saludó, gritando «Heil Hitler». Dodd no respondió a ese saludo. Escuchó la «confesión de arrepentimiento»
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de Ernst y le oyó prometer que no volvería a ocurrir ningún ataque semejante. Al parecer, Ernst pensaba que había hecho todo lo que se requería de él, pero Dodd le hizo sentar y dejándose llevar por sus papeles familiares de padre y de profesor, le echó un severo sermón sobre la mala conducta de sus hombres y sus posibles consecuencias.

Ernst, desconcertado, insistía en que él de verdad quería detener aquellos ataques. Luego se levantó, se puso firme rígidamente, saludó de nuevo, «hizo una reverencia prusiana» y se fue.

«No me resultó nada divertido», decía Dodd.

Aquella tarde le contó a Messersmith que Ernst se había disculpado adecuadamente.

Messersmith le dijo: «Los incidentes continuarán».

* * *

A lo largo de la ruta de Núremberg, Martha y sus compañeros encontraron grupos de hombres con el uniforme pardo de las SA, jóvenes y viejos, gordos y delgados, desfilando, cantando y levantando banderas nazis. A menudo, cuando el coche disminuía su velocidad para pasar a través de las estrechas calles de algún pueblecito, los observadores se volvían hacia ellos y hacían el saludo hitleriano, gritando «Heil Hitler», al parecer interpretando el bajo número de la matrícula del coche (tradicionalmente, el embajador norteamericano en Alemania tenía el número 13) como prueba de que dentro iba la familia de algún dirigente nazi de Berlín. «La emoción de la gente era contagiosa, y yo también gritaba “Heil” con el mismo vigor que un nazi cualquiera»,
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escribía Martha en sus memorias. Su conducta consternaba a su hermano y a Reynolds, pero ella ignoraba sus pullas y sarcasmos. «Me sentía como una niña, efervescente y despreocupada, y la embriaguez del nuevo régimen era como el vino para mí.»

Hacia medianoche, se detuvieron frente a su hotel en Núremberg. Reynolds ya había estado antes en la ciudad y sabía que era un lugar muy tranquilo a aquellas horas de la noche, pero entonces encontraron la calle «llena de gente emocionada y feliz». Su primera idea fue que los trasnochadores estaban participando en alguna festividad de la legendaria industria del juguete de la ciudad.

Ya en el hotel, Reynolds se lo preguntó al empleado de la recepción: «¿Va a haber algún desfile?».

El recepcionista, jovial y complaciente, rió con tanto gozo que las puntas de su bigote se agitaron, según recordaba Reynolds. «Sí, será una especie de desfile», afirmó el recepcionista. «Le están dando una lección a alguien.»

Los tres cogieron su equipaje y lo llevaron a sus habitaciones, y luego salieron a dar un paseo para ver la ciudad y comer algo.

La multitud que se encontraba fuera había aumentado y estaba muy animada. «Todo el mundo estaba excitado, riendo y hablando», decía Reynolds. Lo que les sorprendió era lo amistoso que se mostraba todo el mundo, mucho más amistoso, ciertamente, de lo que se habría mostrado una multitud equivalente de berlineses. Allí, observó, si tropezabas con alguien por accidente, obtenías una sonrisa educada y un alegre perdón.

Desde la distancia oyeron el clamor áspero e intenso de otra multitud, más abundante y escandalosa aún, que se acercaba por la calle. Oyeron música distante, una banda callejera, todo metal y estrépito. La multitud se apelotonó hacia delante, con feliz anticipación, según Reynolds. «Oíamos el rugido de la multitud a tres manzanas de distancia, un rugido de risas que iba en aumento hacia nosotros, con la música.»

El ruido aumentó más aún, acompañado por un parpadeante brillo anaranjado que se reflejaba en las fachadas de los edificios. Momentos después aparecieron los que iban desfilando, una columna de hombres de las SA con sus uniformes pardos que llevaban antorchas y pancartas. «Tropas de Asalto», observó Reynolds. «No fabricantes de muñecas.»

Inmediatamente detrás de aquel primer batallón iban dos soldados muy altos, y entre ellos una persona cautiva mucho más baja, aunque Reynolds al principio no pudo distinguir si era hombre o mujer. Los soldados iban «medio sujetando, medio arrastrando» a aquella figura por la calle. «Le habían cortado el pelo al cero», escribía Reynolds, «y llevaba la cabeza y la cara cubiertas de polvo blanco». Martha decía que su rostro tenía «el color de la absenta diluida».

Se acercaron más, igual que la multitud que estaba a su alrededor, y entonces Reynolds y Martha vieron que la figura era una joven… aunque Reynolds seguía sin estar totalmente seguro. «Aunque llevaba falda, también podía haber sido un hombre disfrazado de payaso», afirmaba Reynolds. «La multitud a mi alrededor rugía ante el espectáculo de su figura arrastrada por la calle.»

Los simpáticos habitantes de Núremberg que estaban a su alrededor se transformaron y empezaron a mofarse de la mujer e insultarla. Los soldados que iban a cada lado de repente la levantaron del todo, revelando un cartel que llevaba colgado al cuello. Asperas risas surgieron de todas partes. Martha, Bill y Reynolds, cuyo alemán era deficiente, les preguntaron a los demás transeúntes qué ocurría, y fragmentadamente, poco a poco, supieron que la chica se había relacionado con un hombre judío. Tal y como pudo recoger Martha, el cartel decía: «Me he ofrecido a un judío».

Cuando pasaron las Tropas de Asalto, la multitud salió de las aceras a la calzada y los siguieron. Un autobús de dos pisos quedó atrapado entre la masa de gente. Su conductor levantó las manos burlón, como si se rindiera. Los pasajeros del piso superior señalaron a la chica y se rieron. Los soldados volvieron a levantar a la chica, «su juguete», tal y como lo expresó Reynolds, para que los viajeros pudieran verla mejor. «Entonces a alguien se le ocurrió la idea de meter a aquella chica en el vestíbulo de nuestro hotel», escribió Reynolds. Supo que la «cosa» tenía nombre: Anna Rath.

La banda se quedó en la calle, donde siguieron tocando con estridencia burlona. Las Tropas de Asalto salieron del vestíbulo y arrastraron a aquella mujer a otro hotel. La banda interpretó la canción de Horst Wessel y de repente en todas las direcciones, en toda la calle, la multitud se puso firme, con el brazo derecho extendido en el saludo hitleriano, todos cantando con vigor.

Cuando acabó la canción, la procesión siguió adelante. «Yo quería seguirlos», escribió Martha, «pero mis dos compañeros sentían tal repulsión que me apartaron de allí». Ella también se había sentido conmocionada por aquel episodio, pero no dejó que aquello empañase su visión del país, y el espíritu de renacimiento que había traído la revolución nazi. «Intenté de una manera consciente justificar aquella acción de los nazis, insistir en que no debíamos condenarles sin conocer toda la historia.»

Los tres se retiraron al bar de su hotel, Reynolds jurando que se iba a emborrachar como un animal. Le preguntó al camarero discretamente qué era lo que acababa de ocurrir. El camarero le contó la historia entre susurros: como desafío a la oposición nazi al matrimonio entre judíos y arios, aquella joven quería casarse con su prometido judío. Aquello habría sido arriesgado en cualquier lugar de Alemania, explicó, pero en ningún sitio tanto como en Núremberg. «¿Han oído hablar de Herr S., que tiene su hogar aquí?», les preguntó el camarero.

Reynolds comprendió. El camarero se estaba refiriendo a Julius Streicher, a quien Reynolds describía como «el maestro de ceremonias del antisemitismo de Hitler». Streicher, según el biógrafo de Hitler, Ian Kershaw, era un hombre «bajo, achaparrado, un bravucón con la cabeza afeitada… poseído completamente por imágenes demoníacas de judíos».
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Había fundado el periódico
Der Stürmer
, virulentamente antisemita.

Reynolds se dio cuenta de que lo que él, Martha y Bill acababan de presenciar era un acontecimiento que tenía un significado mucho más profundo que sus detalles específicos. Los corresponsales extranjeros en Alemania habían informado de malos tratos a judíos, pero hasta el momento sus noticias se basaban en investigaciones posteriores a los hechos, que dependían del relato de algún testigo. Allí tenían un acto de brutalidad antijudía que un corresponsal había presenciado de primera mano. «Hasta el momento los nazis habían negado las atrocidades de las que ocasionalmente se informaba en el extranjero, pero allí se encontraban pruebas concretas», escribió Reynolds. «Ningún otro corresponsal había presenciado ninguna atrocidad», afirmaba.

Su editor estuvo de acuerdo en que aquella noticia era muy importante, pero temía que si Reynolds intentaba enviar su artículo por telegrama, sería interceptado por los censores nazis. Le dijo a Reynolds que lo enviase por correo y recomendó que omitiera cualquier posible referencia a los hijos de Dodd, para evitar causar dificultades al nuevo embajador.

Martha le rogó que no escribiera el artículo. «Era un caso aislado», aducía ella. «No era importante en realidad, y crearía una mala impresión, no revelaría de verdad lo que estaba pasando en Alemania, eclipsando toda la labor constructiva que estaban haciendo.»

Martha, Bill y Reynolds continuaron hacia el sur, a Austria, donde pasaron otra semana antes de volver a Alemania y emprender el camino de vuelta a lo largo del Rin. Cuando Reynolds volvió a su despacho, encontró una convocatoria urgente del jefe de la prensa extranjera, Ernst Hanfstaengl.

Hanfstaengl estaba furioso, sin saber todavía que Martha y Bill también habían presenciado el incidente.

«¡No hay ni una maldita palabra de verdad en esa historia!», se enfureció. «He hablado con nuestra gente en Núremberg y me dicen que allí no ocurrió nada semejante.»

Reynolds informó tranquilamente a Hanfstaengl de que él había visto el desfile en compañía de dos importantes testigos, a los cuales no había querido implicar, pero cuyo testimonio era incuestionable. Y Reynolds los nombró.

Hanfstaengl se hundió en su sillón y se llevó las manos a la cabeza. Se quejó a Reynolds, diciéndole que tenía que habérselo dicho antes. Reynolds le invitó a llamar a los Dodd para confirmar que estaban presentes, pero Hanfstaengl desechó la sugerencia.

En una conferencia de prensa poco después, Goebbels, el ministro de Propaganda, no esperó a que ningún reportero sacase el tema de los malos tratos a los judíos, sino que lo hizo él mismo. Aseguró a los cuarenta reporteros que estaban en la sala que tales incidentes eran raros, cometidos por hombres «irresponsables».

Uno de los corresponsales, Norman Ebbutt, jefe de la oficina del
Times
de Londres en Berlín, le interrumpió. «Pero, herr ministro, ¿no ha oído usted hablar de la chica aria, Anna Rath, a la que llevaron a rastras por todo Núremberg sólo por querer casarse con un judío?»

Goebbels sonrió.
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Su rostro se transformó plenamente, aunque el resultado no fue ni agradable ni atractivo. Muchos de los que estaban en la sala habían visto antes aquel efecto. Había algo estrafalario en el modo en que los músculos de la mitad inferior de su rostro se empeñaban en la producción de aquella sonrisa, y lo abruptamente que podían cambiar sus expresiones.

«Déjenme que les explique por qué ha podido ocurrir semejante cosa, ocasionalmente», dijo Goebbels. «Durante los doce años de la República de Weimar, nuestra gente estuvo virtualmente encarcelada. Ahora nuestro partido está a cargo, y son libres de nuevo. Cuando un hombre lleva doce años en la cárcel y lo liberan de repente, debido a la alegría puede hacer algo irracional, quizá incluso brutal. ¿No es posible que en su país ocurra lo mismo?»

Ebbutt, con voz neutra, expuso una diferencia fundamental en la interpretación que podía hacer Inglaterra de un hecho semejante. «Si ocurriera tal cosa», dijo, «nosotros meteríamos a ese hombre en la cárcel inmediatamente».

La sonrisa de Goebbels desapareció, y luego volvió a aparecer con la misma rapidez. Volvió a alzar la mirada. «¿Hay más preguntas?»

Estados Unidos no emitió protesta formal alguna por el incidente. Sin embargo, un funcionario de Asuntos Exteriores de Alemania se disculpó con Martha. Dijo que el incidente era aislado, y que sería severamente castigado.

Martha se sintió inclinada a aceptar esa explicación. Seguía fascinada con la vida en la nueva Alemania. En una carta a Thornton Wilder, se desvivía: «Los jóvenes tienen el rostro radiante y esperanzado, cantan al noble fantasma de Horst Wessel con los ojos brillantes y lengua firme. Estos alemanes son unos chicos sanos y guapos, buenos, sinceros, saludables, muy místicos, magníficos, llenos de esperanzas, capaces de morir y amar, profundos, ricos, unos seres portentosos y extraños… esos jóvenes de la moderna Alemania
Hakenkreuz
».
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