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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

En el jardín de las bestias (37 page)

BOOK: En el jardín de las bestias
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Diels sabía que tenía aliados en la embajada americana, sobre todo Dodd y el cónsul general Messersmith, y creía que ellos podrían darle una cierta seguridad expresándole al régimen de Hitler su interés por su continuo bienestar. Pero Dodd estaba de permiso, como él sabía bien. Diels le pidió a Martha que hablase con Messersmith, que por aquel entonces había vuelto a su vez de su permiso, para ver qué podía hacer él.

A pesar de la inclinación de Martha a considerar que Diels era demasiado melodramático, aquella vez creyó que se enfrentaba a un peligro mortal. Fue a ver a Messersmith al consulado.

Ella se encontraba «obviamente en una situación de gran perturbación»,
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recordaba Messersmith. Se echó a llorar y le dijo que Diels iba a ser arrestado aquel mismo día «y que era casi seguro que sería ejecutado».

Logró serenarse y rogó a Messersmith que se reuniera con Göring de inmediato. Intentó los halagos, diciendo que Messersmith era el único hombre que podía interceder «sin poner en peligro su propia vida».

Messersmith no se dejó conmover. Por aquel entonces Martha le había llegado a desagradar mucho. Encontraba repugnante su conducta, sus diversos asuntos amorosos. Dada su presunta relación con Diels, Messersmith no se sintió sorprendido al ver que llegaba a su despacho «en aquel estado de histerismo». Le dijo que no podía hacer nada, «y tras muchas dificultades, al fin conseguí echarla de mi despacho».

Cuando ella se fue, sin embargo, Messersmith empezó a reconsiderar la situación. «Empecé a pensar en el tema y me di cuenta de que ella tenía razón al decir una cosa, y era que Diels, después de todo, era uno de los mejores del régimen, igual que Göring, y que si le ocurría algo a Diels y le sustituía Himmler, se debilitaría la posición de Göring y de los elementos más razonables del partido.» Si Himmler se hacía cargo de la Gestapo, según creía Messersmith, él y Dodd tendrían muchas más dificultades a la hora de resolver futuros ataques contra los norteamericanos, «porque se sabía que Himmler era más frío y despiadado aún que el doctor Diels».

Messersmith tenía que asistir a un almuerzo aquella tarde en el Herrenklub, un club masculino para conservadores dirigido por dos generales prominentes del Reichswehr, pero en aquel momento, al comprender que una charla con Göring era más importante, Messersmith vio que tendría que cancelarlo. Llamó al despacho de Göring para disponer la entrevista y supo que Göring a su vez acababa de salir a almorzar… precisamente en el Herrenklub. Messersmith no se había enterado hasta entonces de que Göring era el invitado de honor en el almuerzo de los generales.

Se dio cuenta de dos cosas: de que la tarea de hablar con Göring de repente se había vuelto mucho más sencilla, y segundo, de que aquel almuerzo era un hito: «Era la primera vez desde que los nazis llegaron al poder que los oficiales de mayor rango del ejército alemán… iban a sentarse a la mesa con Göring o con algún miembro de alto rango del régimen nazi». Pensó que aquel almuerzo podía señalar que el ejército y el gobierno estaban cerrando filas en contra del capitán Röhm y sus Tropas de Asalto. Si era así, se trataba de una señal ominosa, porque no era probable que Röhm dejase morir sus ambiciones sin luchar.

* * *

Messersmith llegó al club poco después de mediodía y encontró a Göring conversando con los generales. Göring pasó el brazo por encima de los hombros de Messersmith y les dijo a los demás: «Caballeros, éste es un hombre a quien no gusto en absoluto, un hombre que no piensa bien de mí, pero es buen amigo de nuestro país».

Messersmith esperó un momento adecuado para coger aparte a Göring. «Le dije en pocas palabras que una persona en la que tenía absoluta confianza me había llamado aquella misma mañana y me había dicho que Himmler estaba pensando en librarse de Diels aquel mismo día, y que iban a eliminarlo.»

Göring le dio las gracias por aquella información. Los dos volvieron a unirse a los demás invitados, pero unos momentos después Göring se disculpó y se fue.

No está nada claro qué fue lo que ocurrió a continuación, qué amenazas se hicieron, a qué compromisos se llegó, si el propio Hitler intervino o no… pero a las cinco en punto de aquella tarde, 1 de abril de 1934, Messersmith se enteró de que Diels había sido nombrado
Regierungspräsident
, o comisario regional de Colonia, y la Gestapo estaría dirigida a partir de entonces por Himmler.

Diels se había salvado, pero Göring había sufrido una derrota significativa. Había actuado no por su antigua amistad, sino por pura furia ante la perspectiva de que Himmler intentase arrestar a Diels en su propio terreno. Himmler, sin embargo, había conseguido el mayor premio, el último y más importante componente de su imperio de la policía secreta. «Fue», afirmaba Messersmith, «el primer revés que sufrió Göring desde el principio del régimen nazi».

Una foto del momento en que Himmler se hizo cargo oficialmente de la Gestapo,
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en una ceremonia celebrada el 20 de abril de 1934, muestra a Himmler hablando desde el podio, con el aspecto anodino de siempre, mientras Diels se encuentra cerca y de frente a la cámara. Su rostro parece hinchado, como por un exceso de bebida o falta de sueño, y sus cicatrices están excepcionalmente pronunciadas. Es el vivo retrato de un hombre sometido a coacción.

En una conversación con un funcionario de la embajada británica que tuvo lugar más o menos por aquella época, citada en un memorándum archivado posteriormente en la oficina de exteriores de Londres, Diels explicaba su propio desasosiego moral: «La imposición de castigos físicos no es un trabajo para cualquiera, y naturalmente, nosotros nos alegramos mucho de reclutar a hombres que estaban dispuestos a no mostrar debilidad alguna ante su tarea. Desgraciadamente, no sabíamos nada del aspecto freudiano del asunto, y sólo después de un cierto número de casos de flagelamientos y crueldades innecesarias caí en la cuenta de que mi organización había atraído a todos los sádicos de Alemania y Austria sin que yo me hubiese percatado, durante un tiempo. También atrajo a un gran número de sádicos inconscientes, es decir, hombres que no sabían que tenían tendencias sádicas hasta que tomaban parte en una paliza. Y finalmente, había creado a algunos sádicos. Porque parece que el castigo corporal al final acaba por despertar tendencias sádicas en hombres y mujeres aparentemente normales. Freud podría explicarlo».
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* * *

Abril, extrañamente, trajo consigo poca lluvia y una cosecha récord de secretos. Ya al principio del mes Hitler y el ministro de Defensa Blomberg supieron que el presidente Hindenburg estaba enfermo, gravemente enfermo, y que era muy poco probable que sobreviviera al verano. Se guardaron esa noticia para ellos. Hitler codiciaba la autoridad presidencial que todavía poseía Hindenburg, y planeaba a su muerte combinar en sí mismo los papeles de canciller y presidente, y por tanto adquirir el poder absoluto. Pero quedaban aún dos barreras: el Reichswehr y las Tropas de Asalto de Röhm.

A mediados de abril Hitler voló al puerto naval de Kiel y allí se embarcó en un pequeño buque de guerra, el
Deutschland
,
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y realizó un viaje de cuatro días acompañado por Blomberg, el almirante Erich Raeder, jefe de la armada, y el general Werner von Fritsch, jefe del Alto Mando del ejército. Los detalles son escasos, pero al parecer, en la proximidad íntima del barco, Hitler y Blomberg hicieron un trato secreto, realmente un pacto demoníaco, mediante el cual Hitler neutralizaría a Röhm y las SA a cambio del apoyo para su adquisición del poder presidencial a la muerte de Hindenburg.

El trato era de un valor incalculable para Hitler, porque ya podía seguir adelante sin tener que preocuparse por ver dónde quedaría el ejército.

Röhm, mientras tanto, insistía cada vez más en conseguir el control sobre las fuerzas armadas de la nación. En abril, durante uno de sus paseos matutinos por el Tiergarten, vio pasar junto a él a un grupo de nazis de alto rango y se volvió a alguien que le acompañaba. «Mira a esa gente de ahí», dijo. «El partido ya no es ninguna fuerza política; se está convirtiendo en un hogar de jubilados. La gente como ésa… Tenemos que librarnos de ellos rápidamente.»
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Se iba envalentonando y haciendo público su disgusto. El 18 de abril, en una conferencia de prensa, dijo: «Reaccionarios, burgueses conformistas, cuando pensamos en ellos nos dan ganas de vomitar».
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Y declaró también: «Las SA son la Revolución Nacionalsocialista».

Dos días más tarde, sin embargo, un anuncio del gobierno rebajó el engreimiento de Röhm: se había ordenado a todos los agentes de las SA que se fueran de permiso en el mes de julio.
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* * *

El 22 de abril, Heinrich Himmler nombró a su joven protegido Reinhard Heydrich, que acababa de cumplir los treinta, para que ocupase el puesto de Diels como jefe de la Gestapo. Heydrich era rubio, alto, delgado, y se le consideraba guapo, excepto por una cabeza desproporcionadamente estrecha y con los ojos demasiado juntos. Hablaba con un tono casi de falsete, que no cuadraba bien con su reputación de hombre frío y despiadado. Hitler le apodaba «el hombre del corazón de hierro»,
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y sin embargo se decía que Heydrich tocaba el violín con tal pasión que lloraba al ejecutar determinados pasajes. A lo largo de su carrera tendría que combatir los rumores de que en realidad era judío, a pesar de que el Partido Nazi había realizado una investigación y aseguraba que aquella afirmación no era cierta.

Una vez desaparecido Diels, el último rastro de cortesía abandonó la Gestapo. Hans Gisevius, memorialista de la Gestapo, comprendió de inmediato que con Himmler y Heydrich la organización había sufrido un cambio de carácter. «Yo podía aventurarme perfectamente a un combate con Diels, ese playboy inestable que, consciente de ser un burgués renegado, tenía unas inhibiciones que le impedían jugar sucio», afirmaba Gisevius.
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«Pero en cuanto Himmler y Heydrich aparecieron en escena, tuve que retirarme prudentemente.»

* * *

A finales de abril el gobierno al fin reveló al público el grave estado de salud de Hindenburg.
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De repente, el tema de su sucesión se convirtió en tema de conversación en todas partes. Todos aquellos que eran conscientes de la brecha que se iba abriendo entre Röhm y Hitler comprendían que un nuevo suspense impulsaba ahora la situación.

Capítulo 37

VIGILANTES

Mientras ocurría todo esto, los espías de otra nación se interesaban por los Dodd. En abril, la relación de Martha con Boris había captado el interés de sus superiores en el NKVD. Veían en ella una rara oportunidad. «Dígale a Boris Winogradov que queremos que lleve a cabo un proyecto que nos interesa»,
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escribió alguien en un mensaje al jefe de la agencia en Berlín.

De alguna manera, posiblemente a través de Boris, Moscú había comprendido que el enamoramiento de Martha con la revolución nazi estaba empezando a desvanecerse.

El mensaje continuaba: «Se refiere al hecho de que, según las noticias que tenemos, los sentimientos de su conocida (Martha Dodd) han madurado plenamente, y ya la podemos reclutar para que trabaje para nosotros».

Capítulo 38

EMBAUCADO

Lo que más preocupaba a Dodd durante su permiso era la sensación de que sus oponentes en el Departamento de Estado se volvían cada vez más agresivos. Se fue preocupando por lo que le parecía una sistemática revelación de información confidencial que parecía destinada a socavar su posición. La noche del sábado 14 de abril,
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cuando salió para dirigirse a la cena anual del club Gridiron en Washington, ocurrió un incidente perturbador. Un joven funcionario del Departamento de Estado, a quien no conocía, se acercó a él e inició una conversación en la que discrepaba abiertamente de la evaluación que había hecho Dodd de las condiciones de Alemania, citando un despacho confidencial que el embajador había telegrafiado desde Berlín. El joven era mucho más alto que Dodd y se acercaba mucho a él, de una manera que Dodd encontró físicamente intimidatoria. En una furiosa carta que Dodd planeaba entregar personalmente al secretario Hull, describió el encuentro como «una ofensa intencionada».

Mucho más preocupante aún para Dodd, sin embargo, era la cuestión de cómo había conseguido el joven acceso a su despacho. «Mi opinión», decía Dodd en un escrito,
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«es que existe en algún lugar del Departamento un grupo de personas que piensan en sí mismas y no en el país, y que ante el menor esfuerzo de cualquier embajador o ministro para economizar y mejorar, se alían para desacreditarlo y derrotarlo. Esta es la tercera o cuarta vez que una información totalmente confidencial que he entregado se ha tratado como puro cotilleo… o se ha convertido en cotilleo. Yo no estoy al servicio de ninguna ganancia personal o social o ningún estatus, y estoy dispuesto a hacer todo lo posible para trabajar mejor y cooperar, pero no deseo trabajar solo ni convertirme en objeto de constantes intrigas y maniobras. Sin embargo no dimitiré en silencio, si este tipo de cosas continúa sucediendo».

Al final, Dodd decidió no entregar la carta a Hull. Acabó archivada entre unos documentos que identificaba como «no entregados».

Lo que Dodd no sabía aún, al parecer, era que él y quince embajadores más habían sido tema de un artículo importante en el número de la revista
Fortune
de abril de 1934. A pesar de la importancia de aquel artículo y del hecho de que seguramente había suscitado virulentas conversaciones dentro del Departamento de Estado, Dodd sólo supo de su existencia mucho más tarde, después de su vuelta a Berlín, cuando Martha le llevó a casa un ejemplar que había encontrado durante una visita al dentista en Berlín.
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Titulado «Sus Excelencias nuestros embajadores»,
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el artículo identificaba a los titulares e indicaba cuál era su riqueza personal situando unos símbolos de dólar junto a su nombre. Jesse Isidor Straus, embajador en Francia y antiguo presidente de R. H. Macy & Company, se identificaba como «$$$$ Straus». Dodd tenía un solo ¢ junto a su nombre. El artículo bromeaba con su tacañería en el ejercicio de la diplomacia, e insinuaba que al alquilar su casa de Berlín barata a un banquero judío había querido aprovecharse de los sufrimientos de los judíos alemanes. «De modo», continuaba el artículo, «que los Dodd han conseguido una bonita casa muy barata, y la llevan con pocos sirvientes». El artículo observaba que Dodd se había llevado su viejo y cansado Chevrolet a Berlín. «Se suponía que su hijo lo iba a acompañar por las noches», afirmaba el periodista. «Pero el hijo quiere salir por ahí y hacer las cosas que suelen hacer los hijos, y eso deja al señor Dodd sin chófer (aunque eso sí, con chistera) en su Chevrolet.» Dodd, aseguraba el artículo, tenía que pedir a los funcionarios de menor rango de la embajada que le llevasen, «al ser más afortunados y tener limusinas con chófer».

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