—Madre mía, cómo está hoy la gente. ¿Había luna llena ayer?... —le dice la muchacha vestida de Audrey Hepburn cuando al fin consigue colgar el teléfono.
—No sé: desde la habitación de mi hotel sólo veo zapatos... Vengo a traer el pasaporte. ¿Te acuerdas...?
—Sí, la beca... Perdone, me ha costado un poco reconocerlo cuando ha entrado..., se ha afeitado la barba...
T siente que sus nervios se calman, como un actor cuando por fin se ha alzado el telón y ya sólo puede actuar. Y él es un buen actor:
—Mujer, no me hables de usted... ¿Tan viejo te parezco?
Ella hace el innecesario gesto de recogerse una greña tras la oreja:
—Bueno, los he visto peores... —Sonríe.
¿Eso es coquetería? En cualquier caso el tono es propicio para que T dé otra media vuelta de tuerca:
—¿Debo tomarlo como un halago? —También sonríe. Ella hace gesto de pensarlo un momento:
—Mmm..., no. Bueno, sí: siento debilidad por las gorras. Es que de pequeña me mordió un perro...
Naturalmente la incongruencia es un reto al ingenio de T, y viene acompañada de enormes parpadeos de avestruz perpleja.
Él vacila un momento, toma aire y dice:
—Quien fuera perro...
Desde luego no es una respuesta ingeniosa, pero sí es audaz, contundente... Y produce su efecto, se nota en la forma en que ella desencaja la mandíbula de lado y alza las pupilas al cielo, quizá en la parodia de un boxeador al borde del
Knock Out.
Pero él sabe que de momento no hay que insistir en esa dirección, esto ha sido sólo un amago, así que, como a punto y seguido, añade:
—Bueno, vengo a traerte el pasaporte y a hacerte unas consultas...
Aquí, T hace algunas preguntas que tenía preparadas para la ocasión: plazos para la respuesta, prorrogación de las becas... Es el momento de insertar un poco de conversación que ella pueda juzgar inteligente pero también personal, con toques de sensibilidad. A propósito de la discusión sobre la conveniencia o no de volver a España mientras se tramita la solicitud, T comenta que no le apetece nada regresar, que prefiere quedarse allí el tiempo necesario, y eso da pie para hablar de la fascinación que ejerce sobre él la ciudad: las escaleras mecánicas de un siglo de antigüedad, las cajas registradoras con manivela, los ascensores de latón de los que uno siempre espera ver salir a Spencer Tracy... También manifiesta con sentidas palabras en qué forma todo le parece sorprendentemente viejo, con ese antiguo esplendor que recuerda en blanco y negro desde niño, siempre enmarcado por el televisor o la pantalla del cine, y que ahora se le aparece a diario en sus colores reales, en su tamaño descomunal, en su brillo decadente como el lustre de un perro muerto. T se cuida mucho de mencionar el perro muerto, naturalmente, lo mismo que su metáfora de los gusanos afanados sobre el cadáver, pero a cambio procura involucrarla más en la conversación preguntándole dónde vivía antes de llegar a la ciudad. Ella explica que en los últimos años alternaba entre Santander y Sligo: estudiaba en España y pasaba las vacaciones en Irlanda. Pero ahí se detiene porque está un poco aturdida por este tipo que ayer parecía Indiana Jones y hoy parece James Bond y además se atreve a sugerir que le gustaría ser perro para poder morderla. Guau.
—Bueno, no quiero entretenerte más, esta vez no he olvidado el pasaporte... —dice T cuando comprende que ella necesita un rato de reposo porque en los últimos minutos ya ni siquiera está haciendo muecas.
—OK —dice ella con su sonrisa de verdad, sin deformar; después se levanta de la silla y se acerca a él—. Déjamelo un momento, voy a hacer una fotocopia. Bueno, dos: una de la primera página y otra de la fecha de llegada. Es para los de inmigración... —se acerca a la fotocopiadora y coloca el original—. ¿Puedes darme un teléfono de contacto?
—Sí, el de mi hotel. El número es el de la canción de Glenn Miller: Pennsylvania seis mil no sé cuántos.
—Espera, mejor te doy mi tarjeta —se acerca a su mesa y toma una de un montón—. Calcula un par de semanas y me llamas.
T juzga que éste es el momento de insistir en la dirección antes abandonada:
—No sé si tendré tanta paciencia —sonríe.
—Bueno, antes de ese tiempo no creo que sepamos nada... —dice ella, iluminada por el fogonazo de luz de la fotocopiadora.
—Es igual, me gustará oír tu voz, aunque sea para decirme que todavía no sabes nada.
Sorpresa mal disimulada de ella:
—Bueno..., pues aquí estoy.
T sale de las oficinas con la tarjeta todavía en la mano. La lee: «Instituto de Estudios Aplicados. Suzanne Ortega. Administración». Trae la dirección y un número de teléfono.
* * *
A la mañana siguiente, T ha estado caminando sin rumbo claro y desemboca en Times Square. Un tipo vestido con tanga, botas camperas y sombrero de
cowboy,
todo en blanco a juego, toca la guitarra en una de las isletas centrales. Varias turistas de edad provecta se turnan para fotografiarse con él mientras posa haciendo volar su rubia melena o se queda congelado en un gesto de estrella del rock. Junto a semejante grupo, un policía de tráfico muy serio trata de poner un poco de orden en el confuso nudo de calles, concentrado como un director ante su orquesta de bocinazos. Alrededor, una aglomeración de turistas actúa como público desde las aceras periféricas y, de fondo, los altísimos edificios acribillados de neones y pantallas publicitarias forman el abigarrado teatro en el que se representa la función.
T aprovecha la ocasión de encontrarse allí para entrar en Virgin's y al traspasar el umbral reconoce el tema que suena por los altavoces:
Me gusta la mañana y me gustas tú...
. Se acerca al mostrador y trata de pronunciar
Burl Ives
de forma inteligible para la muchacha oriental que lo atiende. No lo consigue, tiene que escribírselo en un papel;
Oh, yes, Burl Ives
dice ella. Pero no hay nada en
stock,
y tampoco de Joe Jackson el
bluesman,
aunque sí de Joe Jackson el
country singer.
Cuando T vuelve a la calle con las manos vacías, el tipo de la guitarra está haciendo posturitas de culturista y las ancianas congregadas, muertas de risa, han progresado en audacia hasta el extremo de meterle los billetes en el tanga.
T baja por la Séptima esquivando turistas y tenderetes que ofrecen
yellow cabs
reducidos a pisapapeles y esferas de cristal en cuyo interior se produce el extemporáneo fenómeno de una nevada sobre el World Trade Center. Al llegar al hotel entra en una de las tiendas del vestíbulo y compra una tarjeta telefónica de diez dólares. Luego se acerca a los teléfonos públicos. Duda, pero su yo pragmático le informa de que no hay nada que temer, así que marca todos los números y se queda escuchando los pitidos absurdamente rápidos que ha aprendido a identificar como la señal de espera telefónica en aquella parte del mundo.
—
Hello?
—contesta una voz femenina. T cree reconocer a Suzanne, pero no está completamente seguro:
—
Can I speak to Suzanne Ortega, please?
—
Yes, speaking. Who's calling?
—Hola, estuve ahí ayer, por la beca... ¿te acuerdas?
—Ah sí, hola, no te conocía en inglés...
—Ya... Verás, te llamo tan pronto porque se me ha ocurrido que a lo mejor te apetecía que quedáramos para almorzar.
Se hace un silencio al otro lado de la línea. T trata de llenarlo antes de que llegue a hacerse incómodo:
—¿Sorprendida?
—Pues..., la verdad, sí: un poco.
—Me lo imagino. ¿Puedes hablar en este momento?
—Bueno, justamente ahora estoy atendiendo a alguien...
—¿Te llamo más tarde?
—Sí..., bueno, es que en este momento me pillas...
T necesita una confirmación más clara:
—No quiero molestarte si estás ocupada, sólo dime si puedo llamarte en algún otro momento.
La respuesta es entrecortada pero inequívoca:
—Sí..., sí.
—¿De aquí a una hora?
—Bueno...
—Perfecto. Hasta luego.
—Hasta luego...
T cuelga el aparato. Mira el reloj: 11.47. Toma aire, lo suelta lentamente, se pasa una mano por la cara y echa a andar hacia cualquier parte. Ella ha dicho «sí». Ha dicho «sí» dos veces: «Sí, sí». Está clarísimo que eso significaba que sí, ¿correcto?, correcto. Aunque de momento queda por delante una hora muy larga que hay que ocupar andando por la 34 sin alejarse mucho. Ve un carrito de
hot-dogs
y come uno sin apetito, sólo porque le sigue pareciendo inaudita esa facilidad con que se come cualquier cosa en cualquier parte, como en un País de Jauja donde los más pobres son los más gordos. Después entra en un almacén de artículos deportivos y curiosea en el departamento de pesas. Echa de menos el gimnasio de la Central, se siente un poco anquilosado. Más allá se mete en otra tienda de discos: sin noticias de Burl Ives o Joe Jackson el
bluesman,
como si se los hubiese tragado la tierra. Mata otros cinco minutos mirando un escaparate con zapatos estampados en rayas de cebra, pelo de jaguar y piel de sapo del Amazonas; probablemente sapo venenoso, a juzgar por el verde brillante con manchas rojas. Luego se tropieza con una perfumería del tamaño de un campo de tenis y prueba esencias sobre tiritas de papel hasta que se le embota el olfato...
Cincuenta minutos más tarde está otra vez fumando bajo la marquesina del hotel, oliendo a infierno florido y tratando de ver si se mueven las manecillas de su reloj. Pero sólo cuando ha pasado exactamente una hora desde la primera llamada vuelve a marcar el número en uno de los teléfonos del vestíbulo. Su estricta puntualidad es casi obscena, da a entender demasiadas cosas. T lo sabe y, sin embargo, toma el teléfono y marca el número exactamente a las 12.47.
—¿Suzanne?
—Sí, hola.
—¿Puedes hablar ahora?
—Más o menos... Oye, lo siento pero no puedo quedar hoy, estoy muy liada.
—¿Y una copa por la tarde...?
—Hoy no puede ser, de verdad.
—Vale... ¿Y otro día...?
Se queda encallada antes de contestar:
—Sí..., otro día.
—¿El sábado?
—Nnnno, no puedo, tengo un montón de cosas que hacer los sábados...
—Perdona, no quiero agobiarte, ni soy ningún psicópata, ni nada parecido... Pero estoy solo en la ciudad, no hablo bien el idioma... Me gustaría poder charlar un rato con alguien sin parecer idiota. Sólo charlar un rato, tomar un café...
—Ya, pero es que de verdad que los sábados... ¿Te va bien el domingo por la mañana?
—Me va perfecto. Si te apetece podemos desayunar, o tomar un aperitivo en algún sitio, lo que quieras. ¿Qué haces los domingos por la mañana?
—Uf: me levanto tarde... A veces voy a dar un paseo por el parque. Pero tendría que estar de vuelta a la hora de comer, he quedado con mis compañeras de piso.
—Bueno, podemos encontrarnos a primera hora en el parque, ¿te parece?
—No muy temprano, ¿vale?...
—No, no muy temprano... ¿A las once en Strawberry Fields?
—
OK,
a las once en Strawberry... Oye, perdona, tengo que dejarte, tengo una visita esperando.
Cuando cuelga, T está convencido de que lo más difícil ha sido concertar esa primera cita. El resto fluirá, lo presiente con fuerza. Y se acuerda de pronto de una frase de película: «He cruzado océanos de tiempo para llegar hasta ti», le dice Drácula a Mina, su amor reencontrado.
* * *
T ha estado vagando por la ciudad durante dos días, más interesado en que pasara pronto el tiempo hasta su cita del domingo que en nada de lo que ve a su alrededor. Por las noches, después de cenar comida rápida en cualquier parte, ha acudido a un bar de la 33 que le pareció propicio para emborracharse tranquilamente. Es un garito de fachada opaca junto al que se apostan varias prostitutas inexpresivas, plantadas simplemente a la espera de que los clientes acudan a ellas por propia iniciativa, como quien va a sacarse una muela que lo atormenta. Allí toma un güisqui con hielo tras otro, hasta que le entra sueño y sube a dormir al hotel.
El sábado se modera un poco para evitar una resaca severa la mañana siguiente. Se fuerza también a acostarse antes de la medianoche, pero se le ocurre pensar en cómo conviene vestir para una cita dominical en el parque y la obsesión no lo deja dormirse. Lo mejor sin duda será unos vaqueros, una sudadera y zapatillas deportivas. No tiene una sudadera ni nada parecido, pero muchas tiendas abren el domingo... Pasada la una de la madrugada renuncia a dormir y enciende el televisor. En el CKM emiten
El Príncipe de Zamunda, Coming To America
en la versión original, y se alegra de comprobar que entiende los diálogos razonablemente bien, su inglés mejora día a día. Eddie Murphy, príncipe heredero del trono de Zamunda, viaja a Queens en busca de su princesa soñada. Llegado a la ciudad oculta su rango, consigue un empleo de fregasuelos y se enamora de la hija del rey de la pizza, la perla más codiciada del barrio. La misma ciudad. También una mujer. Son casi las tres cuando apaga el televisor, pero su cerebro está demasiado estimulado para tratar de dormir. Tiene hambre, y no tarda en caer en la cuenta de que está en el corazón de la ciudad que nunca duerme, otra vez la misma ciudad de la película, así que se pone los pantalones y una camisa a modo de guayabera para bajar a la calle.
Quedan bastantes locales abiertos y las pilas de bolsas de basura frente a ellos supera ya la altura de cualquier hombre, pero la aglomeración de turistas, oficinistas y trabajadores ha remitido en favor del tránsito más pausado de los noctámbulos habituales, se cruza con toda clase de ellos de camino al
selfservice
coreano. Tiene una apetencia muy concreta, la boca se le está haciendo agua a medida que se acerca al local.
Entra a la potente luz interior y va directo a servirse un enorme montón de alitas de pollo fritas. Sólo eso: alitas de pollo. Luego llena un vaso grande con hielo y Coca-Cola en los surtidores. La espuma chisporrotea bajo el chorro a presión y el frío pronto traspasa el vaso repleto de cubitos. No hay cola para pagar en la báscula, donde ya no está el Fu Man Chu de las barbas sino un joven muy fornido para ser oriental, y en el piso alto sólo hay tres o cuatro mesas ocupadas, puede elegir la que queda justo frente al centro del enorme ventanal a la calle.
Empieza a comer con pausado placer; las alitas están calientes, crujientes y muy especiadas, y la Coca-Cola tan fría y pletórica de gas que obliga a cerrar los ojos a cada trago. Ante su mirada, la Séptima Avenida parece una Utopía feísta proyectada en una pantalla de cine. El plástico negro de las bolsas de basura refleja la luz multicolor de los neones, una gigantesca foto de Michael Jordan anuncia trajes en el edificio de enfrente, y un eco de bocinas y sirenas deja adivinar que uno está en el centro geométrico de La Ciudad por antonomasia. O al menos en el centro de su cadáver yaciente, siempre agitado de gusanos insomnes que suben y bajan de los taxis amarillos. Pero por un momento T no se siente gusano sobre perro muerto, sino tripulante a bordo de un arca débilmente amarrada a la costa en espera del Diluvio, de la Hecatombe, del Gran Ataque Alienígena. Bastará entonces soltar amarras y salvar el Arca para haber salvado a la humanidad entera: a bordo va el mundo en esencia, desde lo más abyecto hasta lo más elevado. Y entretanto, T come interminables alitas de pollo como un indolente Nerón ante su Roma. Es inmensamente feliz en este instante: el pasado es pasado, la vida puede empezar de cero: puede, es cierto, así lo siente en este momento.