—Sí...
—Comisario —dice la voz del guardia de la planta baja—, tengo aquí a un individuo que dice llamarse Quique Aribau y que tiene concertada una cita con usted. Resulta que en su DNI pone otro nombre, pero insiste: dice que es escritor y que usted lo conoce por el pseudónimo. ¿Le doy una patada en el culo o lo dejo subir?
—No, déjelo pasar... Tome nota de su documentación y que lo acompañen a mi despacho.
Dos minutos después, Varela abre la puerta y aparece tras él un individuo de unos treinta y tantos, más bien ancho que alto, sin apenas pelo en la cabeza redonda y carnosa salvo por las cejas muy negras. Ni siquiera el atuendo parece el propio de un escritor tal como el comisario se los imagina, enjutos y distinguidos, pero lo mismo se levanta de su butaca y le tiende educadamente la mano.
—¿Comisario Pujol? —pregunta él.
—Sí: encantado. —Dirigiéndose a Varela—: Gracias,Varela, puede retirarse. —A la visita—: Siéntese, por favor...
—Gracias. Disculpe el lío del pseudónimo, me olvidé de avisarle... Suelo tener problemas con eso..., en los hoteles, o en Correos, más de una vez me he quedado sin poder recoger un paquete porque no viene a mi nombre... Por cierto —le tiende al comisario el DNI—, éste es mi nombre, muy poco comercial, como ve: espantaría a los lectores.
El comisario lee en voz alta y decide darle un poco de cuerda mientras se hace una idea de qué clase de persona es.
—Pues yo creo que suena bastante bien... —dice.
—Bueno... para crítico literario vale, pero para novelista... Lo divertido es que hay un señor muy bien informado en la prensa que se empeña en publicarlo en plan desenmascaramiento, y siempre lo escribe mal... sin «H».
—¿Así no es un secreto?
—Qué va, cualquiera que me conozca sabe cómo me llamo..., pero me gustan los pseudónimos, y es fácil encontrarlos: basta elegir un nombre de pila vulgar y añadirle una calle de la ciudad a modo de apellido...
El comisario sonríe bajo el bigote:
—«Quique Aribau»... Ya veo...
Quique se remueve en la butaca que le huele a cuero nuevo:
—Bueno, déjeme usted que me ubique un poco, nunca había estado en una comisaría, y menos aún en el despacho del comisario principal. No está mal, ¿eh?, me imaginaba algo menos... elegante, algo gris, con archivadores descascarillados y sillas de plástico. En las películas las comisarías son siempre muy feas...
Habla bastante rápido, le brillan los ojillos bajo los párpados achinados y suele escapársele una sonrisa picara, casi infantil, que lo ayuda a parecer simpático allí donde cualquier otro resultaría impertinente. Pese a su volumen corporal el comisario piensa que tiene algo de duendecillo; travieso; socarrón; en realidad bien intencionado.
—Este edificio es nuevo. En el viejo sí que había archivadores metálicos como en las películas.
—Pues este nuevo tiene buena pinta... Una comisaría de policía es una cosa que siempre me ha llamado la atención, desde niño... Bueno, supongo que a todos los niños les pasa igual, el de policía es un oficio muy especial, uno se lo imagina..., no sé..., como de técnicas, y secretos... Parece interesante.
—A mí me pasa lo mismo con los escritores —el comisario sigue sonriendo sin dificultad—. Y tampoco había conocido a ninguno hasta ahora.
—Bueno, no se fíe mucho, me parece que no soy un escritor típico.
—¿Ah no?
—No..., al menos los que he conocido suelen ser gente que de una u otra manera siempre se ha ganado la vida leyendo y escribiendo... Yo es como si aterrizara de repente desde otro planeta.
—¿Hace poco que escribe?
—De toda la vida, pero ser escritor es como ser prostituta: hasta que uno no cobra por el trabajo no puede considerarse tal.
—Ya... Debe de ser todo un mundo...
—Muy pequeño, yo juraría que no hay ni un solo escritor profesional que tenga amigos carpinteros o vendedores de cortinas.
—En la policía pasa algo parecido, solemos relacionarnos entre nosotros... ¿Y cómo consiguió que le publicaran? No debe de ser fácil...
—Pues como en las películas... Un día envié un original a tres o cuatro editores y sonó la flauta. La cosa es que hace un año nadie me quería ni como auxiliar administrativo y ahora todo el mundo me ofrece dinero para que escriba cosas. Se han vuelto todos locos...
—Pero eso es bueno, ¿no?, muchos quisieran estar en su lugar, tener éxito...
—No me quejo... Pero hay cosas del éxito que no me gustan. Por ejemplo, he descubierto que no me gusta nada que me hagan entrevistas.
—¿Por qué...?
—Bueno, cada vez que me preguntan eso contesto algo distinto. En su caso, siendo usted policía, le diré que siempre resulta humillante someterse a un interrogatorio. Seguro que así sabe a lo que me refiero...
El comisario sonríe:
—Pero ¿le gusta escribir, no? Eso es lo verdaderamente importante...
—Si quiere que le sea sincero, mi vocación es retirarme cuanto antes y vivir de rentas. Vivir razonablemente bien, quiero decir: tener un par de residencias, conducir un Audi...
El comisario ya sonríe permanentemente por debajo del bigote:
—¿Un A3 amarillo?
—Yo estaba pensando en un TT azul marino, pero ahora que lo dice no estaría mal algo amarillo para la segunda residencia.
—Para todo eso habrá que escribir muchos libros...
—No se crea... Bastaría una novela que demostrara que Jesucristo era negro, gay y extraterrestre, y sobre todo que la Iglesia ha tratado de ocultarnos esta meridiana verdad pactando con Atila y los nazis... Pero mientras se me ocurre cómo documentar todo eso estoy pensando en desaparecer del mapa y escribir algo simplemente homologable. Y a eso iba: lo que tengo en mente es una novela policíaca.
—Ajá...
—Bueno, no creo que termine siendo una verdadera novela policíaca porque soy muy malo para las tramas detectivescas. Confundo a los personajes, y se me olvidan los nombres...
—No se lo diga a nadie pero a mí me pasa lo mismo: siempre que veo una película de policías me pierdo.
—Bueno, podemos guardarnos el secreto mutuamente... La cuestión es que se me ocurrió la idea cuando leí que habían asesinado a una mujer en un matadero, en San Juan de Horlá.
El comisario, pese a su sorpresa, logra parecer sinceramente desinformado.
—Ajá... —dice con cara de póquer, dejando hablar a su interlocutor.
—Pero lo que me interesa sobre todo es que los policías también deben de ser personas...
—Bueno, casi todos... —El comisario ha ampliado la sonrisa.
—Quiero decir que tendrán familia, y padecerán la gripe, y tendrán que ir de compras... Por cierto, ¿le importaría que le copiara el bigote y las gafas si finalmente necesito algún comisario en mi novela?
—Pues..., mientras no me copie nada más...
—No, el resto lo sacaré de otra parte, pero ese bigote y las gafas son perfectos, daría usted el comisario ideal en cualquier casting.
—Pues me alegro de que piense eso porque hay quien dice que tengo aspecto de notario...
—¿Notario?, qué va... y este despacho minimalista también está bien, con su ventanal enorme, y la ropa tendida...
—Pues la verdad es que a mí el ventanal no me gusta nada... —El comisario se ha girado un poco en su butaca para mirar afuera.
—Por eso precisamente es un buen detalle: porque al comisario no le gusta nada... Yo creo que lo hace sentirse incómodo en su carísima butaca de cuero..., me lo imagino deseando llegar a casa y ponerse las zapatillas.
El comisario vuelve a sonreír.
—En eso sí que coincido: no sabe cómo me mortifican a veces los zapatos... ¿Y acaba bien la historia de su comisario?
—Pues no lo sé... No tengo argumento, sólo un punto de partida y una especie de intuición sobre la clase de cosas que me interesa contar.
La charla se extiende aún durante un buen rato. Y al comisario le ha caído definitivamente bien el tal Aribau, de modo que obtiene permiso para moverse a sus anchas por toda la comisaría. Más aún: el comisario hace llamar a Sanchís, el jefe de prensa, para que se encargue de introducirlo en el resto de los edificios que forman la Central: Administración, Científica, Narcóticos, Homicidios...
—Eh..., Quique... ¿Entiende usted algo de poesía? —le pregunta justo en el momento de darle la mano para despedirlo.
—Pues no..., lo que recuerdo del bachillerato. Cuando necesito saber algo consulto mi libro de literatura de primero..., todavía lo conservo.
—Ya... ¿Y le importaría, la próxima vez que se pase por aquí, traerse ese libro y reservarme media horita?
Por un momento a Quique se le ocurre que el comisario es poeta aficionado y quiere enseñarle algo que ha escrito.
—El miércoles que viene, si usted quiere... Tengo que volver a la ciudad por lo del programa de radio.
* * *
Las siestas del comisario en Calabrava siempre son bastante más largas que en el sofá de su despacho. Se desviste y se mete en la cama, a veces durante una o dos horas, hasta que su mujer se cansa de ver la programación de sobremesa y entra a despertarlo. Después toma un café sentado a la mesa de la cocina, como en un segundo desayuno, y es justo en ese momento, cuando está somnoliento, sin muchas ganas de hablar y a veces en meros calzoncillos, cuando su mujer aprovecha para explicarle sus planes para la tarde o para la vida en general. Naturalmente casi nunca encuentra oposición por parte del comisario, que suele limitarse a beber café, bostezar y rascarse la cabeza descabellada.
—¿Sabes qué he pensado que podríamos hacer esta tarde?, ir a mirarte un traje para la cena de jubilación.
El comisario tarda en reaccionar:
—¿Aquí, en el pueblo?
—Claro, aquí están las mejores marcas, tonto... No ves que vienen tantos extranjeros...
El comisario siempre un poco lento, contrariado:
—Hoy no tengo ganas de probarme trajes...
—Pues tarde o temprano tendrás que hacerlo...
—¿Y no puedo ir a la cena con el azul marino?, es casi nuevo... me lo hice para la boda de tu sobrina la mayor.
—Eso: el azul marino precisamente que es el que más te pones... ¿No querrás ir a una cena en tu honor con el mismo traje que todo el mundo te ha visto en la comisaría? Parecería que ibas de uniforme.
—Pues no quiero más trajes... Siempre voy con traje: parezco un notario.
—¿Un qué...? —ríe—. ¿Y qué quieres ponerte para la cena?..., ¿un chubasquero?
—Además aquí las tiendas son... como boutiques...
—Precisamente: necesitas un buen traje negro de tres botones, que se llevan ahora, y además te hará más delgado. Te quedaría perfecto con camisa blanca y corbata de seda amarilla, le he visto a Arturo Fernández esa combinación y estaba elegantísimo.
El comisario casi murmura:
—Hoy no tengo ganas... Aquí no.
Ella se pone en jarras:
—Bueno, pues ya me dirás: si sólo podemos ir de compras los sábados...
—También podemos ir una tarde al Cortefiel de al lado de casa, ya conocemos al señor que nos atiende...
—¿Y qué que lo conozcamos? ¿No me irás a decir que te da vergüenza probarte un traje en otro sitio?
Cara de incredulidad del comisario:
—¿Vergüenza?, no sé de qué voy a tener vergüenza...
—Ay, Señor, si no te conociera... ¿Vamos al menos a ver si encontramos la corbata?
El comisario tarda un poco en contestar:
—La corbata bueno...
—Venga, pues: vístete. Y no te me pongas los mocasines blandos, ponte los zapatos negros.
—¿Y por qué tengo que llevar los zapatos negros para ir a comprar una corbata? ¿Eh?
—Bueno, chico, pues ponte los que te dé la gana...
Al rato el comisario sale del vestidor compuesto y con los zapatos negros, pero aún tiene que esperar hasta que su mujer termina de arreglarse. Bajan y dan la vuelta a la manzana para embocar la calle Mayor del pueblo. En esencia es un racimo de comercios de ropa y complementos, algunos de cierto lujo, alternados con restaurantes, tiendas de souvenirs y terrazas de cafés sobre la calzada peatonal. Dos de las sastrerías de caballero están reunidas al frente de la iglesia; allí se paran, ante un escaparate con maniquíes trajeados y varias cascadas de corbatas de Hermes y de Yves Saint-Laurent.
—¿No te gusta esa amarilla?, mira qué bonita.
El comisario, con las manos en los bolsillos, hace un ruido gutural que no compromete a nada. Después se retuerce sobre sí mismo tratando de ver el precio en una etiqueta que queda boca arriba.
—¿Ciento cincuenta euros?, ¿puede una simple corbata valer ciento cincuenta euros?
Su mujer también se agacha para comprobarlo:
—Qué quieres, es una corbata de marca...
—¿Y tú te quejas de lo que cuesta la derrama del ascensor?
—Tampoco es para tanto...
—Pues si una corbata vale eso, ya te puedes imaginar lo que valdrá el traje entero.
—Bueno, hay ocasiones en las que no se debe escatimar...
El comisario se la queda mirando fijamente por encima de las gafas:
—Tú misma: como me hagas ponerme un traje de ésos me voy el lunes a un concesionario Audi y salgo de allí con coche nuevo y todos los extras que quieran venderme.
—Venga, no digas más tonterías y vamos a entrar. Y quítate las manos de los bolsillos, que pareces un... zamacotán. ¿Ves?, no hay chicas, hay dos señores para atender a los clientes.
—Me da igual si hay chicas o sargentos de caballería..., no quiero entrar.
—Bueno, pues entro yo sola.
Dicho y hecho. Naturalmente el comisario la sigue, no va a quedarse atisbando como un bobo tras los escaparates. Pero lo hace sin sacarse las manos de los bolsillos, en claro signo de rebeldía.
—Buenas tardes —dice ella. Uno de los dependientes, el mayor de ellos, se acerca obsequioso, poniéndose una cinta métrica alrededor del cuello—. Veníamos a ver algún traje para mi marido —señala con el pulgar el considerable espacio que ocupa el comisario, que no saca las manos de los bolsillos pero sí mete un poco la tripa.
—A ver —dice el dependiente observando de arriba abajo al señalado, con lo que se gana una larga mirada de interrogatorio en tercer grado—. Yo diría que estamos hablando de una sesenta y seis de chaqueta... Creo que algo encontraremos en el almacén. Y si no también trabajamos a medida. ¿Habían pensado en algún corte en concreto?
—Pues, le van a dar una cena de despedida en el trabajo... Yo había pensado en algo elegante, negro, de tres botones. Se llevan ahora los tres botones, ¿no?