—¿Qué te parecería si cambiáramos de coche?
—¿Qué?
—Que digo que podríamos cambiar el coche. Me gustan estos Audi pequeños que hacen ahora, como este que ha pasado como un loco...
—¿De color amarillo? Para un jovencito está bien, pero para nosotros...
—Mujer: me refiero al modelo, el color se puede elegir. Es bonito en plata, metalizado.
—A mí todos los coches me parecen iguales, ya lo sabes...
—¿Cómo van a ser iguales? Ése es mucho más pequeño que el nuestro, y tiene otra línea, ¿no lo ves?...
—Chico, no sé, ya está lejos...
—Bueno, ya te enseñaré otro, se ven muchos...
Ella tarda un minuto en seguir sus propios pensamientos antes de volver a hablar:
—¿Y son muy caros?
—El qué.
—Los Saudi.
Se nota en el tono que el comisario bromea:
—Depende. Los amarillos están de oferta porque sólo los compran los jovencitos...
—No seas tonto... Es que estaba pensando que también tendríamos que hacer algunas reformas en Calabrava. Poner calefacción a gas, por ejemplo. Si cuando te jubiles vamos a pasar allí más tiempo en invierno...
—Bueno, pues se pone calefacción. Eso no es muy caro hoy día.
—¿Quieres decir comparado con un Saudi?
—Audi. Sin la S también son más baratos —le aprieta un poco la rodilla y ríe.
—Estás muy gracioso tú hoy, eh —le da un manotazo en la mano.
Dos segundos de silencio.
—No sé: he pensado que podemos permitírnoslo —dice el comisario.
—Piensa que ahora no tendrás el mismo sueldo, ni los pluses...
—Pero la pensión que nos queda está bien, y tenemos algo ahorrado, ¿no?, y esos Bonos de Nosecuántos que compraste...
—Los Bonos de Nosecuántos no se tocan, ya lo sabes. Y menos para un coche.
—... y tampoco tenemos que pagar alquileres, ni hipotecas...
—Bueno, bueno..., tú porque no te enteras. ¿Sabes lo que pagamos de comunidad en el piso, con la dichosa derrama del ascensor? Y luego están los seguros médicos, y el plan de pensiones, y el apartamento de Calabrava, que también da gastos, ¿o qué te crees?...
El comisario no dice nada. Vuelve a hablar ella:
—¿Y cómo se te ocurre la idea de cambiar de coche justo ahora?, ¿no va bien éste?
—Sí... Pero..., no sé, tiene ya nueve años, y los de ahora son más seguros... Los tiempos cambian...
Otro silencio. Ella:
—Bueno, tú entérate de cuánto vale el Laudi que te gusta y ya veremos si se puede comprar. Pero nada de color amarillo, ya tenemos bastante modernidad con esa música que pones en casa.
El comisario se gira hacia ella un momento y se lleva la mano derecha extendida a la sien:
—A las órdenes de vuecencia. ¿Ordena vuecencia alguna otra cosa?
—Sí: que te dejes de tonterías y te estés por la carretera.
—Con una condición: que me des un beso en cuanto paremos.
—Madre de Dios... No sé qué te pasa últimamente, cualquiera diría que en vez de jubilarte estás a punto de irte a la mili.
No hay mucho tráfico en la variante que lleva a la costa y llegan a Calabrava antes de las doce. Como de costumbre paran un momento ante el mercado municipal para comprar pescado fresco de la zona. El comisario se dispone a aguardar a su mujer en doble fila, justo detrás de otro Audi color gris oscuro, con unas llantas muy complicadas, manchadas de barro. El conductor no está adentro, así que en cuanto su mujer cruza las puertas del mercado el comisario sale del Peugeot para curiosear el interior a través de la ventanilla semiabierta. «¿Le molesta para salir?», pregunta una voz. El comisario busca su procedencia: es el vendedor de uno de los puestos de verduras que se instalan en el exterior del mercado. Le cuelga un cigarrillo de la boca, y los pantalones le dejan a la vista la goma de los calzoncillos cuando se agacha para dejar en el suelo una caja de alcachofas. «No —dice el comisario en voz alta—, estaba mirando.» Luego se siente obligado a acercarse a la parada y dar alguna explicación. «Bonito coche —dice—; es que estoy pensando en cambiar el mío.» El hombre de la parada aparenta la misma edad del comisario, pero es delgado y fibroso, su tez está muy curtida por el sol y le apunta barba de varios días. «Psé, yo me encapriché de éste estas Navidades, pero le falta maletero y altura de bajos, se lo voy a pasar al hijo pequeño, a mí me iría mejor el modelo cuatro por cuatro que han sacado...» El comisario, por corresponder a la charla, explica que para él y su mujer un A3 es más que suficiente. «Pues suba si quiere verlo por dentro, están las puertas abiertas.» El comisario dice que no quiere abusar. «Suba, hombre, suba: le diría que se diera una vuelta, pero si lo mueve de ahí me quitarán el sitio.»
Así que, cuando su mujer sale del mercado con la bolsa del pescado, se encuentra al comisario con medio cuerpo metido en un coche que no le corresponde.
—¿Qué haces ahí?
—¿Te gusta éste?
—Pues no: está muy sucio. ¿De quién es?
—De ese señor de la parada de verduras.
—¿Y te metes así en un coche que no es tuyo? A ver si alguien te ve y llama a la policía...
—Mujer, ¿tú crees que tengo pinta de delincuente?
—Hurgando en un coche que no es suyo cualquiera parece un delincuente. Escucha, he comprado para segundo una merluza de palangre y unas almejas hermosas que hoy estaban bien de precio. ¿Te apetece a la plancha, o hago una salsa verde?, lo digo porque si lo quieres con salsa necesito perejil que en la pescadería no tenían.
—En salsa. ¿Seguro que no te gusta?: bien limpio tendría otro aspecto.
—Bueno, pues enséñame uno que esté limpio y te lo digo. Oye, toma la bolsa que me falta la verdura y la fruta. ¿Tu crees que tu amigo de la parada tendrá perejil?
* * *
El lunes antes del almuerzo suena la línea interna en el despacho del comisario. Es Varela:
—Comisario, tiene una llamada de un tal Quique Aribau. Dice que llama de parte de Enrique Murillo.
El comisario cierra un momento el libro de Hare sobre los psicópatas dejando adentro el dedo índice como señal:
—¿Quique qué...?
—Aribau, como la calle Aribau.
Tres segundos para pensárselo: «Aribau..., Aribau..., Aribau...».
—Bueno, pásemelo.
Suena un pitido y se enciende otra luz en el teléfono de sobremesa del comisario:
—Sí...
—Buenos días, ¿el comisario Pujol? —pregunta una voz desconocida.
—Yo mismo, dígame.
—Me llamo Quique Aribau, tenemos un conocido común, Enrique Murillo, que ha sido tan amable de darme su número... ¿No le ha avisado de que yo iba a llamarle?
—Pues no, no recuerdo... ¿De qué se trata?
—Bueno, a lo mejor le parece un poco extraño... Empezaré por el principio. Soy escritor... novelista, aunque probablemente no le sonará a usted mi nombre...
—Pues, ahora que lo dice, sí que me suena, pero la verdad es que no recordaba de qué.
—A lo mejor lo ha leído en alguna parte, mi última novela ha tenido alguna repercusión...
—Ah... ¿Puede ser que la haya visto en el FNAC?
—Seguro: me tienen en la estantería de novedades desde hace un montón de semanas... Verá, le llamaba porque estoy preparando otra novela, esta vez protagonizada por un agente de la Policía, y le pregunté a Enrique si sabía de alguien que pudiera ayudarme con la documentación...
—Ajá...
—... y he pensado que quizá podría usted atenderme personalmente durante unos minutos. Lo justo para explicarle algunos pormenores de la historia que tengo en mente y ver si puede usted orientarme, o por lo menos dirigirme a las personas adecuadas. De hecho una simple conversación con usted ya me sería muy útil. ¿Sería abusar demasiado de su amabilidad?
El comisario calibra rápidamente la petición y finalmente se deja llevar por la curiosidad:
—Pues..., en principio no creo que haya inconveniente...
—Se lo agradezco... ¿Puede darme entonces un día y una hora en la que tenga un hueco?, procuraré no entretenerlo mucho rato.
—Bueno, es bastante impredecible cuándo voy a estar ocupado, generalmente los delincuentes no avisan... —el comisario se detiene un momento para dar a entender que ha hecho un chiste; la voz del otro lado deja oír una risita amable—, ¿Quiere usted pasarse por mi despacho cualquier mañana de la semana que viene?, si tenemos suerte podremos charlar un rato tranquilos.
—Perfecto, ¿le parece el miércoles?, tengo que bajar a la ciudad precisamente el miércoles para un programa de radio. Si no, puedo acercarme cualquier otro día...
—No, el miércoles está bien, suele ser una mañana tranquila.
Cuando el comisario cuelga se queda un rato pensando, todavía con el libro de Hare cerrado sobre el índice. Se pregunta si será precisamente este Quique Aribau el del libro que había hojeado en la estantería de novedades del FNAC y le había parecido tan soez y tan mal escrito. No consigue recordar el título exactamente: algo de «los geranios»... Vuelve a descolgar el teléfono y pulsa el botón de comunicación con Varela:
—Varela, búsqueme a ver qué encuentra de ese Quique Aribau que llamaba. Por lo visto es escritor.
—¿Hasta dónde le interesa saber?
—Nada: lo que consiga averiguar en diez minutos. A ver si hay algo en Internet, con eso me basta.
El comisario abre otra vez el libro de Hare y se obliga a concentrarse en él durante un buen rato. No es una lectura agradable, resulta incluso hiriente en algunos pasajes, pero se ha propuesto terminarlo, en parte porque tiene a gala no haber dejado nunca un libro a medias, a no ser que fuera un libro de consulta, y en parte porque le interesa lo que lee. Se entera de que el concepto «psicopatía» es mucho más amplio de lo que él había creído: según estimación del autor, cerca de un uno por ciento de la población presenta sus rasgos característicos, aunque sólo una pequeña cantidad de esa población llega al extremo de delinquir y, afortunadamente, son menos aún los que delinquen con violencia contra las personas. Pero precisamente estos últimos son sin duda los que el comisario está acostumbrado a tratar: violadores, atracadores agresivos, fanáticos capaces de malherir o matar a veces por mera diversión; a menudo individuos de gran encanto superficial, al comisario le consta cuántas veces los vecinos de un detenido por algún acto brutal han dicho de él que parecía una excelente persona, o cuántas veces durante un interrogatorio han mostrado una amabilidad capaz de engañar al más curtido de los inspectores. Sin embargo, el libro considera también a otros muchos que nunca tendrán nada que ver con la Policía: menos violentos pero igualmente destructivos, estragantes, la clase de gente que deja tras de sí un largo rastro de humillación y sentimientos heridos y a los que no se puede denunciar porque nunca transgreden la ley escrita, por mucho que ignoren la más elemental noción de compasión humana. El comisario piensa que, al margen de hasta qué extremo llevan la violencia, quizá es ese uno por ciento sin conciencia de la población el que obliga al noventa y nueve por ciento restante a pasar por la vida desconfiando del prójimo. Y, más aún: el que hace inviable cualquier utopía basada en la hipótesis de la fundamental bondad humana.
Suena el teléfono. La luz que se enciende es otra vez la de Varela:
—Comisario, hay bastante en Internet sobre este Aribau, y en páginas de diferentes países, por lo visto lo han traducido a varios idiomas. He encontrado entrevistas que le han hecho los periódicos, alguna colaboración en prensa, notas editoriales, críticas, anuncios de más traducciones, una película que van a hacer a partir de su novela...
—Cómo se titula...
—
Abonando los geranios tropecé con la manguera.
Y la editorial, Lengua de Trapo...
—Ya... Lo conozco..., lo estuve hojeando el otro día... Gracias, Varela, con eso tengo bastante. —Está a punto de colgar cuando añade—: Espere, póngame con Berganza, de la Provincial. Si no lo encuentra a la primera, insista y avíseme cuando lo tenga.
El comisario pone el punto de cartón entre las pági nas del libro y lo guarda en un cajón de la mesa. Basta de psicópatas por hoy Pero tampoco le apetece revisar el informe de Berganza. Y mucho menos el de Prades el forense; en su precisión, es tanto o más deprimente que el libro de Hare. Opta por levantarse de la butaca y mirar a través del inmenso ventanal. Cuadrángulos de sol en lo más alto de las sucias fachadas, otro bonito día de primavera... Lengua de Trapo, qué ocurrencia. Libros modernos de color amarillo chillón, como los Audi de los jovencitos de clase alta. Y como el disco de Manu Chao.
Pa'l cementerio se va, la vaca de mala leche... Échale Baygon al bai bai gon.
«Los tiempos cambian, caballero.» La nebulosa de asociaciones lo ayuda a cambiar de humor: al menos en el mundo hay también un uno por ciento de chalados inofensivos.
* * *
Pasadas las once, un rato después de que el comisario haya llegado de comer su bocadillo en la cafetería, Varela lo avisa por el intercomunicador:
—Comisario, tengo a Berganza en la 4.
—Voy. —El comisario pulsa el botón correspondiente—. Berganza, cómo estamos...
—Comisario...
—He estado leyendo su informe, y el de Prades...
—Ah, ¿le ha llegado también el de Prades? Interesante lo del estramonio, ¿no?
—Sí, lo leí el viernes y no me lo he podido quitar de la cabeza.
—Pues Prades no suele acordarse de detalles como enviar copias de los informes por cortesía. Debe de haberle caído usted bien.
—Suelo llevarme bien con los forenses... Pero yo quería felicitarlo a usted, hacía años que no me llegaba un informe de inspección como Dios manda.
—Bueno, los tiempos cambian —dice Berganza sacudiéndose el elogio.
—Qué me va usted a contar, ya no respetan la ortografía ni los escritores... En fin, veo que en las conclusiones solicita usted la transferencia del caso a Homicidios Central...
—Sí, ya lo han aceptado. De hecho hemos contado con la Central desde el primer momento, ya lo sabe. El viernes precisamente estuve hablando con el jefe de la brigada.
—¿Rodero?
—Rodero, sí. ¿Lo conoce?
—Algo. Le pone ganas.
—Sí, pareció gustarle la idea de hacerse cargo... Mi ayudante y yo hemos pasado un par de días en San Juan del Horlá, haciendo preguntas... Pero no estamos en condiciones de dirigir una investigación completa, no tenemos ni personal ni medios para abordar un caso así.