El grupo se puso en marcha, guiado por Evers. Lubkin le hizo una seña a Nigel para que los siguiera.
—Me quedaré un rato aquí y organizaré los turnos. Y quiero volver a casa para descansar. No me necesitarán en las deliberaciones.
—Bueno, Nigel, podríamos aprovechar sus conocimientos de... —Lubkin vaciló—. Oh, quizá tiene razón. Le veré más tarde. —Se apresuró para alcanzar al grupo.
Nigel sonrió. Evidentemente a Lubkin no le entusiasmaba la idea de que un tipo quisquilloso como Nigel asistiera a la reunión de la Comej. Los subordinados pendencieros no dejan bien parados a sus superiores.
Volvió a su casa en un ciclomotor del JPL. Los neumáticos chirriaban en las esquinas cuando se ladeaba y se disparaba por las avenidas en declive, cortando el aire seco de la noche. Las estrellas brillaban vagamente por encima del manto de bruma industrial. Pilotaba sin gafas protectoras ni casco, ansioso por sentir el azote del viento. Sabía que el manejo del encuentro Snark-Venus sería difícil, sobre todo si Evers y Lubkin y su comisión impersonal redactaban un mensaje. Nigel tendría que arreglárselas para intercalar el suyo propio antes de que la Comisión lo descubriera. Hacía varios meses que estaba elaborando el código: había leído todos los viejos libros sobre contactos radiales con civilizaciones extraterrestres y había adaptado algunas de sus ideas. La transmisión debería ser sencilla, pero al mismo tiempo tendría que quedar bien claro que se trataba de una señal deliberada para el Snark. De lo contrario, el Snark probablemente supondría que había captado otra estación convencional de la Tierra, y no le prestaría atención.
¿O sí se la prestaría? ¿Por qué el Snark permanecía mudo? ¿No podía sintonizar fácilmente las estaciones locales de la Tierra?
Nigel aceleró el ciclomotor, lanzándose cuesta abajo. Se sentía cada vez más entusiasmado. Verificaría el estado de Alexandría, que no tardaría en regresar del trabajo, y después esperaría la llegada de Shirley, que se quedaría a hacerle compañía mientras él estuviera ausente. Entonces volvería al JPL y a Venus y al Snark...
Viró por el camino particular, bajó con el pie el soporte del vehículo y corrió hacia la puerta de la casa. La abrió y corrió escaleras arriba. Se detuvo en el rellano para insertar la llave en la cerradura del apartamento y descubrió con sorpresa que le zumbaban los oídos. Demasiada excitación. Quizá realmente necesitaba descansar. El encuentro con Venus se prolongaría por lo menos hasta la mañana.
Entró. Las luces de la sala de estar irradiaban un tenue resplandor blanco.
Ahora sólo le zumbaba uno de los oídos. Estaba más cansado de lo que creía.
Atravesó la sala y entró en la intersección abovedada de la cocina y el comedor íntimo. Sus pisadas reverberaban sobre los azulejos mexicanos de color marrón y la bóveda atravesada por vigas devolvía el eco. El zumbido de su cabeza se intensificó. Se cubrió el oído con la mano.
Un zapato de mujer descansaba sobre los azulejos.
Un solo zapato. Directamente debajo de la arcada del dormitorio.
Nigel se adelantó. El zumbido le estaba taladrando el cráneo.
Entró en la alcoba con paso vacilante. Miró hacia la izquierda.
Alexandría yacía inmóvil. Boca abajo. Con los brazos extendidos, las manos crispadas, las muñecas rojas e hinchadas.
La ambulancia zigzagueó por las calles oscurecidas, ululando en medio de la bruma nocturna. Nigel viajaba junto a Alexandría y contemplaba cómo el practicante controlaba sus funciones vitales, aplicaba inyecciones, hablaba con voz rápida y cortante por el micrófono adosado a los auriculares. Las luces ondulaban a los costados. Después de unos minutos Nigel recordó su detector. Aún le estaba urgiendo. La unidad de Alexandría se estaba consumiendo, explicó el practicante, porque utilizaba casi toda su energía para transmitir diagnósticos al casete de la ambulancia. Le mostró a Nigel el punto donde debía ejercer una presión rítmica, detrás de la oreja derecha, para desconectar el aparato. Nigel lo pulsó y el zumbido desapareció. Sólo persistió un débil repique: su detector seguía controlando la telemetría del diagnóstico de Alexandría. Escuchó, embotado, esa vocecilla chillona que brotaba de lo más profundo de su ser. Su rostro estaba desencajado por una gris palidez. Allí, en ese preciso momento, él y ella conversaban unidos por piezas microelectrónicas. La cháchara indescifrable era una frágil cadena, pero Nigel se aferró a ella. No cesaría aunque Alexandría muriera. De cualquier forma, ahora era su única voz.
Viraron, bajaron zarandeándose por una rampa, se detuvieron bruscamente bajo unas luces rojas de neón. La burbuja que los rodeaba a él y a Alexandría reventó: la puerta posterior de la ambulancia se abrió y la sacaron rodando, cubierta por una manta blanca. Un murmullo de voces. Nigel se apeó con movimientos torpes, sin que las enfermeras le prestaran atención, y siguió a los practicantes que atravesaban trotando una puerta corredera.
Lo detuvo una enfermera. Preguntas. Formularios. Dio el nombre de Hufman, pero esto ya lo sabía. La enfermera pronunció palabras amables, reconfortantes. Lo guió hasta una sala de espera alfombrada, le señaló unas revistas impresas sobre papel sensible, una tridimensional, le sonrió y se fue.
Permaneció sentado durante largo rato.
Le sirvieron café. Escuchó el rumor lejano del tránsito.
Escrupulosamente, evitó pensar.
Cuando volvió a levantar la vista, Hufman estaba cerca de él, quitándose los guantes transparentes.
—Lamento informarle, señor Walmsley, que ha sucedido lo que yo temía.
Nigel no dijo nada.
Sus facciones estaban recubiertas por una cera densa, rígida, aparentemente impenetrable.
—Hemorragia incipiente en el tallo encefálico. El lupus se estabilizó en sus órganos, tal como lo preví. Podría haber salido a flote. Pero después se extendió al sistema nervioso central. Se ha producido un derrame en el tallo.
—¿Y bien? —preguntó Nigel, con tono impasible.
—Ahora le estamos administrando coagulantes. Es posible que detengan la hemorragia.
—¿Y después? —preguntó una voz de mujer.
Hufman se volvió. Shirley estaba en el vano de la puerta.
—Y después qué, he preguntado.
—Si se estabiliza, es posible que viva. Probablemente aún no ha sufrido lesiones graves en el cerebro. Pero un espasmo, generado por el lupus o por nuestro tratamiento...
—La mataría —dijo Shirley secamente.
—Sí —contestó Hufman, echando la cabeza hacia atrás para mirarla mejor. Sin duda, se preguntaba quién era esa mujer.
Nigel balbució las presentaciones. Shirley saludó a Hufman con una inclinación de cabeza. Tenía los brazos cruzados bajo los pechos y estaba desquiciada por una tensa carga de energía.
—¿Cómo es posible que no haya visto que el lupus empeoraba?
—Esta variedad es muy sutil. El sistema nervioso...
—Así que ha tenido que esperar que ella se derrumbara.
—La próxima biopsia...
—Quizá no haya una próxima...
—¡Shirley! —exclamó Nigel de forma tajante.
—Debo irme —anunció Hufman, con frialdad. Se alejó con paso rígido.
—Ahora sí que has complicado las cosas —dijo Nigel—. Has ofendido al hombre de cuyo juicio depende la vida de Alexandría.
—A la mierda con eso. Quería saber...
—Entonces pregunta.
—... porque acabo de llegar, y no he hablado con nadie y...
—¿Cómo te enteraste de que Alexandría tuvo un colapso?
Nigel había pensado que podría encauzar gradualmente la conversación por otra vía y apaciguarla. Le sorprendió que Shirley lo fulminara con la mirada y se quedara callada, estirando nerviosamente los brazos a los costados del cuerpo. Tenía el rostro de un color ceniciento. Le temblaba ligeramente la barbilla, pero al fin se dio cuenta de ello y tensó los músculos de la mandíbula.
Él oyó a lo lejos el tecleo de una máquina.
—Shirley... —empezó a decir, para romper el silencio abrumador que se interponía entre ellos.
—Cuando volví de mi caminata vi que partía la ambulancia.
—¿Tu caminata?
—Llegué temprano al apartamento. Conversé con Alexandría. O mejor dicho, discutí con ella. Por ti, porque trabajas hasta muy tarde. Yo... yo me enfadé y Alexandría me gritó. Reñimos, reñimos como nunca lo habíamos hecho antes. De modo que me fui antes de que las cosas empeoraran.
—La dejaste. Ofuscada. Sola. Cuando Hufman ya había dicho que en esas condiciones no podía soportar el estrés.
—No hace falta que...
—¿Que te lo refriegue por las narices? No es ésa mi intención. Pero me gustaría saber por qué te fastidia que le dedique tiempo al JPL. Tú también trabajas.
—Pero tú eres su... bien, ella se apoya más en ti que en mí, y cuando llegué al apartamento y la encontré tan débil y pálida, esperándote, y tú te retrasaste...
—Podría haberse apoyado en ti. Ése es el sentido de nuestra relación, de la relación entre los tres. De lo que se trata es de compartir en un núcleo familiar ampliado. ¿No es ésa la jerga?
—Nigel...
—¿Sabes qué es lo que pienso? No quieres enfrentar el hecho de que vas a perder a Alexandría y buscas una justificación tortuosa para achacármelo.
—Eres condenadamente independiente, Nigel. Tú no compartes, tú...
—Guárdate esa mierda. —Dio un paso convulsivo, mecánico, hacia ella, y se dominó—. Ésa es tu fantasía personal.
—Una fantasía muy convincente.
—He procurado...
—Cuando te desahogas, tú eliges el recurso más sórdido. Como por ejemplo aquella noche, al emborracharte.
Nigel contuvo el aliento un instante y luego lo soltó con un suspiro ahogado, sibilante.
—Tal vez sí. Había acumulado mucha tensión. Me refiero a Alexandría. Y a los Nuevos Hijos. No podía... —Miró fijamente a Shirley. Bajo la luz lechosa su piel parecía translúcida, estirada hasta el límite sobre los huesos de su rostro—. Nunca nos hemos apoyado mutuamente, ¿verdad? Nunca.
Shirley lo estudió durante un momento.
—No. Tampoco estoy segura de querer hacerlo, ahora.
Silencio. Desde el corredor llegó un tintineo de cristalería.
—Yo tampoco —respondió él, desde el otro extremo del espacio constrictivo que se había formado entre ambos.
—No debería ser así.
—No.
—No maduramos juntos. Nunca.
—No.
—Entonces... independientemente de lo que le suceda a Alexandría, creo...
—Que ha terminado. Lo tuyo y lo mío.
—Sí.
Nigel tuvo la impresión de que a medida que avanzaba el diálogo, una barrera de cristal se iba cerrando más y más entre ellos. No podrían dar marcha atrás.
—Tienes un... un nudo dentro de ti, Nigel. Yo no podría llegar a él. Alexandría sí.
Shirley cerró los párpados trémulos y las lágrimas se filtraron por debajo de ellos. Se echó a llorar en silencio.
Nigel estiró la mano hacia ella y entonces unas pisadas suaves y arrastradas distrajeron su atención. Varias personas se acercaban por el corredor.
—Oh —murmuró Shirley, y la palabra brotó de ella como una espesa burbuja—. Oh. —Se volvió, estirando los brazos a los costados, y se encaminó hacia la puerta.
Entraron dos hombres vestidos con túnicas. Cada uno sostenía un brazo de Su Inmanencia. El hombrecillo de tez marrón que marchaba entre ellos se movía con lentitud artrítica, pero sus ojos amarillentos se desplazaron rápidamente de Shirley a Nigel, analizando la situación.
—Es posible que Alexandría quiera verle —le explicó Shirley a Nigel—. Le telefoneé desde el apartamento y le pedí que viniera.
—Puedes decirle que se largue —espetó Nigel.
—No —respondió Shirley—. Ella le necesita más... más que a ti...
—Me cago... —y algo le oprimió la garganta, sofocando las palabras. Su mente entró en un torbellino. Vislumbró vagamente a Alexandría postrada cerca de allí, al borde de la muerte, y a Shirley junto a él, y esos hombres, y las espantosas carnes fláccidas del viejo. Apretándolo. Apretando. Se volvió, con la mano estirada para estabilizarse. Necesitaba sentarse. Descansar.
Pero comprendió que si se sentaba mansamente allí y escuchaba su conversación bordoneante, vencerían su resistencia. De pronto la habitación se convirtió en un espacio atestado, asfixiante, con el empalagoso incienso de los Nuevos Hijos que lo impregnaba todo. Osciló sobre los pies y aspiró una bocanada de aire. Algo tironeó de su memoria. El Snark. Venus. La ligera curva que él había trazado y que en ese momento llegaba a su apogeo. El tiempo que pasaba, el Snark...
—No. —Alzó las manos, con las palmas vueltas hacia fuera. Apartó la cortina de aire que le rodeaba. Empujó a Shirley y a los hombres, que retrocedieron bajo la luz aguachenta. Dio media vuelta y salió corriendo. En su mente se materializó una meta. Las brillantes paredes de plastiforme del pasillo se deslizaron a los costados. La densa atmósfera antiséptica del hospital se abrió a su paso y volvió a cerrarse detrás de él, marcando su itinerario con una estela en expansión.
Se agazapó en el asiento posterior del taxi y urdió sus planes. Se frotó las manos, estrujando momentáneamente una palma con la otra en el aire glacial. Le castañetearon un poco los dientes hasta que apretó las mandíbulas con fuerza. El pasado quedó atrás, dejando sólo un problema claro, de precisión geométrica. No podía permitir que Evers y la Comej fallaran cuando intentasen comunicarse con el Snark. Claro que habían tenido la sensatez de adoptar el sistema de Nigel, una serie de números primos expresados en el código binario. Cuando se la colocaba en posición rectangular, la larga hilera de números formaba imágenes: un diagrama de la trayectoria del Snark por el sistema solar, con círculos que representaban las órbitas planetarias; una descripción fragmentaría de la química terrestre sencilla; un código de identificación para transmisiones rápidas, que serviría cuando el Snark comprendiera que alguien trataba de comunicarse.
¿Pero cómo reaccionaría la Comej cuando el Snark respondiera? Entonces la operación escaparía de las manos de Nigel. Bueno, también tenía una solución parcial para eso. Había montado otro cubo cifrado, similar al anterior aprobado por la Comej, pero con una diferencia: permitía encauzar la respuesta del Snark a través del tablero de comunicaciones del JPL hasta cualquier receptor que eligiera el operador de dicho tablero. Y este receptor sería Nigel, mediante el único canal privado del que disponía: su detector. Simultáneamente, el mensaje quedaría registrado y, cuando concluyera, sería retransmitido al personal del JPL apostado en la Sala de Control.