En el océano de la noche (16 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
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Se decidió a cumplir esa misión y descubrió que tenía que sortear un recodo sorprendentemente difícil para salir de la sala de juergas. (¿Acaso Lubkin autorizaba una juerga ocasional en la sala de juergas? ¿Sólo una o dos dulces decapitaciones, en colores vividos, con hachas chinas y todo lo demás? No, no, la naturaleza escandalosa de ese trabajo lo agraviaría.) El ángulo del recodo era obtuso, opaco. Había observado que la configuración del piso era pentagonal, con excrecencias esporádicas, ¿pero qué debía hacer para orientarse?

Se sentó para despejarse la cabeza. La gente pasaba como bajo una campana de vidrio.

Caviló sobre el ángulo opaco. Curiosidades del idioma: “ángulo”, con una pequeña modificación, se trocaba en “ángel”. Fácil, muy fácil. Esa maniobra transformaba lo reconfortantemente euclidiano en —abracadabra— lo ortodoxamente religioso. Unas pocas letras podían salvar ese vasto y eterno abismo. Absurdamente fácil.

Se levantó de nuevo y salió de la habitación. En la sala de estar divisó tierra, en las personas de Shirley y Alexandría. Eran los focos del habitual corrillo de técnicos del JPL, hombres de cabello corto que aún llevaban los bolígrafos económicos prendidos en los bolsillos de la camisa. Sonrieron con aire desvaído cuando él se acercó, como si acabaran de despertarlas con un zarandeo.

Nigel sobrevoló superficialmente estas constelaciones y después rebotó de una conversación a otra en la sala hueca:

—¿Así que California ya no le interesa al EIB regional?

—Desde luego. Yo lo había previsto.

—¿Han reducido una vez más nuestra ración de agua?

—Claro que sí. Son factores de una reducción demográfica de dieciocho mil personas, obligatoria. Lo compensaremos con la declinación fraccional. Aprobarán leyes para frenar la inmigración. Y eliminarán las Asignaciones Federales de Asistencia Regional. Nosotros...

Más adelante:

—Supongamos que paramos a los terroristas con plutonio240. ¿Y qué? Desde el incidente de Nueva Delhi sabemos que no es posible confiar en los condenados asiáticos...

Más adelante:

—...Y me encantó la escena en que el semen cubrió todo el escenario. En realidad se trataba de anhídrido carbónico congelado, pero qué efecto, al saltar sobre el público...

De trecho en trecho Nigel entablaba conversación, sintiendo cómo las oraciones se formaban íntegramente en su interior antes de que comenzara a enunciarlas. Corría la cremallera de las fundas fláccidas de las palabras y las hacía saltar rápidas y relucientes. La gente lo miraba como desde lo alto de la boca de un foso. Las palabras se fusionaban.

Nigel: Pronuncias «verdad» como si fuera «beldad».

Mujer: ¿Acaso no es lo mismo?

Nigel: ¿Y qué me dices de «pene» y «pena»?

Y después se alejaba, rumbo al bar, donde su rutilante vaso alzado se llenaba con un decoroso vino del Rin. Lo sorbía. ¿Un Riesling? Demasiado dulce. ¿Gewürztraminer? Posiblemente.

En la habitación hacía demasiado calor. Se desplazó entre la atmósfera pesada y pegajosa. Debajo de sus axilas habían florecido medias lunas de transpiración. Se encaminó hacia la sala de recreo.

Vacía. La tridimensional. La encendió. La pantalla titiló húmedamente delante de él y se disolvió en una imagen de los dos círculos anulares, vistos a vuelo de pájaro. Cuerpos entrelazados. Una voz tronó sobre la multitud. Pan y vino. Madurad.

Nada de comulgatorios con barandilla y hostias. No aquí. Nada de aspersiones bautismales, nada de huecas frases judías sobre el Faraón, musitadas en una lengua incomprensible. Nada de ceremonias rituales. La religión verdadera tal como salía de las fuentes. Sólo una vez y todos juntos. Cánticos alegres al amor eterno.
Sic transit
, Gloria.

Nigel se tambaleó hasta la pared de enfrente, a la que la luz de un foco daba un tono amarillento. Pulsó un botón, apretó otro. Centro de Música Familiar, decía.

Bien, correcto. Busca un fragmento de Eine Kleine Krockedmusik.

Hizo girar el dial. Las improvisaciones corales de Wellsby brotaron del altavoz. Pulsó nuevamente. Jazz: King Oliver. Una trompeta de sones metálicos, tambores. ¿Pero dónde estaba Bach? ¿Los años sesenta, uno de sus Beatles favoritos? ¿O debería conformarse con un moderno especialista en cacofonía?

Volvió a la tridimensional. Pulsó una vez más.

Otra vez los Nuevos Hijos con sus contorsiones. Un ruido jubiloso para la horda.

Apretó los botones.

La esvástica negra vibraba contra el uniforme anaranjado. La punta refulgente de la espada pinchó el estómago de la joven. Ésta suplicó, llorando. El hombre tiró hacia arriba y la hoja se clavó profundamente. Brotó la sangre. Ella forcejeó contra las cuerdas que le sujetaban las manos pero lo único que consiguió fue que la espada la cortara en sentido transversal. Lanzó un alarido. El líquido escarlata le chorreó por las piernas.

Nigel apagó el aparato. Estaba sudando y la transpiración le entraba en los ojos. Se enjugó la frente y dio media vuelta.

Se detuvo en el pasillo para recomponerse. La malta es más eficaz que Milton para justificar el trato que Dios dispensa al hombre. Bienvenidos al siglo XXI. Sic transit, Gloria. ¿O acaso era Alexandría?

Salió al patio. Lo envolvió el aire fresco. Abajo, la niebla se había desplegado sobre los Jacarandas, formando halos alrededor de las luces de Pasadena. Nigel permaneció inmóvil, respirando profundamente, contemplando el avance de la bruma.

—¿Señor Walmsley? Me gustaría proseguir nuestra discusión.

Fresnel se adelantó desde la puerta corredera abierta, enmarcado por la tertulia bulliciosa que dejaba a sus espaldas.

“El franchute se acerca pisando sobre sus piececitos planos”, pensó Nigel. Vació el vaso de vino y se volvió para acudir al encuentro de Fresnel.

—¿Supongo que usted entiende, verdad, que todos, todos nosotros, nos hemos reencontrado por fin con nosotros mismos? ¿Con nuestra finitud? ¿Con nuestras pequeñas perversiones regocijantes? La tridimensional del señor Lubkin es un buen ejemplo. Demuestra hasta qué punto hemos llegado. Progresado. La econometría...

Nigel vio cómo su puño florecía en el aire y se estrellaba con precisión elíptica contra la frente de Fresnel. Se oyó un chasquido de carne. Fresnel trastabilló. Se bamboleó. No cayó. Nigel se afirmó sobre sus pies y estudió con ojo avizor la geometría de la situación. Fresnel era un blanco móvil, difícil, estimulante. Tenía el rostro perlado de sudor bajo la luz plateada. Nigel trazó una parábola ascendente con el puño izquierdo. Ángulo trocado en ángel. La conmoción del impacto. Choque de carnes húmedas. Se le entumeció la mano. Se lamió los labios: salados. Fresnel desapareció. Inhaló una bocanada de aire quemante. Nigel se tambaleó. Se relajó. Estudió la capa de niebla. La vio ladearse. Ladearse en el aire plácido. Pareció tardar mucho.

10

Su Inmanencia residía en una iglesia bautista recientemente comprada. El edificio se agazapaba en una esquina miserable, con reminiscencias del Medio Oeste, entre las planicies del bajo Los Ángeles. Nigel la miró con expresión escéptica y acortó el paso, pero Alexandría y Shirley, que lo flanqueaban, tironearon de él.

Nunca habrían conseguido arrastrarle hasta allí si no le hubieran pillado con talante contrito por lo que le había hecho a Fresnel. Casi ninguno de los asistentes a la fiesta lo había notado, con excepción de Alexandría, que había visto cómo se derrumbaba Nigel. Fresnel se había ofendido pero había quedado sorprendente y desalentadoramente ileso. Las mujeres se habían horrorizado. Nigel había disfrutado bastante, y aún saboreaba el recuerdo de la caída bochornosa de Fresnel.

Se preparó para el suplicio que lo aguardaba. Entraron por una puerta lateral y atravesaron un gran auditorio atestado de personas vestidas con túnicas amarillas que escuchaban una disertación. Cabezas afeitadas, coloridas guirnaldas de flores. El aroma salado de la comida japonesa. Se abrieron paso por una cortina de cuentas tintineantes, salieron por la puerta trasera, rodearon el templo. Entraron en un jardincito después de correr ruidosamente el pasador de un portón de bambú.

Un hombre menudo, moreno, estaba sentado en la posición de loto sobre un vasto prado verde. La brisa mecía el follaje de los árboles. El hombre los miró con ojos amarillos rápidos y perspicaces. Hizo un ademán, invitándolos a sentarse, y Alexandría distribuyó tres cojines circulares amarillos. Nigel se colocó en el centro.

Intercambiaron palabras corteses. Ésa era una facción de los Nuevos Hijos, la de aquellos que simpatizaban con las raíces orientales de la herencia religiosa. El hombre sentado, de facciones fláccidas, era una Inmanencia, pero no la única, porque no había una sola, así como un Dios universal tenía un arsenal infinito de manifestaciones.

Nigel explicó, con pausas largas e incómodas, su escepticismo racional respecto a la religión en cualquiera de sus variantes. La mayoría de los hombres buscaban un algo indefinible, y Nigel confesó que él también lo buscaba, pero las deformaciones grotescas de los Nuevos Hijos...

La Inmanencia arrancó una hoja de un arbusto y la sostuvo delante de los ojos de Nigel. Parpadeó y luego la miró fijamente.

—Usted es un científico. ¿Por qué alguien habría de dedicar toda su vida al estudio de esta hoja? ¿Qué podría obtener con ello?

—Toda forma de conocimiento tiene la posibilidad de resonar con otras formas —respondió Nigel.

—¿Y entonces?

—Supongamos que el Universo es una parábola —dijo Nigel, vacilando—. Al estudiar una parte de él podemos leer la totalidad.

—El Universo dentro de un grano de arena.

—Algo semejante. Me parece que las leyes de la ciencia y la organización del mundo no pueden ser casuales.

La Inmanencia reflexionó un momento.

—No, no son casuales. Pero si se exceptúa su utilidad práctica, siempre carecieron de importancia. Las leyes físicas no son más que los barrotes de una jaula.

—No lo son cuando las entendemos.

—El problema capital no consiste en estudiar los barrotes, sino en salir de la jaula.

—Creo que el acto de tender hacia fuera lo es todo.

—Si quiere alcanzar la madurez deberá dejar de tender hacia fuera y tendrá que manifestar un espíritu más básico.

—¿Danzando en dos círculos?

—Es otra faceta de los Múltiples Caminos. No el nuestro, pero sí un Camino.

—Yo tengo el mío particular.

—La mejor forma de entender este mundo es abordarlo como si fuera un asilo de locos. No un asilo para la mente, no. Para el alma. Sólo los defectuosos se quedan aquí. Continúan aquí.

—Yo tengo que seguir tendiendo hacia fuera, aquí. Entre los condenados barrotes, si así debe ser...

—Eso no es nada... Debe tratar de escapar y de trascender la jaula.

Nigel empezó a hablar rápidamente y el anciano rechazó sus argumentos con un ademán.

—No —dijo—. Eso no es nada. Nada.

“Bazofia”, pensó Nigel. “Lo que había dicho ese hombre que parecía una ciruela seca era pura bazofia.”

Pensando así, ladeó un ala.

El planeador encontró la corriente de aire y Nigel sintió un tirón, una presión. Se remontó y la imagen fugaz de esa horrible Inmanencia se desvaneció tan rápidamente como había aparecido (“qué extraño pensar en eso aquí, ahora”) y el viento silbó en los cables.

—¿Cómo es eso, Nigel? —preguntó la voz de Alexandría en los auriculares.

—Increíble —respondió él por el micrófono de garganta. Miró hacia la Tierra que giraba a sus pies. El instructor de vuelo se lo había prohibido, ¿pero qué sentido tenía todo, si no podía hacer eso? Y la vio, como un punto anaranjado.

—¿Puedes mantener la espiral? —exclamó ella.

—Cansa un poco los brazos —gruñó.

—El instructor dice que te relajes en el correaje.

—Está bien. Es lo que intento hacer. Oh...

Respingó. El planeador topó con una tromba de aire y subió bruscamente. La invisible manga térmica que brotaba del Pacífico lo remontó aún más por su perezosa espiral.

El viento nacía como una fuente transparente, en la costa, donde las brisas que soplaban tierra adentro chocaban primero con las colinas empinadas y después con la pared occidental de Arco soleri, la ciudad de cubos y ábsides de un kilómetro de altura. Nigel observó las ventanas refulgentes de Arco a medida que se aproximaba volando a ella y calculó la distancia. Un trecho seguro lo separaba aún de la fachada de hormigón rosado. El remolino de aire lo retenía.

Abajo, el mundo daba vueltas.

Las henchidas nubes purpúreas moteaban el horizonte marino, y la lluvia que se desprendía de ellas parecía un velo. Y allí, ladeándose y subiendo, Nigel experimentó una sensación semejante a la que habría producido una exhalación de aliento cuando su espíritu se desprendió de su cuerpo giratorio y se confundió con el aire. Se sacudió. Era como si hubiese dejado de debatirse, como si hubiera dejado de esforzarse por nadar en el lodo. El viento gimió en la abertura de su máscara y Nigel inclinó los alerones para remontarse a más altura, como un Ícaro redivivo a medida que dejaba atrás la Tierra. Confiaba en que ahora todo perteneciera al pasado: Alexandría se recuperaba, el Snark seguía su itinerario. Lo invadió una ciega alegría impoluta. El miedo inconfesado que se había apoderado de él al iniciar el vuelo se desprendió como un lastre y se sintió ligero y ágil, semejante a un pájaro al desplazarse velozmente entre las altas corrientes de aire. Subió en barreno, disparándose de la Tierra que lo abarcaba todo. Una dicha insondable. La mortalidad se le escapaba por todos los poros, se congelaba en el aire helado de las alturas y caía hecha trizas sobre California, con un tintineo cristalino. Describió un lento círculo, sajando la epidermis de aire que rodeaba la Tierra, en tanto las olas rutilantes del océano le saludaban al azar. Un alerón osciló y luego se enderezó, Ícaro. Alas de cera. No te internes plácidamente en este cielo acogedor. Planeando. Con la Tierra giratoria como una cesta allí abajo. Los puntos gemelos de Shirley y Alexandría semejantes a alfileres hincados en un mapa

monedas sobre sus rodillas

sí.

Se remontó libremente.

Pasaron la noche en una suite de lujo de Arco, en lugar de volver en autobús a Los Ángeles, que estaba al Sur. Shirley montó un holograma y él se tumbó en el foso central de la habitación dejándose invadir por el cansancio que había generado el ejercicio.

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