Los francotiradores apostados sobre el tejado del edificio de la UPS centraron su atención en la torre de control y la nave antirruidos. Sabían que no tenía mucho sentido observar su propio emplazamiento, ya que eso lo harían mucho mejor los otros colegas desde los techos y pasarelas situados enfrente. Fue así como se les escapó lo que sucedió en la maraña de tubos de ventilación y antenas que brotaba del centro del tejado y sobresalía varios metros hacia el cielo. Ninguno de ellos vio cómo aquel revestimiento de tubería de dos palmos de ancho, situado en la parte superior, se desplazó hacia abajo. Nadie lo oyó, ya que el mecanismo trabajaba casi sin hacer ruido. El proceso se consumó en un espacio de dos segundos, dejando al descubierto un cristal rectangular de color azulado de veinte por veinte centímetros. Tampoco se dieron cuenta de lo que pasaba con los francotiradores situados en los otros edificíos, los puestos de observación sobre las pasarelas ni los observadores de la torre. Quizá lo pasaron por alto por pura concentración.
Al mismo tiempo, en el varillaje exterior de la nave antirruidos, a doce metros sobre el nivel del suelo, se abrió una segunda tapa. Estaba tan perfectamente insertada en aquella superficie ondulante que nadie hubiera podido distinguirla. El control remoto tiró ligeramente hacia atrás de la pequeña superficie metálica y la empujó hacia un lado del tubo. Tampoco ese mecanismo, que no era más complicado en su funcionamiento que el pequeño cajón de un lector de CD, emitió ningún ruido. La abertura surgida era aún más pequeña que su compañera, situada en el tubo de ventilación del edificio de la UPS, y era imposible distinguirla, tanto desde el suelo como desde los otros puntos de observación, siempre que no se supiera hacia dónde había que mirar.
Detrás podía verse el objetivo de una cámara fotográfica. Delante de la lente, refulgía una placa de cristal como la situada en el edificio de la UPS, sólo que ésta era considerablemente más pequeña y estaba situada en un mecanismo móvil delante del objetivo. La estructura entera no medía más de diez centímetros de ancho y veinticinco centímetros de largo. A través de un pequeño riel, se desplazó un tramo hacia el exterior, y con la ayuda de una articulación giratoria, dirigió su pulido ojo hacia el
Air Force One.
En el visor de la cámara, Jana vio lo que le transmitía el objetivo situado en el varillaje. Éste enviaba la imagen a la Nikon por vía digital. Jana hizo girar el anillo de enfoque del teleobjetivo, y el objetivo situado arriba se movió a la par. Pocos grados bastaron para tener en el visor la puerta abierta del
Air Force One.
En ella se veía a un hombre que hacía señales hacia el interior del aparato. Jana sabía que formaba parte del equipo de seguridad del presidente. Entonces el propio Clinton apareció en el marco de la puerta.
La estructura del teleobjetivo les había deparado los mayores quebraderos de cabeza. En un principio, la placa de cristal había sido montada fijamente sobre el objetivo. Pero entonces hicieron un descubrimiento tan convincente como desconcertante. El disparo se desviaba a un lado. Si el objetivo se desplazaba diez grados para enfocar el blanco, el ángulo de refracción del rayo láser variaba veinte grados. El objetivo podía captar su blanco, pero el disparo jamás sería certero.
Gruschkov se pasó un par de noches sin dormir trabajando en ese tema. Ahora la placa de cristal, montada sobre unas varillas de telescopio, replegables electrónicamente, se desplazaba tan rápido como el objetivo situado detrás. Era una obra maestra de la tecnología del control remoto. El sistema sincronizaba los movimientos de los dos componentes y los ajustaba de un modo simultáneo. Con ello, Gruschkov se había superado a sí mismo. El ángulo de refracción coincidía de nuevo.
La alta figura de Bill Clinton podía reconocerse claramente en la puerta abierta.
Rápidamente, Jana hizo un
zoom
sobre la cabeza del presidente. En pocos segundos todo habría acabado. Siguió dando vueltas al teleobjetivo, y el objetivo cambió de nuevo su posición en otros tres grados.
Más que verlo, Lavallier intuyó aquel reflejo de luz. Todo sucedió simultáneamente cuando se dirigía hacia donde estaba Lex. Clinton apareció en la abertura de la puerta y, en ese mismo instante, la luz del sol hizo resplandecer algo por una fracción de segundo en la nave antirruidos.
Lavallier se dio la vuelta rápidamente y miró hacia lo alto.
¡Allí estaba!
Justo en la esquina, en el sitio donde unas varillas se extendían a lo largo del borde exterior. Era algo del tamaño de una mano, más oscuro que el metal a su alrededor.
Se movía.
Más tarde no supo decir con exactitud lo que había gritado a través del aparato de radio, mientras los diplomáticos se aproximaban a la parte inferior de la escalerilla. Nadie le prestó atención. Todas las miradas estaban centradas en Clinton. Sólo Lavallier, O'Connor y la oficial de policía sospecharon en ese momento —mientras el sol brillaba sobre la pista de estacionamiento, deparándole al presidente de Estados Unidos un recibimiento de manual— que la siguiente «glaciación» ya había echado a andar.
—¡Disparen! —Eso era todo cuanto recordaba.
Lex, la persona más próxima a Lavallier, fue el único que oyó cómo el comisario principal gritaba algo en su aparato de radio. No pudo entender lo que era, pero le bastó con echar un vistazo. Lavallier tenía el cuerpo tenso, su rostro deformado en una mueca, su mirada dirigida a la nave antirruidos.
Lex frunció el ceño. Podía estar equivocándose.
Pero, posiblemente, estuvieran teniendo problemas.
Las palabras de Lavallier llegaron a oídos de los francotiradores apostados en las escalerillas, en los tejados de las naves de carga y en el techo del edificio de la UPS.
Algunos de los hombres se sentían desorientados y paralizados, mientras examinaban febrilmente las varillas a través de sus mirillas. Debido a la prisa, pasaron por alto la diminuta placa de cristal refulgente instalada en la abertura. Otros buscaban demasiado abajo; mientras otros lo hacían demasiado a la derecha o en puntos totalmente equivocados.
Fue un especialista de diecinueve años el primero en verlo. El hombre yacía en posición horizontal sobre el tejado del edificio de la UPS, justo debajo del espejo instalado en el tubo de ventilación. Durante su curso de formación, se había destacado por su puntería certera y su sangre fría. Era un compañero tranquilo e introvertido al que sus camaradas le atribuían un alto grado de lealtad y una espectacular falta de imaginación. El muchacho no había anhelado un momento como éste, tampoco lo maldecía. No sentía ningún temor de errar el tiro, como tampoco sentía satisfacción alguna ni sensación de triunfo por haber descubierto el objeto. Conocía muy bien la distancia existente hasta la nave antirruidos —poco menos de quinientos metros—, era consciente de las constantes y de las variables que incidirían en su disparo, la gravitación, las desviaciones por deriva, el viento lateral; sabía qué trayectoria seguiría el proyectil y por segunda vez la línea de mira y dónde impactaría.
Serenamente, puso el fusil en posición de tiro, visualizó el blanco y apuntó.
Ahora.
La punta de su dedo índice descansaba sobre el obturador. Clinton llevaba la retícula en medio de la frente. Jana se concentró.
Entonces decidió otra cosa y enfocó el punto situado exactamente entre los ojos del presidente, haciendo eje con sus pupilas.
Así le gustaba más.
Y ejerció una suave presión con el dedo.
Y el soldado disparó.
Apretó el gatillo medio segundo antes de que el dedo de Jana accionara el obturador. El proyectil abandonó el cañón del fusil de precisión semiautomático y salió disparado a una velocidad de ochocientos metros por segundo en dirección al espejo.
Así y todo, podía decirse que reptaba en comparación con el haz de luz que debía matar a Bill Clinton.
Los chips de la cámara de Jana enviaron a la empresa de transporte una señal de radio que activó el YAG.
En un tiempo inconcebiblemente breve, en la inmensa caja metálica se produjo una compleja secuencia de funciones. Con una sacudida, los dos generadores de veinte kilovoltio-amperios se descargaron y estimularon sincrónicamente varios millares de láseres con diodo de inyección, enviando un haz de luz a un resonador óptico.
Ese resonador era el verdadero láser de neodimio-YAG. YAG eran las siglas en inglés de
Yttrium-Aluminium-Garnet.
Un cristal tubular de unos metros de largo, hecho con una aleación de átomos de neodimio, cuyos extremos habían sido pulidos con máxima precisión y estaban vueltos hacia dentro en forma de espejos. En el momento en el que Jana accionó el obturador y los láseres con diodo bombearon energía electromagnética dentro del cristal, se formó una onda de luz que salió disparada de un lado a otro entre los espejos, a medida que se intensificaba en cada nueva fase, hasta que el sistema emitió la onda y la envió hacia el primero de los tres amplificadores existentes.
Allí, la onda continuó oscilando, se sincronizó, se proyectó sobre un nuevo espejo y fue enviada en ángulo recto en dirección al segundo amplificador; allí se intensificó de nuevo, llegó al tercer amplificador y salió de éste hacia un pequeño telescopio de espejos de treinta centímetros de diámetro que la recogió en un haz y la envió hacia fuera, a través del agujero situado en la parte más angosta de la caja. En ese momento, la frecuencia del láser alcanzaba los 1,6 micrómetros. Con ello, el rayo era invisible para el ojo humano, sólo capacitado para percibir 0,75 micrómetros de luz visible en el espectro rojo.
Pero la onda no hubiera podido verse ni siquiera en el espectro visible, ya que el YAG no generaba un rayo continuo, sino un impulso ultracorto.
El rayo de luz de varios haces salido de la caja, sólo duraba una cienmilésima de segundo, ¡pero su potencia alcanzaba un gigavatio! El impulso bastaba para evaporar con una explosión treinta centímetros cúbicos de agua. O treinta centímetros cúbicos de tejido humano, compuesto en su mayor parte de agua. El tejido se inflaría explosivamente a causa de unos cuarenta metros cúbicos de vapor de agua surgidos de golpe: más que suficiente para reducir a pedazos al instante cualquier estructura circundante.
El haz era captado por el espejo situado sobre el trípode, el cual estaba acoplado a una cámara e instalado sobre diminutos piezomotores, un sistema denominado óptica adaptativa. En el momento de la descarga, y a lo largo de todo el trayecto hasta el sistema instalado en la nave antiruidos, medía las impurezas de las partículas de la atmósfera y enviaba de vuelta esa información. Rápidamente, los motores reajustaban la superficie del espejo, de tal modo que el haz no pudiera ser desviado durante su trayecto.
La onda salía del patio interior y subía a toda velocidad hasta un segundo espejo fijado a pocos centenares de metros en la punta de un poste de electricidad; allí se reflejaba y era enviado hacia su largo viaje de tres kilómetros a través de los suburbios, prados y bosquecillos circundantes hasta llegar al edificio de la UPS. Ninguna gota de agua era capaz de desviar la onda sincronizada; ninguna niebla hacía que se perdiera su fuerza concentrada. Con su angostura cónica, incidía en el espejo situado en el extremo del tubo de ventilación y desde allí continuaba su trayectoria hasta la nave antirruidos.
Todo eso sucedió desde el mismo momento en que Jana oprimió el obturador de la Nikon, y se consumó a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, es decir, a la velocidad de la luz. En los últimos centenares de metros hasta la nave antirruidos, el proyectil del francotirador y el haz de luz asesino se enfrascaron en una vertiginosa carrera, por así decirlo. El mero hecho de que Jana hubiera perdido cierto tiempo al bajar en el último segundo la posición de la retícula, le salvó la vida al presidente de Estados Unidos.
El proyectil impactó contra la articulación giratoria del objetivo, justo cuando el haz de luz acertó en el espejo situado delante. Eso bastó para destruir el mecanismo y doblar el espejo hacia arriba. En lugar de impactar sobre Clinton, el haz de luz fue reflejado en línea recta hacia las alturas.
A seiscientos metros sobre el suelo, fue a dar directamente contra una bandada de pájaros.
El animal en cuya pechuga se clavó, no pudo sobrevivir ni siquiera el tiempo suficiente para chillar. Las moléculas de agua del cuerpo del pájaro se transformaron en gas en cuestión de una fracción de segundo, inflando el organismo varias veces su tamaño. Los tendones y las fibras se desgarraron. El cuerpo entero explotó, salpicando de jirones de tejido, plumas y partículas de sangre a toda la bandada.
Las aves que estaban más cerca sufrieron, chillaron y gritaron, perdieron por un instante el sentido de la orientación y quedaron a la zaga de la formación.
Luego se tranquilizaron. Su memoria suprimió la parte consciente del recuerdo y depositó el resto en el compartimiento de la experiencia.
Con potentes golpes de alas, consiguieron avanzar de nuevo.
Su primera impresión fue que algo no estaba funcionando bien en la transmisión de las imágenes. En el preciso momento en el que accionó el obturador, el presidente desapareció del visor. Un defecto tal vez, provocado por el propio haz de luz, sólo que las pruebas no habían arrojado ningún problema semejante.
Luego comprendió que la superficie de color azul pálido que veía delante de su ojo derecho era el cielo. Desconcertada, giró el anillo delantero del teleobjetivo, pero Clinton no volvió a aparecer. La idea de que el sistema pudiera haber fallado la hizo perder los nervios. Tuvo que apretar bien las mandíbulas para no soltar un improperio en voz alta.
Durante el segundo siguiente la transmisión se interrumpió del todo.
Echó un vistazo por encima de la cámara y vio que el presidente no hacía ningún ademán de bajar por la escalerilla. Enloquecida por la ira, volvió a apretar el obturador. Los acumuladores que alimentaban el YAG conservaban suficiente energía para un segundo disparo, pero nada sucedió. Si la carga mortal de luz había salido realmente del YAG, había detonado sin ningún efecto.
Clinton desapareció de nuevo dentro del
Air Force One.
Fin de la historia.
Con un rápido movimiento de su índice izquierdo, Jana accionó la pequeña palanca del compartimiento de las baterías. El chip salió de la Nikon y cayó al suelo. Jana lo aplastó con el pie. La Nikon volvía a ser una cámara común y corriente. Jana dirigió el teleobjetivo hacia el extremo delantero superior de la nave antirruidos e hizo un
zoom
hasta que pudo ver el mecanismo destruido.