—Sí que ha respondido —dijo el americano—. Tenemos que buscar una caja de unos diez metros de largo o más.
—Y eso en un radio de algunos kilómetros —añadió O'Connor.
—Doctor O'Connor —dijo Brauer—. Hay una cosa que no me ha quedado clara. Nuestra gente está examinando los espejos destruidos. Uno de ellos era inflexible, pero el otro estaba conectado a algo que a primera vista parece asemejarse al objetivo de una cámara…
—Sí, eso tiene sentido —dijo O'Connor, asintiendo—. En el instituto hemos trabajado con estructuras parecidas. Usted comprobará que los espejos son transparentes por ambos lados, como el cristal claro. En este caso en cuestión, «espejo» no significa que usted pueda reflejarse en él. Las superficies reciben un tratamiento especial al que llamamos recubrimiento dieléctrico múltiple. Sólo deben reflejar la longitud de onda del láser. Para la luz normal son transparentes, razón por la cual es posible instalar sin problemas un objetivo detrás de ellos.
—Pero ¿para qué sirve ese objetivo?
—¿Acaso no es evidente?
—Me temo —suspiró Brauer, armándose de paciencia—, que tendrá que explicárnoslo.
O'Connor se bebió de golpe el agua restante y puso el vaso sobre la mesa.
—Debo pedir que me lo llenen. El objetivo transmite una imagen, señores. La transmite a alguna parte donde alguien pueda recibirla. Sospecho que en este caso tenemos que vérnoslas con una doble función. Transmisión de imagen y mirilla telescópica. —O'Connor se apoyó satisfecho hacia atrás. Este asunto comenzaba a divertirle—. Sí, podrán comprobarlo con exactitud. El objetivo es el mecanismo del blanco.
—¿Está dirigido por control remoto?
—Naturalmente. A través de ondas de radio, creo yo. El infrarrojo no es muy apropiado a esas distancias.
—Muy bien, el objetivo ha enviado una imagen, pero, ¿dónde está el tirador?
O'Connor buscaba una respuesta. La pregunta era difícil. Conocía al dedillo la estructura de los láseres de estado sólido. Por lo general, en ellos no aparecía nunca un tirador asesino.
—Si ese sistema era manejado por control remoto —reflexionó Lavallier con las cejas enarcadas—, el tirador puede estar en un sitio bastante alejado, ¿no es cierto?
—Podría haber recibido la señal en un ordenador portátil —propuso el segundo jefe de Tráfico—. En el mismo lugar donde está el láser.
«No —pensó O'Connor—. Eso no tiene sentido.» Tal y como Lavallier le había descrito la secuencia de los sucesos, los espejos asomaron en el último segundo. Surgieron de la nada; lo cual significaba que Clohessy, Pecek o Mahder los habían camuflado. De tal modo que sólo aparecieran cuando el presidente saliera del
Air Force One.
En consecuencia, el espejo, mientras estuvo oculto, no pudo haber transmitido ninguna imagen. El avión tenía que estar al alcance de la vista del tirador, para que éste pudiera ver lo que sucedía. En el momento decisivo, liberó a los espejos de su escondite y disparó de inmediato.
Pero ¿con qué disparó? ¿Cómo podía tener al presidente en el punto de mira con tanta precisión?
¿Y si lo hacía a través del visor de una cámara?
Sólo un grupo de personas había tenido la posibilidad de acercarse al
Air Force One
con el equipo correspondiente sin que nadie sospechara nada.
—Los periodistas —dijo O'Connor.
Todo en aquella situación era deprimente.
Durante seis meses habían estado puliendo el sistema. Lo habían probado una y otra vez. Habían sacado el YAG varias veces al patio, levantado las tapas de los dispositivos instalados en la nave antirruidos y en el tubo de ventilación del edificio de la UPS, y enviado el impulso de prueba a fin de realizar correcciones muy precisas. Ni el propio Gruschkov había podido ocultar su asombro al ver que funcionaba de un modo tan impecable.
Y ahora esto.
El fallo técnico quedaba descartado.
El hecho de que los periodistas tuvieran que esperar apretujados en las carpas, para ser verificados uno por uno antes de abandonar el aeropuerto, no dejaba cabida para otra interpretación que no fuese que O'Connor la había derrotado.
Más aún que el fallo, pesaba el hecho de que, con la destrucción del sistema, se había esfumado también la segunda oportunidad. Sabían de antemano que podía haber dificultades. Que el haz de luz podía no llegar si llovía con demasiada fuerza. Pero mientras nadie supiera nada de la existencia del YAG, a ninguno se le habría ocurrido la idea de buscar unos espejos. Habrían podido intentarlo una vez más el día de la partida de Clinton. En la misma pista, con Hillary a su lado. Que lloviera dos veces en junio era bastante improbable, incluso en Renania. A más tardar, hubiera funcionado en la segunda ocasión.
Pero habían sido descubiertos. La operación en silencio se había frustrado.
Jana ni siquiera se preguntaba qué habría sido de Mahder o de Pecek. Todo cuanto contaba ahora era salir de allí y largarse lo más pronto posible.
Los periodistas a su alrededor bebían agua mineral o Coca-Cola. Los que eran llamados y superaban el control, podían regresar a la zona bloqueada para presenciar la llegada del primer ministro japonés, cuyo avión estaba haciendo su entrada en ese preciso instante, o abandonar la zona.
Jana pensó en sus cuentas en Suiza. Por lo menos una parte del dinero la tenía segura. Aun sin los millones que el Caballo de Troya, por supuesto, ya no le pagaría, poseía todavía más que suficiente para empezar una nueva vida en alguna parte.
Eso, dando por sentado que Mirko y los que estaban detrás de él dejaran pasar el desastre ocurrido como caso de fuerza mayor. Si era el régimen de Belgrado el que tiraba de los hilos, también era probable que le exigieran la devolución del dinero anticipado. Milosevic había pasado a más de uno a cuchillo con tal de no pagar.
Pero no lo tendrían.
Ricardo había concebido un sistema endemoniadamente sofisticado para hacer desaparecer dinero proveniente de transferencias como ésta en un laberinto de cuentas bancadas. Un retroceso de la transferencia era imposible. Si quería recuperar el dinero, tendría que echarle el guante a Jana.
Y Jana dejaría de existir muy pronto.
Por muy deprimente que fuera el resultado, también había incluido esa variante en sus cálculos. Tal vez no exactamente en la forma en que había ocurrido, pero, en todo caso, había preparado su salida del país sin que la molestaran.
Sólo tenía que irse de allí. Luego iría a la empresa de transportes; volvería a ser Laura Firidolfi y, a la mañana siguiente, partiría. Nadie sospechaba de Laura Firidolfi. A nadie se le ocurriría. Y aunque así fuese, el rastro de la mujer de negocios italiana se perdería en la nada. La existencia de Laura sería borrada de la historia del mundo en el transcurso de las próximas veinticuatro horas.
Lo primero era seguir siendo Cordilla Malik.
Jana bostezó de un modo ostentoso, bebió un pequeño sorbo de su Coca-Cola e inició una charla con un periodista del
Kólner Stadt-Anzeiger.
Había transcurrido ya una hora desde que la policía había bloqueado el área destinada a la prensa. Tenía una vida entera por delante.
Podía esperar.
Lavallier lo miró. Su mirada revelaba que había comprendido de inmediato a lo que se refería O'Connor.
—Los periodistas —repitió.
—Está claro.
—¿Cree que los espejos eran manejados mediante una cámara?
O'Connor hizo una reverencia.
—Todo el sistema funcionaba de ese modo. Un periodista podía verlo todo y seguramente también podía accionar el objetivo del espejo a través de una cámara modificada. De ese modo podía enfocar a Clinton con toda tranquilidad y apretar el obturador. Para el encendido del láser, la distancia no significa ningún inconveniente.
—Pero todos los periodistas estaban acreditados —dijo Brauer, perplejo.
—Bueno, ¿y qué? —Lavallier le echó una mirada tenebrosa—. Lo único que tenían eran unas tarjetitas de plástico colgadas al cuello con sus malditas fotos. Les echamos un vistazo y las comparamos con las fotografías de las listas. Eso fue todo.
—Suena muy profesional —dijo O'Connor—. Examinen sobre todo las cámaras. Un par de componentes electrónicos que no formen parte del aparato y ya tienen a su hombre.
—Eso ya lo estamos haciendo —dijo Lavallier, irritado—. La verificación está en marcha. Hemos traído a un experto en tecnología de cámaras, chequeo por ordenador, todos esos chismes. Pero me temo que no servirá de nada.
—¿Por qué?
—Si ese atentado hubiese ocurrido en realidad, habría sucedido lo mismo. Hubiésemos diseccionado a los periodistas como a los pavos de Navidad. Nuestro amigo debe de haber tomado sus propias precauciones. Si hay que buscarlo entre los periodistas, creo que se nos escapará de todos modos.
—¿No podía ser Mahder el tirador? —reflexionó Brauer.
—Mahder no es periodista —objetó el jefe de Tráfico.
—No, pero tampoco tenía por qué estar directamente en la pista de estacionamiento. Basta con que el avión estuviera al alcance de su vista.
Lavallier hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Si hubiese aparecido alguien por ahí con una cámara, lo hubiésemos encontrado raro. Si fuera Mahder, tendría que haber actuado de otro modo. Pero ni siquiera creo eso. Tras el frustrado intento de asesinar a O'Connor, tuvo claro, seguramente, que había sido descubierto. Eso fue mucho antes de que Clinton saliera del avión. La búsqueda de Mahder está en marcha. ¿Cree usted en serio que se quedaría en el aeropuerto un minuto más del necesario? —Lavallier hizo una pausa y miró a todos con escepticismo, uno por uno—. ¡Cómo podría alguien como Mahder matar a Clinton?
—Los buenos asesinos a sueldo saben camuflarse bien —comentó Lex—. Lisiados, mendigos, ancianos seniles, ha habido de todo.
—Muy bien, intentemos reconstruir lo sucedido. Mahder, Clohessy y Pecek. ¿Hubiese sido Clohessy capaz de construir un láser así?
—No tenía que construirlo —dijo O'Connor—. Existen algunos. Tal vez lo introdujeron de contrabando en el país. Lo cierto es que Clohessy fue siempre un dejado de cuidado. Desorganizado y dependiente siempre de las auténticas personalidades con aptitud de liderazgo. Paddy jamás lo hubiese conseguido por sí mismo.
—Todavía no sabemos con certeza si se hizo algún disparo —dijo Brauer—. Quiero decir, quizá Mahder sí estaba previsto como tirador, pero luego tuvo que esconderse y…
—Olvídese de Mahder de una vez, los espejos salieron en el momento en que apareció Clinton —respondió Lavallier con firmeza—. ¡Por lo menos sabemos que alguien quiso disparar! Estoy de acuerdo con el doctor O'Connor. Tenemos que concentrarnos en los periodistas.
Durante un momento reinó un silencio incómodo.
—Quisiera volver a la misma pregunta de antes —le dijo Lex a O'Connor—. ¿Ve usted todavía algún peligro para el presidente?
O'Connor se encogió de hombros.
—Si los espejos han sido destruidos… No.
—Han sido destruidos los espejos del aeropuerto —dijo Lex, sonriendo de un modo cortés—. Es usted el experto, doctor O'Connor, no yo. ¿A qué distancia máxima puede estar el YAG de nosotros?
O'Connor reflexionó.
—La distancia máxima serían diez kilómetros. Pero yo creo que ellos no arriesgaron tanto. Deberían encontrarlo en un radio de hasta cinco, seis kilómetros.
—Entonces podría disparar a cualquier otra parte, ¿no es así? Por ejemplo, hacia el centro de la ciudad.
Por un instante reinó un silencio absorto.
—Correcto —dijo O'Connor lentamente.
—Manejado por un terrorista que, como ha comentado acertadamente el señor Lavallier, se nos va a escapar de las manos.
Lavallier se levantó de un salto.
—Es suficiente. Dejen todo lo demás. Tenemos que encontrar ese chisme, y tiene que ser rápido. O'Connor, haga usted algo por su inesperada fama. ¿A qué debemos prestar atención?
—Puntos altos —respondió O'Connor—. Elevaciones.
—¿Qué altura? ¿Cuál es su aspecto?
—Imposible juzgarlo desde aquí abajo,
monsieur le commissaire.
Lamentablemente, sólo conozco su hermosa ciudad desde la perspectiva de una barra.
Lavallier le dedicó una sarcástica sonrisa.
—Eso está bien. Entonces me alegra poder ayudarle a disfrutar de toda una gira turística.
¡Está en el barrio de Kalk!
Desde hacía más de una hora, centenares de curiosos y periodistas estaban de plantón delante del hotel Hyatt. Algunos escuchaban la radio de la policía. En ese instante, uno blandía su teléfono móvil, a través del cual acababa de recibir el mensaje. La multitud comenzó a moverse. Si estaba en Kalk, no tardaría más que unos pocos minutos. Habían esperado pacientemente al presidente, pero ya era hora de que llegara.
Como siempre, los acontecimientos de este tipo eran un juego de alto riesgo. Nunca se sabía con certeza si valía la pena el esfuerzo de ir hasta allí e insistir, o el haber hecho cola para obtener el pase. A veces era una mira para los periodistas, otras, un verdadero chasco. A veces la figura prominente se tomaba su tiempo; otras veces ni siquiera se dejaba ver. La mayoría de los presentes se había enterado ya por el móvil de que el aterrizaje había resultado ser menos de lo que se esperaba y que, para colmo, los periodistas presentes en el aeropuerto habían tenido que someterse a una verificación no prevista. No hubo saludos del presidente ni palabras a la prensa. Así era la cosa. Quien se entregara a la ilusión de que el oficio de un informador era dar información, debía aprender que la mayor parte del trabajo consistía en esperar y en que el objeto de deseo a menudo no apareciera. No obstante, seguían apostándose en esos lugares señalados con todo su equipo técnico, mientras esperaban y confiaban, confiaban y esperaban.
El área estaba rodeada de policías por todas partes. Sobre el tejado de la Asociación de Protección de la Naturaleza, estaban acuclillados, detrás de sacos de arena, los francotiradores equipados con binoculares y fusiles de precisión. Los botes de la policía fluvial, así como otros botes especiales más pequeños, con buzos encapuchados a bordo, patrullaban de un lado a otro del Rin.
Confiar y esperar.
Primero oyeron el helicóptero. Se acercó desde el sudeste, dio una vuelta por encima del hotel y continuó su petardeo de motores en dirección al río. Se sacaron las primeras cámaras fotográficas, se elevaron las cámaras de televisión y se extendieron los micrófonos sobre las jirafas.