El
Air Force One
describió una curva y continuó descendiendo. Guterson miró por la ventana, pero, aparte de una cubierta de nubes, no pudo ver mucho más. Le gustaba que durante el aterrizaje Clinton estuviera allí y no en sus habitaciones. El
Air Force One
le ofrecía al presidente y a su familia una suite completamente amueblada, con un dormitorio confortable, vestidor y cuarto de baño además de un despacho completamente equipado. Había, además, un comedor para la familia presidencial y su equipo a bordo, el cual era utilizado también como sala de conferencias. Posibilidades de recluirse había varias, y muchos presidentes las habían aprovechado. Clinton, en cambio, tenía los pies muy bien puestos en la tierra. Prefería unirse al personal de seguridad o con la tripulación sin hacer nada en especial, o simplemente para charlar.
—¿Qué tal el tiempo? —preguntó de pasada.
—Está lloviendo —dijo Guterson.
—Quiero ir a esa cervecería como sea.
También eso era típico de él: el rápido cambio de temas. La mente de Clinton era incansable, siempre tenía en la cabeza varias cosas a la vez. Guterson ya estaba adaptado a la versatilidad del presidente. Uno jamás se aburría con él. Era un pensador rapidísimo, capaz de improvisar a partir de la nada y de desarrollar una gran dosis de creatividad. Si se encontraba en el ambiente adecuado, uno se divertía muchísimo con él. Las visitas de Estado con Clinton eran una mezcla entre política seria y preparación de una juerga estudiantil, incluidos los chistes verdes, las travesuras tontas y los rumores conspirativos.
En consecuencia, el presidente se había dedicado primero a rastrear todos los lados divertidos de Colonia. Cuando le expusieron cuál era la mentalidad de los colonenses y le contaron que en la ciudad había una serie de cervecerías autóctonas y una cerveza de muy buen sabor, Clinton se mostró entusiasmado.
—Tenemos que visitar una taberna de ésas —había dicho, arrojando a Guterson a su habitual estado de desesperación. Por lo menos esta vez lo había anunciado. Ya había sido suficientemente difícil acostumbrarlo a tener un poco más de consideración con las personas que tenían que ocuparse de su seguridad, a las que se les caía el pelo cada vez que tenían que cuidar de él en cualquier visita espontánea a un restaurante público o cuando protagonizaba esos baños de multitudes no concertados con nadie. Nada más ajeno a las intenciones del presidente, sin embargo, que violentar a esos hombres. Él, sencillamente, sólo había querido ser presidente y seguir viviendo como el simpático chico de al lado de casa, que no duda en salir con sus amigos a tomar una cerveza o a hacer
jogging
cada vez que tiene ganas. De algún modo, y a pesar de que ya llevaba bastante tiempo en el cargo, no podía o no quería comprender por qué el hombre más poderoso del mundo estaba obligado a tener un radio de acción mucho más limitado que el de un estudiante universitario.
De modo que desde hacía semanas habían comenzado a recorrer las cervecerías de Colonia a fin de preparar la visita del presidente. Chequearon la Malzmühle, la Päffgen, la Brauhaus Sion y la Küppers Brauerei; echaron un vistazo a todo y probaron cada cosa anunciada en los menús. Clinton sabía, por supuesto, lo que ellos hacían. No obstante, les insistieron a los taberneros para que trataran el asunto con la mayor discreción y no le contaran a nadie que, posiblemente, en algún momento entre el 17 y el 22 de junio, el presidente de Estados Unidos llegaría sorpresivamente y pediría una
kölsch.
No querían aguarle la fiesta al presidente, debía parecer algo espontáneo. Para Clinton constituía un placer ofrecer a la gente de su equipo de asesores una muestra más del desenfado presidencial. Ellos sabían que eso era bien acogido por la opinión pública. Si al presidente, de pronto, le entraban ganas de beber una
kölsch,
debía ir de inmediato a bebería, y cuanto más repentino fuera el deseo, mejor.
Mientras el gigantesco avión continuaba descendiendo, Guterson pensó que allí abajo todo parecía estar en orden. No habían recibido ninguna noticia desfavorable. El jefe de Seguridad cerró los ojos por un segundo. En realidad, nunca estaba lo que se dice verdaderamente relajado. Como jefe de Seguridad del presidente, uno no podía relajarse. Uno podía estar sereno, pero siempre alerta. Incluso a bordo del avión de pasajeros mejor equipado y armado del mundo. Durante cuatro años, un equipo formado por generales, expertos en temas de seguridad, personal del Servicio Secreto e ingenieros, había estado trabajando en la creación de ese superavión de cuatrocientos millones de dólares. El
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era la sede del gobierno y una fortaleza volante a la vez. Estaba equipado con sistemas de alarma y de defensa contra cohetes de ojivas térmicas o dirigidos por radar. Su sistema de aislamiento era tal, que su red de comunicación era inmune incluso a las interferencias electromagnéticas surgidas después de la explosión de una bomba nuclear. Cuatrocientos kilómetros de cables atravesaban el vientre del
Air Force One,
sesenta antenas, decenas de teléfonos protegidos contra las escuchas; sistemas de radio y de fax conectaban al avión presidencial con el mundo exterior. Si Clinton quería, podía hablar desde los diez mil metros de altura con el comandante de un submarino atómico en una estación submarina. A través de diecinueve pantallas de televisión, el
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recibía imágenes del mundo entero. Siempre había diez pilotos a bordo, y las provisiones eran suficientes para dos mil comidas; había un quirófano y un equipo de médicos altamente especializados que volaban con el presidente cuando Clinton salía de viaje. Ese día viajaban a bordo, además, un centenar de agentes del Servicio Secreto. Y todavía había un par de trucos que el
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tenía reservados y de los que no se hablaba. Por esa razón, se especulaba y se barajaban todo tipo de cosas: desde cápsulas de salvamento hasta armamento nuclear. Sobre la base aérea de Andrews, sede del avión, abundaban los secretos a voces, pero de cualquier modo estaba claro que probablemente no hubiera en el mundo ningún lugar más seguro que este avión.
Guterson abrió los ojos de nuevo. No había ningún otro lugar más seguro en el mundo. Y también había gente que se ocupaba de hacer que esos lugares fueran seguros.
Su gente.
Sin la más mínima sacudida, la nariz azul y blanca del Boeing 747-200B con el número de control 29000 se introdujo en la capa de nubes.
El
Air Force One
se encontraba en vuelo de aproximación a Colonia.
El grito no fue lo peor.
Lo terrible fue oír cómo se interrumpió el grito cuando el cuerpo de Josef Pecek se estrelló ruidosamente contra el techo del furgón de la policía aparcado delante de la terminal. Sonó como si alguien hubiera arrojado una granada contra un gong. Su brazo izquierdo resbaló por el borde del techo y quedó oscilando de un lado a otro.
Lo peor fue la certeza de que estaba muerto.
Que era Pecek el que estaba muerto. No O'Connor.
A Mahder comenzaron a temblarle todos los miembros. Sintió como si lo sobrecogiera un ataque de fiebre. Había estado esperando en el interior de la terminal y de vez en cuando hablaba ocasionalmente con algún obrero, mientras su mirada mantenía bajo observación la franja de arena situada entre la fachada de cristal y la pista de estacionamiento. Estaba esperando la caída.
Sólo que no era Pecek quien debía caer.
El obrero que estaba junto a él comenzó a correr en dirección al lugar del accidente. Los dos policías que habían saltado del furgón con las armas en la mano inmediatamente después del golpe, poniéndose a cubierto detrás, treparon por los laterales del vehículo. Otras personas se acercaron. Sólo Mahder se quedó allí parado como si hubiese echado raíces. Mahder, que no podía comprender lo que había pasado.
Desconcertado, vio cómo la sangre corría por el brazo oscilante de Pecek, se mezclaba con la lluvia y goteaba sobre la arena.
Sintió pánico.
Hasta ese momento había sabido lo que había que hacer. Cuando O'Connor apareció en su despacho y de repente comprendió toda la verdad, Mahder se había mantenido sereno. Había desempeñado bien su papel. Corrió hasta la habitación contigua y llamó a Jana a través de la RANA. Era consciente de que a esas alturas sólo podían telefonearse en caso de emergencia absoluta, pero aquello era una emergencia en toda regla. ¡Bajo ningún concepto podía O'Connor seguir contándole a más gente lo que, increíblemente, había conseguido averiguar! Rápidamente, con palabras escasas y precisas, le había explicado todo a Jana. La respuesta de esta última había sido también breve y clara, todo expresado en el lenguaje distorsionado por el chicle de Cordula Malik, otro elemento extravagante en una situación de por sí irrisoria.
—Un accidente, colega. Del andamio, o quizá del techo. Eso tienes que verificarlo tú.
Mahder sabía que en ese momento ella se encontraba en medio de un pelotón de periodistas. No obstante, hablaba con el tono de voz normal. Probablemente, para los otros, sus palabras sonaran como las de alguien que sigue la pista a una historia, si es que había alguien escuchándola.
Por eso había llevado a O'Connor hasta la terminal y había continuado haciendo como si intentara localizar a Lavallier a través del móvil. Había esperado a que el físico hubiera trepado por el andamio. Luego corrió a toda prisa hasta abajo, como si lo persiguieran mil demonios, y le indicó a Pecek por teléfono que fuera hasta allí. Se pasó por el punto de control para recoger al técnico. Como jefe de departamento, Mahder podía entrar a la terminal en cualquier momento; Pecek, por el contrario, no podía hacerlo, mucho menos a esas horas. Mahder confió y rezó para que no surgiera ninguna dificultad, y, en efecto, no la hubo. Pecek consiguió entrar, y Mahder lo llevó hasta la terminal; había llamado a O'Connor por el camino y le había mentido al decirle que había hablado con Lavallier, para luego, minutos después, enviar a Pecek a que hiciera el trabajo sucio.
Y ahora Pecek había caído del tejado.
Pero ¿dónde estaba O'Connor?
Hizo un esfuerzo por calmarse. A esas horas Jana ya estaría en el área de acceso limitado. Probablemente estaría apretujada entre otras decenas de periodistas.
Ahora sólo había una señal que pudiera transmitirle por teléfono. Ella no reaccionaría a ninguna otra cosa. No podría reaccionar. ¿Cómo iba a disertar con ella sobre la muerte de Pecek, si estaba metida entre aquella gente? Sólo había una palabra, y sólo estaba prevista si se dieran ciertas circunstancias. Cualquiera de ellos tenía la opción de transmitírsela a los otros por teléfono para, inmediatamente después, cortar la conexión.
La palabra era «Abortar».
Mahder sopesó la idea. Pero él tendría que asumir luego la responsabilidad por ello. Tendría que argüir una razón muy bien fundada. Abortar la operación significaba destruir en un plisplás una de las dos oportunidades para las que habían trabajado durante meses. Quizá, incluso, la única.
Abortar.
Mahder se imaginó llamando a Jana, diciéndole la palabra y cortando la comunicación. Ella podría abandonar el sector vigilado al instante. Tan difícil era entrar, como sencillo y poco problemático salir.
Mahder sintió vértigo de sólo pensarlo.
No tenía los nervios para esto. En el instante en que Martin Mahder vio cómo izaban el cuerpo aplastado de Pecek de la furgoneta de la policía, cobró plena conciencia del alcance del lío en el que se había metido hacía algún tiempo atrás, justo después de año nuevo, cuando Mirko se le acercó por encargo de Jana a fin de ganarlo para el proyecto. Le habían ofrecido un millón. Habían averiguado que se dejaba sobornar por algunos proveedores con el propósito de financiar su estilo de vida y su pasión por el juego. Ellos lo sabían, y habían dejado entrever que también otros podrían enterarse; en compensación le ofrecieron la solución de todos sus problemas. Sabían de antemano que él aceptaría.
Ser sobornable iba con el carácter. O no se es sobornable, o se es siempre. Un ser invertebrado que se vendía al mejor postor. Una masa de carácter amorfo. O, dicho lisa y llanamente: un cerdo.
Con un millón, sin embargo, uno era por lo menos un cerdo muy rico.
No obstante, ahora, Mahder maldecía a todos los santos y demonios por no haber mantenido en su momento una actitud íntegra. Miró fijamente otra vez a Pecek por espacio de unos segundos y, a continuación, se dio la vuelta y subió como un bólido en dirección a la terminal de llegadas.
También allí se agolpaba una multitud. Rodeaban el alto andamio situado en el lateral de la sección angosta, justo debajo del lugar donde había caído Pecek. Algunos hacían acrobacias en el nivel más alto, corrían de un lado a otro y se agachaban sobre una silueta que yacía allí arriba.
Era el andamio al que él había enviado a O'Connor, a sabiendas de que allí arriba no había ningún espejo. En eso el doctor se había equivocado. Allí no podía haber ninguno, porque la altura no bastaba. Los dos espejos que Paddy y Jo habían instalado durante varias noches con su protección estaban en otra parte. Nadie los encontraría. Nadie sabía de ellos. Mahder no había informado de esos trabajos, de modo que nunca se habían realizado.
Lo único que ahora podía salir mal era que O'Connor solucionara también ese enigma.
Si es que todavía estaba en condiciones de solucionar enigmas.
Mahder se acercó un poco más. La silueta yacía inmóvil sobre las plataformas. Encima de ella, una de las placas de cristal del techo se había hecho añicos. Por lo que parecía, O'Connor se había despeñado al interior a través del tejado y caído desde una altura de unos tres metros hasta el andamio. No era mucho, pero quizá sí lo suficiente para una conmoción cerebral, o en el mejor de los casos para una fractura de la nuca. Tiempo. Necesitaban tiempo.
Detrás de él, Mahder oyó unos pasos apresurados. Se dio la vuelta y vio a varios sanitarios y a dos policías, un hombre y una mujer, que se acercaban corriendo en dirección a él. De forma instintiva, le vino a la mente la idea de huir. Pero entonces se obligó a estar tranquilo y los sanitarios y el policía pasaron corriendo por su lado en dirección a la sección angosta de la terminal.
Mahder los siguió con la mirada y alzó los ojos en dirección a la plataforma más alta del andamio.